Por JOAQUÍN MARTA SOSA
(Apertura) Antes de abrir estas puertas adelanto que si bien no las repruebo, las memorias no son de lo que más me conquista. Escribirlas me parece (casi siempre, no siempre) un homenaje a cierta egolatría, a un engreimiento difícil de ponerle coto. Lo mismo me sucede con los diarios. Eso de llevar una contabilidad de cada día supone admitir que es importante solo porque el o la diarista lo vivió o, especialmente, porque lo vivió él o ella.
No obstante, también repruebo a quienes detestan a los que escriben memorias o diarios. Que cada uno escriba lo que necesite o suponga que se le da bien o que le viene bien. Que cada quien emplee sus días y los sopese como mejor le venga en gana.
Así que este intento de escribir espero que no derive en unas memorias, que se mantenga suficientemente lejos de sus prados. Si al final adquiere algún atisbo de memorial, quedará demostrado, una vez más, que lo mejor que sabemos hacer es contradecirnos a cada paso. En todo caso, lo antes escrito lo está solo con la finalidad de obtener suficiente ánimo como para ponerme en evidencia, y que mis paradojas, inconsecuencias e incoherencias comiencen a masticarme y lo hagan bien.
(4) Estoy sesenta y ocho años atrás. Lisboa es el punto de tránsito para irme acercando a Venezuela hasta llegar finalmente a sus tierras. Es la primera vez en mi vida que desayuno fuera de la estancia de comer, y que servía para muchas otras cosas, de la casa de Nogueira. Es también la primera vez que entro en un restaurante. De todo eso me voy dando cuenta y lo registro. El restaurante es el de un hotel limpio y más bien pobre, unas diez mesas, todas, menos una, la nuestra, ocupadas por trabajadores o agentes viajeros de tránsito. Los veo afanarse con sus cuchillos relucientes, sobando con ellos unas rotundas rebanadas de pan y su masa densa y blanquísima se va coloreando de un amarillo húmedo y brillante, se las llevan a la boca y mastican con avidez. Por más que paso y repaso mi cuchillo en la masa de mi pan el milagro no ocurre, persiste sí, en su blancor, y pese a mi consternación mis repasos no lo amarillean en absoluto. Me pongo a lagrimear, tiro pan y cuchillo sobre la mesa. Mi tío-abuelo y mi mamá se sobresaltan. No se me pone amarilla como a ellos, grito. Bueno, agarra un pedazo de lo que está en este tarro y ya está. Los sentados en las mesas vecinas se dan cuenta y ríen. Me siento ridículo. No obstante, hago lo que dice mi tío-abuelo y, en efecto, mi pan adquiere su patina húmeda de amarillo. Como, pero no me gusta tanto. Será por el tropezón en que me ha hecho incurrir.
Así descubrí la mantequilla y nunca olvidé que fue la causa de mi primera conducta risible, de la primera razón en mi vida, también lo registré, en que me hice risible. Nunca pude reconciliarme con la mantequilla. Jamás le permití ingresar en mis gustos favoritos, ni siquiera cuando se presentó ante mí en países donde tenía fama de sustento indispensable.
Pero con ella, más allá de lo perecedero, descubrí que el único mundo no era Nogueira, que otros mundos había y muy distintos, y para no dar resbalones debía mantenerme alerta porque cada mundo, más allá de Nogueira, debe tener su modo de ser atendido y comprendido. Y en ellos Nogueira, más allá de la nostalgia (que sólo apareció muchísimos años después), me serviría de poco. En el entretanto se me hizo claro que el episodio chusco de la mantequilla, la rebanada de pan, el cuchillo y yo fue mi primer encuentro con la vida urbana y mi alejamiento definitivo de la apacibilidad rural, fue mi primer entendimiento de que siempre sabremos menos que la realidad. En fin, entró en mi conciencia la menesterosidad, ese árbol que te va cubriendo más y más a medida que despojas calendarios, y lo hizo de una manera tremenda: mi familia era pobre y yo era pobre junto con ella.
En aquel entonces me la formulé de un modo un tanto ruidoso: “Yo no quiero que los pobres sean iguales a los ricos, sino que los pobres tengan mantequilla y los ricos no”.
