Mucho ha sucedido desde que un joven artista de 26 años, hace más de un siglo, le diera la vuelta con un mínimo gesto a nuestra forma de concebir el arte. “En 1913 tuve la feliz idea de fijar una rueda de bicicleta sobre un taburete de cocina y de mirar cómo giraba”, diría Marcel Duchamp sobre su primer ready-made.
Claramente aún no había pensado qué había detrás de este simple desplazamiento y mucho menos que generaría tal turbulencia. Cuando decidió presentar en una exposición aquel curioso artefacto (¿de qué otro modo llamarlo?), no faltó quienes viraran los ojos o pegaran gritos de protesta. Muy pocos lograron ver “lo artístico” en un banquito de bicicleta invertido, y mucho menos en su famosa Fuente.
Nuevamente el arte marcaba la pauta de un venidero modo de pensar. Hoy día La rueda de bicicleta se expone en uno de los templos del arte contemporáneo, el MoMA de Nueva York.
Aún así, a pesar del reconocimiento a este legado, a la mayoría de nosotros, aunque no lo admitamos en voz alta, nos cuesta aceptar que “arte sería lo que se denomina arte”, en palabras de Duchamp, y por lo tanto, podría ser cualquier cosa. Nos parecen cada vez más borrosos los límites que determinan qué es una obra de arte. De alguna manera uno entiende que ya no es claro señalar alguna, así esta se encuentre en una galería. Las salas de exposiciones ya no tienen tal potestad. ¿Acaso un grafiti no es arte?, ¿y un logotipo?, ¿y un vestido?
Se ha querido dejar atrás lo que podríamos llamar el predominio de la estética, cuando consideramos el arte desde el punto de vista de su carácter contemplativo, de lo que guarda de belleza, para pasar a una reflexión sobre la obra como algo que tiene un efecto y que nos hace cuestionarnos.
Cuando hablamos de artefactos, debemos considerar cualquier objeto que haya surgido del ingenio humano, en cualquier área, ya sea tradicional o novedoso. Dentro de esta concepción, un árbol es un objeto natural, pero una silla tallada de ese mismo árbol sería un artefacto cultural.
Según Luis Miguel Isava, quien prepara un libro sobre las implicaciones teóricas alrededor de esta noción, “esta denominación incluye, por tanto, herramientas, utensilios, formas del vestido, formas del habitar, pero también mitos, modas, refranes e incluso el diseño y las diversas manifestaciones de lo que tradicionalmente se ha llamado arte”.
Si consideramos su etimología, nos damos cuenta de que artefacto es algo hecho con arte. Ars es la traducción latina del termino griego téchne, que quiere decir técnica. He allí una transformación importante, que invita a detenernos. Lo técnico y lo artístico, que para los griegos se encontraban unidos, se volvieron opuestos en Occidente, por lo que nos ha costado percibir que un artefacto, aparte de utensilio u ornamento, es algo que puede “poner en obra” una cultura.
En su “Breve introducción a los artefactos culturales”, Isava nos ofrece un ejemplo: “Un graffiti es, aparentemente, una suma de contingencias: un muro o cualquier otra superficie en el espacio urbano, un texto o un dibujo, en colores o blanco y negro, con o sin ornamentación. Ninguna de esas contingencias lo determina, pero las que aparecen en cada graffiti se ven integradas –y transfiguradas– por la ‘puesta en obra’ que representa: lo que hace, lo que deja ver, lo que produce”.
Más allá de la esfera restringida del arte, el artefacto “pone en obra” la cultura, al repensarla, redistribuirla y, a veces incluso, transformarla. Todo este potencial tiene espacio dentro de los protocolos de una cultura determinada, como también sucede en el juego del lenguaje del arte.
Las nuevas prácticas culturales que ya cuentan con una tradición sólida, como las instalaciones y las performances, también han planteado formas que exceden nuestros hábitos y preconcepciones, dando lugar a maneras inéditas de pensar.
Ante su rueda, Duchamp fue uno de los primeros en tomar consciencia de que el arte nos invita a imaginar de otro modo. Incluso demostró que no basta contemplar la obra, esta debe también provocarnos, arrojarnos a caminos desconocidos.