Papel Literario

«¿Qué hacías las mañanas del 31 de diciembre?»

por El Nacional El Nacional

Hace unos días conversaba con mi hijo de diez años, había un asomo de tristeza y molestia en su mirada. No podía entender la incertidumbre de si podríamos viajar hacia Cumaná para Navidad y Año Nuevo. Miguelín me miraba con ojos punzantes, “pero siempre hemos ido a visitar a la abuela en esos días”. No sabía qué hacer, me sentía sin recursos, ¿cómo explicarle a un niño que por estrecheces económicas era difícil comprar alimentos y mucho más pasajes para viajar al interior del país?, ¿cómo hablarle de los desmanes totalitarios?, ¿cómo traducir la historia de quienes han desangrado a todo un país? Me costaba mucho mantenerle la mirada y al final debía simular que habían llegado unos azulejos a las ramas del bucare, para evitar que notara el asomo de mis lágrimas.

“… Y entonces, ¿qué vamos a hacer el 31?”. Miguelín se plantó frente a mí, parecía un defensor de fútbol, de ninguna manera me dejaría levantarme de la mecedora, ni siquiera para ir a la cocina. Como el silencio abarcara los siguientes dos minutos, Miguelín me miró fijo a los ojos, como nunca lo hacía al preguntar. ¿Qué hacías los 31 de diciembre cuando tenías mi edad?

De pronto me sentí acorralado, cuando estaba a punto de darme por vencido, llegaron imágenes nítidas de un domingo de diciembre de 1967, ese 31 debíamos viajar a Cumaná pero el Plymouth Century de papá amaneció con la batería descargada. Siempre salíamos temprano en la mañana desde Cumanacoa hacia Cumaná. Aunque él no lo dijo, escuché a mamá decir que era probable que esa vez no íbamos a pasar el Año Nuevo en casa de la abuela. Me fui al cuarto y descargué mi llanto bajo la almohada. Mientras escuchaba a papá hablar con unos conocidos en la calle, Felipe trató de consolarme diciendo que a las once había un juego de béisbol entre los eternos rivales.

Miguelín sonrió. Mostró la mirada más pícara que le haya visto. “¡Deja de inventar papá! Nunca ha habido juegos de béisbol profesional ni el 24, ni el 31 de diciembre, a veces tampoco hay juegos el 23 ni el 30”.

Volví a sentirme sin palabras. Aquel país, aquella realidad, era tan distinto a lo que teníamos ahora que podía entender una a una las palabras de Miguelín. Quizás por eso escuché como la parte culminante de un sueño el momento cuando Felipe sintonizó Radio Sucre y sonó aquel himno: “En los deportes… Radio Rumbos presente está…”.

Aunque escuchaba con tristeza como papá había intentado auxiliar la batería con los cables de un vecino y el motor del carro no arrancaba, poco a poco la voz grave de Delio Amado León y la aguda de Carlitos González fueron abriendo una ventana que si bien no restañó la herida de no viajar a Cumaná, al menos me motivó a distraerme. La voz grave elogiaba la presencia de Diego Seguí en el montículo caraquista, hasta ese momento invicto en ocho decisiones. La voz aguda apuntaba la difícil situación del Magallanes en la parte inferior de la clasificación, por si fuera poco esa mañana dependería de Tom Fisher un pitcher que había empezado la temporada con los Tiburones de La Guaira y había sido dejado en libertad.

Miguelín me veía cada vez con más picardía y visos de reclamo en su mirada. “¿Por qué insistes en ese cuento, papá? No soy ningun bebé para no saber que el 31 de diciembre no hay juegos de béisbol porque los peloteros también se reúnen con sus familias”.

Quise explicarle que hace cincuenta años la vida era diferente, el béisbol era diferente, el país era muy diferente. Solo que había pasado tanto tiempo, habían ocurrido tantos cambios desde entonces que ciertamente todos aquellos recuerdos parecían fragmentos de cuentos de hadas, trazas de polvo mágico, visiones etéreas.

Escuché a través de la narración radiofónica cuando papá decidió caminar hasta la estación de gasolina ubicada a más de un kilómetro para comprar una batería nueva. En ese momento del juego Oswaldo Blanco le conectó triple a Seguí por la izquierda y luego apareció Armando Ortiz, un jardinero que había llegado recientemente desde los Tiburones de La Guaira a cambio del lanzador Aurelio Monteagudo, y despachó doble entre el jardin central y el derecho. Magallanes 1 - Caracas 0.

Miguelín sonreía incrédulo. “Hasta parece que estuvieras inventando el juego. El eterno cuento del más débil ganándole al fuerte”.

Intenté buscar entre los recortes de periódicos, hasta logré ubicar algunas revistas de lo que había sido mi gran colección de Sport Gráfico, pero en ninguna parte apareció nada relacionado al juego en cuestión. Solo contaba con mi memoria y Miguelín decía que cada quien recuerda las cosas a su conveniencia, que yo mismo lo había dicho muchas veces. Sin embargo continué refiriendo lo que recordaba de aquella mañana. Miguelín me seguía mirando como diciendo “con ese cuento no vas a conseguir los pasajes para viajar a casa de la abuela”.