(7) Yo formé filas con los seducidos por la revolución. ¿Si la revolución no era posible de qué valía vivir y para qué? No tengo ni excusas ni perdón, lo que tenía era un entusiasmo hipnotizado detrás de la obcecación de no pasar por esta tierra como si no hubiese pasado. De allí también mi temprano interés por la literatura, en especial por la poesía. Forma, quizás y pocas veces, de no pasar desapercibido. Todavía no sé si en mí se trataba de no pasar sin dejar huella o de no pasar sin contribuir a que el mundo fuese un lugar algo mejor para unos cuantos, los de mi país al menos. O, ¿se puede desear menos cuando ves despuntar tus veinte años?: en fin, que mi huella, si alguna quedara, no fuese para impedirlo.
¿Hay algo de original en ello? No, nada, tengo que admitirlo. Sólo reivindico que también me conté entre esas huestes, y visto lo que habíamos visto y leído, paulatinamente le dije adiós a la revolución (un adiós más difícil que el que le dispensamos, mientras el corazón se nos rompe, a un amor sin límites) y me aparté de planes de fusilamiento contra cualquiera, fuese inocente o culpable, que no se adhiriese a nuestras proclamas, o de participación en guerrillas, y me convencí de que el cielo no se podía tomar por asalto ni de ninguna otra forma. La verdad es que no podríamos ponerlo nunca a una distancia menor de la usual, pero sí con un más vivible, más amable, menos tóxico y más liviano existir, para un grupo de gente que podría ir creciendo a medida que el tiempo se desplegase y la sensatez consistiera en añorar un país normal para gente normal, síntesis, acaso, de la forma lograble de esa elusiva y muy escasa felicidad que alguna vez se nos puede poner a tiro.
Para subrayar lo antedicho: no dejé la revolución para irme a los muelles de dinosaurios y carcamales. Allí nunca estaré, al menos es un propósito que he venido cumpliendo día a día. He sido miembro de partidos vinculados al socialismo democrático, o de rostro humano como se dijo de él en la Europa de los 70. Participé en movimientos que quisieron hacer del cristianismo una levadura para el socialismo de textura democrática. Llegué a ser directivo del Movimiento al Socialismo (MAS) de Venezuela, que proclamó esas mismas finalidades. Integré la Comisión para la Reforma del Estado (Copre), cuyo objetivo fue ampliar el espectro democrático del sistema político venezolano. Hasta ahora, que me he dado de alta en la política militante y prefiero su ejercicio de un modo menos cerrado y más impregnado de libertad de criterio y consciencia. Ignoro a dónde me llevará esta deriva controlada, pero sí que no será a los territorios del inmovilismo, del conservadurismo o del revolucionarismo que termina siendo la otra (y misma) cara de la moneda de los reaccionarios de cualquier pelambre.
(20) Reaparece en mi recuerdo, cómo impedirlo, el tío-abuelo que creyó a pies juntillas que la del Quijote era la más grande historia jamás contada, y que ninguna otra valía la pena, aunque nevase, el viento cortara como el odio y yo incurriese en pecado familiar al escucharlo. Vuelve de entre las brumas la suave maestra Elena con el enorme libro en sus manos propensas a la eternidad, como si quisiera expedirme un destino. Retorna Rafael, el loco apacible, abriéndose paso desde las desaparecidas montaracidades de Agua Salud, con sus enmarañadas narraciones de acontecimientos en la Sierra Morena, cuya certeza sin falta comprobé en cuatro capítulos sin desperdicio del Quijote.
En fin, una lectura que terminó por ser un exceso de aprendizajes y de pulimentos para el alma, gracias a esa certeza tan definitiva que se nos convirtió en principio fundante de nuestras aspiraciones de vida según una poética quijotesca, aquella que no abdica de ser radicalmente creadora. Esa que consiste en darle entidad a mundos paralelos que se introducen en el nuestro y son capaces de sustituirlo a causa de los dones y fuerza de su veracidad tan peculiar. En fin, esa que desmiente, desde la imaginación de vuelo sin reposo, a la realidad de nuestras existencias tangibles y su parca y pálida cotidianidad.
Al Quijote terminé de leerlo como el alegato mayor, el más alto y perdurable de cuantos se han escrito, en contra de la rutina, de lo predecible, y a favor de crear y abrir todas las puertas que den a los vastos campos de Montiel, a las Cuevas de Montesinos, es decir, a lo anchamente posible pero, ¡ay!, extremadamente improbable.
Lo cierto es que no llegaremos a saber, como tampoco lo sabía él en su lecho de muerte, dónde termina la verdad y comienza la posibilidad, donde la mortalidad y dónde la inmortalidad, él, que creyó que moría cuando lo cierto es que comenzaba a vivir una vida que se va pareciendo a la eternidad. De allí que nuestra tarea en el mundo no tenga fin, al menos mientras él exista y nosotros existamos sobre él.
