María Ordóñez Cruickshank / Cortesía de la autora

Por MARÍA ORDÓÑEZ CRUICKSHANK

Como editora de una revista universitaria cuyo objetivo era responder desde las humanidades a algunas de las preguntas más acuciantes de nuestra época, para más tarde ser un referente de futuras generaciones −circunstancia reflejada en el nombre de la publicación Encuentros2050−, trabajé sobre todo con investigadores de humanidades. Sin embargo, debido a la aparente incompatibilidad entre los tiempos editoriales y los académicos, así como al desacostumbrado hábito de los especialistas universitarios de escribir textos con un tono divulgativo, comenzamos a invitar a escritores jóvenes a participar en las entregas. A mi parecer este momento fue un parteaguas en la revista: los textos de los nuevos autores eran vibrantes, incendiarios y ejercían un contrapunto interesante a los escritos más “serios” y académicos de los investigadores.

Triste fue la sorpresa cuando en entrevistas y programas de radio poco le interesaba a mis interlocutores lo que tenían que decir mis contemporáneos. “Mejor háblanos del artículo de tal o cual autor”, todos ellos, por supuesto, vacas sagradas de nuestra universidad. Al cabo de estos primeros intercambios, acababa triste y frustrada. No sobra precisar que este era mi primer empleo relevante en el mundo editorial y que, joven, pequé de ingenua al creer que por el mero hecho de que algo de buena calidad se editara, todos debían prestarle atención. Al poco tiempo entendí que así no funciona una publicación. Sea especializada o divulgativa, para que una revista logre difundirse, y por lo tanto sea leída, debe contener artículos de personas reconocidas.

A partir de esta experiencia he comenzado a preguntarme por el alcance que uno tiene hoy en día como escritor principiante y no me refiero solamente al hecho de ser publicado, sino a la posibilidad de ser leído verdaderamente. Nunca antes en la historia se han impreso tantos libros; sin embargo, hay cada vez menos lectores, y los pocos que leen se interesan por autores ya reconocidos. Con esto no estoy criticando las decisiones de los lectores, sino que me cuestiono a mí misma si, de no haber sido la editora de esta revista, habría dedicado cinco minutos de mi tiempo a leer alguno de los breves artículos de los autores en cuestión. Por más que me gustaría mostrarme como una persona abierta a todo tipo de literatura, me temo que la respuesta sería un rotundo no, y lamentablemente es probable que no sería la única de mi generación en declarar esto.

¿A qué se debe esta sordera generacional?, ¿por qué muchos de nosotros no nos interesamos en leer lo que están escribiendo nuestros coetáneos?

Hace unos meses, en una conferencia magistral donde se hizo referencia a los medios de comunicación, Juan Villoro argumentó que, puesto que vivimos en una era donde la palabra más importante es posverdad, resulta fundamental reconocer la autoridad de la voz narrativa, es decir, saber desde dónde y con qué criterio habla alguien. No es suficiente que un artículo sea publicado en un periódico distinguido, pues ya no existe una jerarquía en el valor de sus contenidos. Retomo este argumento para extrapolarlo al mundo de las letras; si bien algunos autores nuevos tienen el respaldo de la industria editorial y de los círculos literarios importantes, existen ya muchas voces en el medio y es difícil distinguir entre tanto ruido cuáles de ellas valen la pena. Pareciera que el tiempo de los grandes críticos está desapareciendo y en su lugar las redes sociales están tomando el relevo. Ejemplo de ello son las nuevas estrellas de Internet y el mundo literario: los Booktubers. Aunque hoy en día son un factor importante para la promoción de la lectura, muchas veces se inclinan por obras comerciales y mediocres. Así, se terminan reseñando siempre los mismos libros, en un formato que, de origen, tiende a la superficialidad.

A la vez, muchos escritores de gran calidad claman por un poco de atención; en los muros de Facebook postean las ligas de sus artículos publicados en algún medio (a veces reconocido, a veces menor). Sin embargo, son pocos los que se detienen a leerlo, así como ellos mismos pocas veces se toman el tiempo para leer lo que ha escrito alguno de sus contemporáneos, perpetuando así un círculo vicioso de onanismo literario.

Nos encontramos entonces ante un panorama desolador. Por un lado, hay un mar de escritos que ahogan las voces de autores talentosos, por otro, son pocos los lectores que leen lo que expresan sus pares. ¿Significa esto que ya no vale la pena seguir escribiendo? En un artículo de la revista Encuentros2050, al imaginar escenarios hipotéticos de cómo sería el mundo en el 2068, Juan Malda ofrece tres panoramas: uno parecido al actual donde continúa el apego por las letras, sin mejorías, y dos optimistas, que conducirían inesperadamente a mundos ágrafos. En estos, la nueva sociedad abandonaría los principios de posesión, acumulación y exclusión que estructuraban al viejo mundo.

Sin propiedad pierde sentido la acumulación, y sin posesiones que heredar, el patriarcado y las jerarquías, perecen. Un modo distinto de comprender la existencia va emergiendo: las cosas dejan de ser el cimiento del mundo, pues toda relación se basa ahora en preocuparse por el otro, en dejar a un lado el egoísmo para cultivar a cambio, la ayuda mutua. Las palabras dejan de ser meras etiquetas para nombrar cosas, convirtiéndose en signos que evocan sentido y alegría de vivir. […] Los saberes se transmiten boca a boca, a través del diálogo y la experiencia común. La palabra escrita se abandona al fin, quedando sólo la palabra viva […] La poesía y la música se disfrutan con los oídos. El teatro y las artes plásticas con los ojos. La narrativa con todo el cuerpo. Nadie vuelve a escribir una sola palabra jamás (1).

Con esto no quiero decir que un mundo ágrafo nos hará libres, sino enfatizar que antes de escribir y esperar ansiosamente que el otro nos lea, deberíamos generar una comunidad que sepa escuchar más allá de la simpleza comercial y escribir más allá del egoísmo propio del creador.

Si bien el país donde vivo tiene la fortuna de ser uno de los pocos que ofrecen becas de creación literaria, su enfoque perpetúa un modelo individualista. En vez de formar escritores que escriben desde la riqueza de la vida y del compartir experiencias, parecería que adiestran a burócratas de la literatura que compiten entre sí en una interminable carrera que poco aporta al lector y al sentido mismo de la escritura.

En una sociedad preeminentemente utilitaria, es importante cultivar la empatía por el que está a lado y es nuestro compañero de armas en los embates de un mundo iletrado.


1. Juan Manuel Malda, “Un mundo sin letras,” Encuentros2050, 22 (octubre 2018): 34.


*María Ordóñez Cruickshank. Estudió Letras clásicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha impartido clases de latín en el Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM. Ha colaborado en el proyecto “El pensamiento crítico de Walter Benjamin”. Es editora de la revista Encuentros2050.


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