Felipe casi apaga el radio cuando el Caracas empató el juego en el tercer inning. Quizás previendo que ese 31 de diciembre iba a ser diferente, sin el quesillo de piña, ni las hallacas de la abuela, me acerqué más al radio sin saber mucho de béisbol.

La primera señal de lo particular de aquel juego la dio el cambio de voz de Delio Amado, de pronto su voz fue de tenor para ilustrar como Armando Ortiz atacaba un imparable de Musulungo Herrera en el jardín derecho para mandar un cañonazo que resonó en la mascota de Ed Herrmann para hacer levantar la voz y el brazo derecho del árbitro Armando Rodríguez.

Miguelín seguía mirándome con su sonrisa impasible, “¿Y…? Un out en la goma lo hace cualquier right fielder”. Quise  atropellar la historia para que entendiera porque aquella no iba a ser una simple jugada común de cualquier right fielder. Casi de inmediato recuperé la calma y hasta acompañé la risa de Miguelín. Era increíble como aún conservaba la pasión que sentí ese día por ese juego, como deseé con todas mis ansias que Magallanes le ganara a Diego Seguí y que Armando Ortiz siguiera haciendo jugadas inesperadas. Miguelín me miraba con ojos tranquilos. “¿Por qué te pones bravo, como el gran danés ese de la esquina que se molesta cada vez que le hago burlas? Ese juego dices que ocurrió hace cincuenta años. Deberías haberlo superado hace tiempo, como me dices cada vez que me empecino en algo que me ocurrió hace una semana”.

Cuando se hizo la una de la tarde, mamá nos llamó a almorzar. Trató de explicarme que iba a ser difícil que viajáramos a Cumaná esa víspera de Año Nuevo. Sentí algo de tristeza, pero la narración del juego de béisbol que se escuchaba desde el cuarto me mantuvo algo distraído. En ese momento Delio Amado elevó aun más la modulaciones de tenor para describir la carrera al pisa y corre de Paul Schaal desde tercera base hasta el plato con elevado a la derecha de César Tovar. “… Ortiz atrapa la pelota y lanza hacia el plato de aire… ¡qué bárbaro señores, Herrmann tiene la pelota y espera al corredor, dobleplay 9-92… segunda asistencia de Ortiz!”.

Sonreí y hasta le hice un guiño a Miguelín. Preferí agitarle los cabellos. Preferí responder dentro de mi cráneo. Claro que un out en la goma no lo hace cualquier right fielder, mucho menos uno colocado en esa posición circunstancialmente, uno quien nunca fue regular en su equipo anterior y tampoco lo era con Magallanes. Mucho menos en un juego de los eternos rivales con toda esa tensión en las tribunas, mucho menos ante un equipo tan sobrado como el Caracas de ese momento de la temporada 1967-1968, mucho menos con un equipo tan desajustado como el Magallanes de ese momento. Y no, nunca podré olvidar ese juego, por la alegría que me dio, porque me ayudó a sobreponerme al golpe bajo de romper la tradición de viajar a Cumaná todos los 31 de diciembre, porque representa una época de ensueño, de fantasía hecha realidad, nunca más tuve la oportunidad de escuchar un juego de béisbol profesional un 31 de diciembre, de distraerme y soñar en vivo solo con un simple radio transistor.

Cuando el mediodía se convertía en tarde y papá no aparecía, solo aquel juego me mantuvo animado, restañó toda la tristeza de no viajar a Cumaná, de no compartir el cariño de abuela, sus hallacas y su quesillo de piña. Hacia la parte final del juego, Delio Amado León siguió agregando nuevos matices de tenor a sus modulaciones. “… Allá va un elevado hacia la derecha… está vez si parece con suficiente distancia… el coach de tercera base, Pompeyo Davalillo ordena al Nelson Castellanos que salga al pisa y corre. Ortiz lanza de nuevo al plato… viene de aire señores y de nuevo Herrmann tiene la pelota con tiempo y el corredor es out en la goma… qué día el de Armando Ortiz… tercera asistencia en el plato…esto tiene que estar cerca de un récord…”.

Cuando papá regresó, a eso de las dos y media de la tarde, lucía cansado, derrotado, casi apretó el paso hacia su oficina cuando me le acerqué. No quería hablar. Me veía y hundía la mirada en el piso. Yo sabía, como sé ahora que Miguelín no me cree lo de los juegos de béisbol profesional el 24 de diciembre y Navidad y el 31 de diciembre y Año Nuevo, que papá no había conseguido la batería del carro, su mirada era la misma de cuando no tenía pan campesino para sus huevos con salsa o galletas Nic Nac para su desayuno, sospechaba que yo me los había comido y había una mezcla de tristeza y rabia en su mirada, esta vez la mezcla era de impotencia y desesperación. Antes que pudiera decir algo se quedó petrificado cuando empecé a silbar y le entregué una hallaca con una sonrisa más grande que si estuviéramos en casa de los abuelos. Yo sabía que en su mente papá se preguntaba porque yo sonreía en vez de llorar. A la distancia le guiñé el ojo a Felipe. El jonrón de Armando Ortiz en el cierre del séptimo inning significó la victoria ante Diego Seguí. De pronto me sentí en el número 30 de la calle Ayacucho de Cumaná, la alegría de mis hermanos, mi impresión de estar escuchando algo fabuloso, recuperaron la magia de la víspera de Año Nuevo.