Por fortuna, en esas fechas me escribió un amigo y en su carta citaba a un filósofo del que era discípulo. Su maestro le proponía como lema de vida: desobedece por si acaso se puede. No es seguro que se pueda, me decía, pero hay que intentarlo. Don Quijote lo hizo. Ese me pareció entonces que era su verdadero testamento y no el que leen al final de la novela. Hoy creo lo mismo.
(22) Política y literatura, de las que Briceño Guerrero expuso que una y otra se entrelazan en el espacio común de la ética y la estética, puesto que política implica una apuesta ética y literatura una de naturaleza estética, pero ambas participan en algún grado de las dos, pues no hay bien que no sea bello ni belleza que no resulte en bondad. Puede que sí, pero quién sabe.
En todo caso no son pocos los escritores altos que se han incorporado a la política. Ahora recuerdo, desde luego, a Gallegos y Uslar Pietri, también a Andrés Eloy Blanco, o a Manuel Alegre, el portugués, y Senghor el senegalés; Vargas Llosa, o a guerrilleros como el salvadoreño Roque Dalton, poetas como Cardenal, el nobel Václav Havel. En todo caso, suele ser muy extraño el literato que se desentiende por completo de la política y de las presencias del poder. Este les resulta enormemente atractivo y fascinante, o sórdido y amenazador, por lo que jamás les resulta indiferente. Y los candidatos a presidencias buscan abrillantar sus campañas proselitistas con uno o dos escritores relumbrantes. En fin, el asunto está bastante visto y trillado. Y en mí esas dos polaridades nunca se han llevado con modales amistosos. Pero también es verdad que una me llevó a la otra y la otra me llevó a la una. Han sido caminos de ida y vuelta, de alejamiento y retorno.
¿Qué han sido, es mi pregunta nada reciente, qué han sido realmente para mí?
En fin, todo lo que me parece saber de la vida creo que, alguna excepción hay, lo he paladeado en la literatura más que en la filosofía y en los análisis. Y ahora, con más años encima de todo lo que soy, por tanto con más apego a mis gustos sobrevivientes, me siguen salvando las novelas, algún libro de relatos y, ocasionalmente, este o aquel poema o poemario, y muy de año en año uno que indague en nuestro estar (del ser ya me he desprendido, creo). Siempre me ha interesado más la imaginación que la constatación derivada de los largos recorridos conceptuales. La verdad es que al único filósofo que he logrado leer sin sofocarme es a Savater, mientras que su obra literaria me sabe a menos. En su caso se han invertido mis paladares, y creo que para mi bien.
En verdad, medito ahora, nunca he sido propiamente un intelectual, sin que me disgusten las ideas, por el contrario, no han dejado de interesarme nunca, pero no es mucho lo que hago con ellas a la hora de escribir. Más bien soy de esos personajes en quienes predomina la pasión, las emociones, la sentimentalidad. La intuición y cierta tendencia a la impulsividad espontánea dan mejor mi perfil. Por eso he sido un político más bien irregular (aunque en ella creo que no he perdido del todo mi tiempo, mis militancias me enseñaron mucho, quizás).
De todo esto solo extraigo que por algo ha sido que al alejarme de la política lo fui haciendo de la literatura, al menos de la escrita por mí. Es que una sin otra, ya lo he dicho, no dan buenos platos.
(40) Inmortales se creen los presidentes. Conocí a varios. Betancourt, Caldera, Herrera Campins, Carlos Andrés Pérez, Lusinchi, y uno de Portugal, Sampaio. Este tenía todas las trazas de la buena persona, sus ojos, vivaces, anunciaban una inteligencia alerta, su esposa, por el contrario, exhibía unas maneras dominantes y antipáticas. Una pareja como cualquier otra, de las que abundan en el orbe. Betancourt era risueño, a pesar de su fama de gruñón y mal carácter, tenaz como pocos, capaz de emprender tareas que a primera vista parecían imposibles, y que no le importó dividir a su partido, echando fuera a los disidentes, cuantas veces fue menester. Un personaje muy normal por lo demás, que se pasó la velada en que le conocí contando anécdotas en las que Caldera, que estaba presente, no salía bien parado del todo.
Caldera era suave, aterciopelado, tersuras bajo las cuales ocultaba como un puñal bien afilado una idea de sí mismo más o menos providencial. Dios ha querido darnos esta victoria, así nos dijo cuando le visitamos un día a finales de la semana en que, por primera vez después de muchos intentos, fue reconocido como vencedor en las presidenciales. Alguna vez me invitó a conversar con él en su casa, acerca de un diferendo que manteníamos a distancia en esos días. Y su recibimiento fue: “Imagino que esta deferencia contigo, la de invitarte a conversar aquí, la sabrás sopesar”.
Unos pocos años después, cuando las cosas se le pusieron mal, dividió al partido del que fue fundador y líder por décadas, simplemente porque la mayoría le dijo que ya estaba bien de soportar una tras otra sus candidaturas presidenciales. El, que mantuvo el concepto de “unidad” como si fuese una categoría, centro vertebrador de su idea del partido, la volvió trizas cuando una tarde, por primera vez en la historia de ese partido, la Convención, por clarísima mayoría, le dijo no. Años después me lo encontré en un funeral. Quién diría, doctor Caldera (había que llamarlo siempre doctor), que la división de Copei la propiciaría quien lo fundó. Estamos en un sepelio, dijo, y volteó la cara para otro lado.
Herrera Campins era zamarro, daba la impresión de que siempre te estaba esperando detrás de la esquina, pero nunca dejó de ser amigable y, a su manera, de enfrentar los peligros de cosificación en Copei. Suya fue la campaña electoral copeyana más cercana al venezolano de a pie, más “adeca” según algunos, en alusión a la base social de Acción Democrática, el partido competidor, y a sus tintes populistas. Y la ganó, contra todo pronóstico. También contra toda predicción fue el suyo un gobierno rematadamente desacertado y él un presidente sin sentido de las realidades, que durante horas dejaba esperando a la gente para el inicio de un concierto en el Teresa Carreño (fue mi caso), como para hacernos saber que la hora en punto era cuando él llegaba. Llegó y la silbatina colérica que le obsequió el público creo que todavía no se ha extinguido.
A Carlos Andrés Pérez le conocí en su segundo mandato porque me designó presidente de la televisora pública y, más tarde, formé parte de la comisión política encargada de la reforma del Estado. Un año antes habíamos coincidido en la Universidad del Zulia, donde él debía intervenir en un evento dentro del cual yo era uno de los ponentes. Al final le dije que me gustaría hablar con él en alguna ocasión. Pues véngase ahora, respondió, acompáñeme en la avioneta de regreso a Caracas, porque de allí me voy a Bruselas y ya no sé cuándo encontraré tiempo. En pleno vuelo y ya para concluir la conversa más o menos minuciosa acerca de los problemas nada sencillos que tendría que enfrentar si, como todo lo estaba indicando, lo elegían por segunda vez. Esta fue su respuesta: “Mire, Marta Sosa, ayer estuve en Carúpano, en una asamblea del partido, multitudinaria, y los compañeros desgranaban su listica de los problemas y dificultades que nos esperan si ganamos, y de repente se levantó una compañera y dijo, compañeros, nosotros no tenemos problema alguno porque Carlos Andrés es un mito. Y eso es Marta Sosa, yo soy un mito en Venezuela, y con eso tenemos de sobra para enfrentar lo que nos aguarda”.
Llegamos al aeropuerto, se despidió de mí, y, de inmediato, para él yo pasé a ser invisible: levantó sus brazos y comenzó a agitarlos en señal de saludo a lo largo de los pasillos donde se agolpaba la gente que esperaba sus vuelos o los que llegaban. Aquello parecía un sismo. Es verdad, debí pensar, pero no me acuerdo si fue eso lo que pensé, es un mito. En cualquier caso, no fue suficiente. Al poco de comenzar su mandato, un sangriento y fallido golpe de Estado, que casi lo avienta de la presidencia y lo manda a la morgue, recordé yo lo del mito. No, qué va, dije para mí, no hay mito que resista la iracundia; o, más simple, él no es el mito que se cree, y eso fue su perdición. Y por si faltara poco, intentó un conjunto de reformas que, en el fondo, le restaban mucho poder tanto a partidos como a empresarios, estación indispensable para darle nuevo aliento a la modernización del país y del Estado. Es decir, arremetió contra todo sin crear ninguna coalición con capacidad para soportar y empujar aquel huracán. No mucho tiempo después a donde lo enviaron no fue a la gloria sino a su casa, expulsado de la presidencia por orden de la Corte Suprema y del Congreso. Así que, me subrayé, los mitos tienen muy poco recorrido, sobre todo en las democracias. Duran sólo cuando el personaje está fuera del poder, pero dentro de él casi siempre se torna en un individuo frágil y evanescente.
A Lusinchi lo vi menos. Una personalidad intemperante, fácil para la iracundia, al menos conmigo. Una vez me reclamó que, a su secretaria privada, la doctora Ibáñez, así la denominaba, le estaban cobrando cuentas falsas, injuriando de manera pertinaz, en los noticieros de la televisión pública (yo la dirigía entonces), que eso debía acabarse, ya. Le respondí, mire, todos los noticieros de todas las radios y canales, las informaciones de toda la prensa, dicen lo mismo que se dice en este canal, y parece que todo tiene fundamento suficiente. Pero es que esos que usted menciona son los privados, que siempre han estado contra Acción Democrática, el que usted dirige es oficial, así que deje esa campaña. Mire, fue mi respuesta, le prometo que si usted, o quien sea, demuestra que es falso lo que decimos, nos retractamos, y en todo caso, si la doctora Ibáñez quiere, la damos un espacio suficiente en cualquier horario de entrevistas, y que se defienda. Sí, coño de madre, lo que quieres es despedazarla. Y colgó.
De todo esto sólo extraigo que los presidentes son como cualquiera que no es presidente, que el cargo no los convierte en otros, sino que remarca lo que ellos mismos son. Y, para colofón indeseable, todos estos que he mencionado, salvo el portugués, murieron de maneras desoladoras y hasta solitarias, a pesar de que algunos, no todos, tuviesen como punto final suntuosos funerales de Estado.
A Chávez lo tuve cerca una vez. Fue en el aeropuerto de Barajas (Madrid). Mientras buscaba mi puerta de embarque hacia Caracas, me encontré con él que caminaba cabizbajo, ensimismado, con rostro que emitía los destellos agrisados propios del depresivo. Iba hacia los sanitarios. Cuando llamaron a los pasajeros, él y su comitiva ya habían obtenido el privilegiado tratamiento de pasar al avión antes de cualquier otro, y ocupar las relajantes butacas de primera clase. Allí dejé de lado cualquier expectativa propicia con respecto a su eventual presidencia. Un militar golpista, con esa cara sombría, que acababa de visitar a un antiguo dictador, Marcos Pérez Jiménez, para, además de presentarle sus respetos y admiración, preguntarle por el arte específico de gobernar a Venezuela, no tenía para mí ninguna buena pinta. Además, si cuando te lo encuentras está a punto de defecar o miccionar en un aeropuerto extranjero, no puedes esperar de él nada sublime, ni siquiera por encima de la tabla rasa del más ordinario de los ciudadanos.
No, el poder no es cosa de mis simpatías, de esto me di cuenta muy gradualmente. Y pensar durante cuánto tiempo lo consideré el paliativo de todos los males. Debí recordar, y no lo hice, que todos los bálsamos de Fierabrás no sólo son quiméricos sino, encima, falsos. Y los presidentes, cualesquiera que sean, no pasan de personas que, en el mejor de los casos, son normalísimas, y en el peor, egocéntricos y dados al mesianismo. Porque, la verdad, para proponerse alcanzar la presidencia de cualquier república es necesaria una dosis muy alta de personalidad ególatra e inmune a la consideración de sus propias deficiencias. ¿Quién de verdad se cree que va a resolver los problemas de un país? Una personalidad de carácter normal nunca se lo creerá. De allí que desconfiar de todos los aspirantes presidenciales no es mal consejo. Yo no siempre lo seguí. Apenas lo he hecho cuando ya el mal no tiene remedio.
En fin, incluso en estas memorias que no aspiran a ser verdaderas me estoy convirtiendo a la ordinariez de un cobrador de cuentas atrasadas, imagínense si fuesen memorias verdaderas, una sangría de gente que me cayó mal, que no pude soportar, que me resultó repulsiva, eso es lo que estuviese manchando, real y figuradamente, estas líneas… así que prudencia y decencia, cualquier otra conducta es imperdonable. Pero ya veremos. No siempre la prudente decencia gana las batallas.
(45) Llegado a este punto trato de recomponer lo que me tuvo desvelado a lo largo de la madrugada. ¿Cuál sería el relato de mi vida? Nació en una aldea portuguesa que, salvo sus habitantes, nadie más conoce y nadie más ha oído hablar de ella. A los seis años, siguiendo a su madre que, a su vez, seguía a su marido, se convirtió en un emigrante infantil. Venezuela fue su país de arribo y acogida, donde llevó a cabo su educación sentimental y moral. Encontró la literatura antes que la política y el deporte antes que la literatura. El deporte fue su pasión incondicional (ciclismo, fútbol y en grado menor el beisbol, o, avanzados los años, el tenis).
La política condensó su afán por hacerse de unas raíces definitivas en un país que no era suyo. La literatura, sin constituir propiamente una pasión para él, se convirtió en su constante fuente de reafirmación (el dominio a fondo de una lengua distinta a la de nacimiento) y de compañía (sus largas vacaciones escolares pasadas en una casa rodeada de soledad despoblada, leyendo, leyendo), el origen de sus primeras vanidades (dos o tres premios a lo largo del bachillerato y el reconocimiento concesivo de algún poeta que tuvo como profesor de literatura). Convertido en esposo un poco tardíamente (a comienzos de sus treinta años), y en padre sin destrezas un poco después. De pocos amigos, ensimismado, mejor escucha que conversador, nunca demasiado seguro de sí mismo, de sus quehaceres, del valor y resultado de sus oficios. Tímido a rabiar (esto ha cambiado algo en su vejez), condición que disimulaba gracias a unos ciertos dones para la oratoria (política o discursiva). Su mejor recuerdo de juventud fue el inesperado aplauso ruidoso y prolongado que recibió del Aula Magna abarrotada cuando le correspondió graduarse como abogado. Llegó a esta profesión porque era más probable que le permitiera vivir que los estudios de letras. Las tareas de abogado las abandonó en menos de un año y las sustituyó por el profesorado de literatura que, hasta hoy, es de lo que ha podido vivir, bastante menos holgado en los últimos años.
Careció por completo de olfato comercial, remiso a todo aquello que supusiera negocio, compra, venta. La economía, como la gramática, fueron sus enemigos. La primera fue sustituida por un dejarse llevar gracias al sueldo universitario y sus incrementos derivados de los ascensos escalafonarios sucesivos. De la gramática no pudo prescindir, lo ha perseguido toda la vida, pero se venga de ella escribiendo gracias a la imaginación y al instinto, sin ocuparse en exceso de las reglas. ¿De las artes? Las bellas artes le interesaron siempre (pintura, escultura) pero menos a medida que las fue fagocitando el experimentalismo, la geometría, el colorismo. Le gustaba que expresaran una historia, que contuvieran un relato. El buen cine le fascinó. En su memoria siguen vivas dos películas: Beckett (con Richard Burton y Peter O’Toole) e Ida, polaca, donde la revisión del tema judío y comunista durante la Segunda Guerra alcanza hitos memorables, a pesar de que su tema es la fuerza de la fe. Una secuencia en ella, apenas una ráfaga sorprendente, de estremecimiento absoluto, plasma un suicidio como nunca nadie ha podido hacerlo. En música adoró la popular latinoamericana cantada por sus grandes voces: Pedro Vargas, Jorge Negrete, Leo Marini, Alfredo Sadel, Alfonso Ortiz Tirado, Carlos Gardel, Felipe Pirela, ninguna voz femenina le entusiasmó salvo las grandes del fado: Amalia Rodrígues, Katya Guerreiro, Ana Moura. En la clásica le aburrió la ópera, salvo cuando se traba de las grandes arias, aquí sí le interesaron las voces femeninas (Callas, Tebaldi, Victoria de los Ángeles) y entre las masculinas ninguna mayor que la del sueco Jussi Bjoerling. Al final se aficionó a los seriales policiacos de televisión y a las miniseries británicas que le permitieron trasegar sin muchas complicaciones eso que podríamos llamar “los tiempos vacíos”.
Personajes: su tío-abuelo Antonio (le descubrió los libros), su madre (despiadadamente amorosa en su afán de limar las asperezas del padre), y (siguiendo a los chinos) sus “maestros negativos”, casi todos los jefes políticos que pudo conocer. Al final, bajo la influencia, probablemente, de un viaje a la India, decidió irlo dejando todo (la escritura, la política) no así el deporte (como espectador) ni la lectura. Sus recuerdos finales fueron para aquel adolescente que robaba libros y discos en las tiendas porque no tenía dinero y no podía vivir sin ellos, y sus dos hermanos que no conoció (su madre no tuvo el dinero necesario para tomarles fotos), muertos por hambre en la Nogueira de los años de la guerra, donde él aprendió que en unos buenos tragos de agua el hambre se ahoga al menos por un tiempo (en Nogueira no tenía toda la comida que necesitaba, pero el agua era abundante). Y, claro, el día que asistió a su primer concierto: la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, una revelación de la que afortunadamente todavía hoy no se ha repuesto.
La verdad es que el relato de cualquier de nosotros cabe en pocas palabras, en escasos eventos y en recuerdos cuya cantidad nunca es superior a los dedos de una mano.
(86) Desde hace unos cinco días me he afanado revisando gavetas, carpetas, sobres con papeles, cartas, postales, fotografías, todos y cada uno guardados sin que nadie los visitara salvo el polvo y el olvido, desde cincuenta, cuarenta, treinta años atrás.
Viendo con cuidado cada uno de esos restos me comienza a habitar la cabeza un tiempo, varios tiempos, que pereció o perecieron, que se despidió de mí y yo de ellas sin algaradas ni algarabías. Simplemente fueron dejando de estar las personas de esas fotografías, los proyectos que nos conversábamos en esas cartas, los viajes que recogen las postales, los propósitos que develan otros papeles. Son los rastros casi geológicos del tiempo y de los tiempos por los que pasé y que pasaron por mí.
Reconozco a casi todos los que están en esas fotos pero sobre otros ignoro quiénes fueron en mi vida. Esto crea en mí una congoja que me turba de lágrimas la garganta. Qué falible y casi fracasada resulta ser casi siempre la memoria. Me hace sentir torpemente desagradecido. A los que reconozco y he perdido de vista hace años no hago sino preguntarles (y preguntarme) qué han hecho todos estos años, dónde están ahora. Nadie responde y yo no puedo responderme.
Ante la foto del grupo de estudiantes que pusieron, entre otros, mi nombre al frente de la promoción de bachillerato, recorro uno a uno todos los rostros. Todos los nombres se me han olvidado. Apenas sé que la quinta por la derecha en la segunda fila vino desde Brasil, su padre era diplomático. El solitario en la fila más alta estudió agronomía y una vez, fue la última, nos encontramos en la universidad. El que se acuclilla en primera fila, al centro, era mexicano y le gustaba mucho el teatro. La que está a mi lado izquierdo muy poco tiempo después se fue con sus padres para Canadá.
¿Qué fue de ellos? ¿De cada una, de cada uno? ¿Alguno de ellos me habrá recordado alguna vez, habrá sabido algo de mí alguna vez? Ignoro por qué estas preguntas se han convertido, de pronto, en importantes para mí, me rompen de pesadumbre el pecho.
Allí está, fosilizado, aquel pasado, aquellas mujeres, aquellos hombres, de ninguno de los cuales recuerdo nada amargo, salvo ahora este olvido en que se envuelven sus nombres, sus rasgos. Fosilizado, sí, inmóvil para siempre, pero que ahora, ante estos ojos que los años me han construido, deviene en cálido, en pleno de rumores lozanos, en apetecible.
Las postales de ciudades y paisajes sustituían mi aversión por las cámaras fotográficas, algunas de las cuales tampoco puedo identificar con precisión: este enorme edificio neoclásico, el río al pie de colinas soleadas, la enorme avenida que culmina en un conjunto escultórico, este bar desde el cual, debe estar en lo alto de u edificio, se divisa casi entera la ciudad ¿cuál?
Los papeles con nombramientos, convocatorias, informaciones múltiples, invitaciones, qué son ahora sino voces sordas de quién sabe qué situaciones, eventos, compromisos. Sólo me dicen silenciosamente de una buena parte de cuanto he hecho o tenido que hacer varias décadas atrás. Me dan noticias de los muchos que he sido, quizás.
Cartas, cartas, cartas que por serlo todavía me hablan y las puedo escuchar con cierta claridad. Y me regresan a ese tiempo donde todavía las escribíamos y las enviábamos, nos las escribían y nos las enviaban, de aquí para allí iban y venían, en aviones y barcos que a veces se cruzaron en sus rutas. Ese tiempo donde sólo nos enterábamos de lo ya pasado, con una semana o quince días de retardo, y a veces hasta meses. Y eso no lo resentíamos, como resentimos ahora si alguien no contesta el email o el WhatsApp de inmediato.
Otro tiempo, otros y distintos los movimientos, los flujos. Un tiempo donde valía el papel escrito, no importa si mecanografiado, pero siempre con una frase a pluma y la firma tras la línea final.
Al ver y leer estas cartas de instantes tan remotos siento una nostalgia franca por ese personaje que, en su enorme bulto, a veces a pie, otras en bicicleta, y ya al final en moto, convertía en palabras y noticias el silencio de días, semanas o meses del pariente, del amigo o la amiga, los acontecimientos ignorados de sitios lejanos, en los que habíamos estado y en la mayoría de los cuales no he estado nunca.
Objetos que en su revuelta mudez nos hablan de nuestro signo. El de ir ganando poco y perdiendo mucho por el camino. El de ser en nuestra más honda intimidad esos recuerdos, a pesar de olvidarlos, de irlos acumulando ahora en una enorme y mortuoria bolsa negra que irá a parar a quién sabe qué vertedero donde, a lo largo de días pastosos, se convertirán en cenizas para que ya ni siquiera tengamos a mano, no lo que perdimos, sino lo que relataban con las chispas y llamas y lágrimas que al verlas se encendían en mi garganta, mi cabeza y mi corazón.
En todo caso, me digo para aliviarme, ese era su destino irremisible, en mis manos o en manos de otros. Pero al ser en las mías, al menos es posible este último encuentro, u homenaje, entre lo que hemos archivado a lo largo de años y lo que somos, soy, ahora. Ambos destinados a no ser, ambos abocados, al desaparecer, a ni siquiera poder olvidar ni recordar. Quizás esas dos facultades son las últimas que perdemos antes de apagarnos del todo.
No obstante, fue hermoso encontrarse con este material tan variopinto, tan diverso, alusivo a cosas dispares y distanciadas en tiempos y lugares, pues a pesar de que devino en deshechos al final de su recorrido por este mundo, me regaló en estos cinco días una plenitud de emociones y, ante todo, alguna certidumbre de que varios de mis pasos no fueron del todo inservibles. Sí, me hago cargo de que esta certeza vale de muy poco, al final se irá a pique cuando a pique me vaya yo. Pero tengo la ilusión de que sea como una de esas estrellas que, ya apagadas, su fulgor sigue recorriendo el espacio. Sí, también lo sé, se trata de la eterna tontería de querernos inmortales. Y para qué otra cosa sino para esta se escriben las memorias. Que también caerán en alguno de los agujeros negros donde va a parar casi todo, o todo, lo que fuimos e hicimos.
Y desencantarnos por ello tampoco vale de mucho. El encanto de olvidar y de convertir en cenizas los materiales del recuerdo es que lo vivimos y, mucho o poco, aún vive en los tejidos de cada una de nuestras células, donde alienta todavía lo que heredamos de nuestros padres y de los padres de nuestros padres. Es decir, lo que heredamos de todos los de nuestra especie, y de otras.
Uno de los mejores relatos de Gustavo Díaz Solís finaliza así: “Árbol de aire el recuerdo crece en el silencio y la soledad”, y añado yo: y hacia la soledad y el silencio se encamina.
(133) La vejez resulta una larga nostalgia, así como la juventud concluye como una rápida decepción. Con el envejecer te despides y se despide de ti todo aquello que la vida tuvo de amable contigo, de entrañable, de afectuoso, y los rencores nunca resueltos quedan de lado, los fracasos se oscurecen en los ojos de la memoria. En la juventud esperas mucho de todo, incluso de ti mismo, es el divino tesoro de Rubén Darío que se diluye en distanciamientos, desilusiones, conciencia quemante de los límites (de los tuyos en especial).
En su trama más íntima, vejez y juventud tienen como semejanza profunda la de ser rutas pespunteadas por las pérdidas, incluso de aquellas de las que nunca gozaste sino como ideal o propósito. Mientras caminas de la una hacia la otra, ambas te van llevando de la conciencia ilusoria de la plenitud a la convicción plena del vacío que te aguarda: tu alma, tu inteligencia, abandonan el cuerpo, tu cuerpo abandona tus huesos, tus huesos se abandonan y diluyen en cenizas o en alguna fosa que los carcomerá día a día.
A pesar de todo, vale la pena ser joven, porque te alimenta el envejecimiento. Y también vale la pena envejecer porque dota de sentido y finalidad al envejecimiento: saber en qué consiste el vivir y perder ese tesoro cuando tu existencia te deja atrás. Pero esta es la única pérdida que jamás te pesará pues incluso de ella te vaciará la muerte. Así que, inevitablemente, siempre partimos ligeros de equipaje, como quería Machado, querámoslo o no nosotros. Y ninguna ofrenda mejor para quienes llegamos a existir que la de entrar en la vida sin nada a cuestas y salir de ella sin nada a cuestas, aunque no todas tus deudas estén pagadas ni todas te las hayan pagado.
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