Por VIOLETA ROJO
Comienzo narrando algo que todos sabemos. En los últimos 22 años, en Venezuela hemos vivido hiperinflación; emergencia humanitaria compleja; carencia de estado de derecho; una crisis migratoria solo superada, y escasamente, por la de la guerra de Siria; censura y ataques contra la libertad de expresión; torturas, asesinatos; agresiones contra los derechos humanos; escasez de productos; militarización; desaparición de empresas; dolarización descontrolada; cierre de medios de comunicación, destrucción del sistema de salud y ataques sin precedentes contra las universidades. La magnitud de los estragos, cuyo único origen son las ansias de poder y dinero del régimen, se puede comprobar en cualquiera de los informes sobre la situación económica, política, educativa, legal y de derechos humanos. Repito estos datos ya muy conocidos, repetidos y sabidos porque no hay que dejar ocasión sin recordarlos.
Creo que es importante que la devastación sea cuidadosamente documentada; es fundamental que los destrozos ocasionados por la dictadura sean narrados, pero también es primordial que esta catástrofe no se banalice, ni se disminuya, ni se menoscabe ni, muchísimo menos, se relativice. Y, especialmente, que se comprenda que todo eso lo han hecho ha sido a pesar de nuestros esfuerzos, porque tan significativo como mostrar los desmanes es exponer la resistencia. Igual que recordamos cada piedra caída hay que recordar también cada piedra que levantamos para oponernos a la destrucción o para hacer un dique contra ella.
El régimen ha hecho lo posible por deshumanizarnos, obligándonos a emigrar, a anotarnos en sus páginas, tratando de que solo nos ocupemos de hacer colas y de buscar desesperadamente la vacuna, el gas, la comida, la gasolina o la medicina faltante, pero no lo han logrado ni lo lograrán. La historia de la humanidad demuestra que siempre hay gente que sucumbe, pero en medio del horror es posible mantener la oposición política y la cultura.
Y es por eso que creo que hay dos asuntos que deberíamos eliminar de nuestro imaginario. No es sano ni sensato el establecer distinciones entre los venezolanos de afuera y los de adentro, los que se fueron y los que se quedaron. Hemos sufrido una diáspora que no se había visto en la historia moderna de nuestros países, pero no hay venezolanos de aquí y de allá, hay venezolanos. Y no hay una cultura de los que se quedan y los que se van, hay una cultura venezolana, tan plena, rica y llena de influencias como la que hubo y la que habrá. Por supuesto, esta afirmación daría para un larguísimo análisis sobre lo que significa la venezolanidad, pero como hija y madre de inmigrantes estoy consciente de que el melting pot es lo que ha constituido nuestra cultura desde 1498.
Es también importante que no repitamos los términos peyorativos del régimen ni su narrativa descalificadora. Ni vivimos en la desesperación, ni hacemos cualquier cosa por sobrevivir, ni nos hemos resignado, ni olvidamos. Por eso los profesores y maestros, los médicos y los empleados siguen dando clase, atendiendo pacientes o cumpliendo con su deber, aunque no tengan retribución económica. Esos gestos no colaboran con la dictadura, sino por el contrario son actos de resistencia para evitar que el país caiga en el marasmo que espera el régimen. Igual sucede en la cultura: las artes plásticas, la música, el teatro y la literatura desafían al régimen solo por el hecho de seguir existiendo.
Aquí quienes escriben siguen en su oficio y quienes publican continúan trabajando. Y nombrar a las editoriales radicadas en Venezuela (aunque todo es relativo porque muchas trabajamos a distancia) es un homenaje que quiero hacer a los colegas. Actualmente, a partir de una investigación no exhaustiva, porque estoy segura de que hay bastantes más casos, hay una veintena de editoriales que siguen publicando libros en nuestro país: ABediciones, Archivo Fotografía Urbana, Banesco, Dcir Ediciones, Dirtsa Cartonera, Ediciones Palímdromus, Editorial Dahbar, Editorial Eclepsidra, Ficción Breve Libros, Fundación Bancaribe, Fundación para la Cultura Urbana, Gisela Capellin Ediciones, La Poeteca, Lector Cómplice, Letralia, Monroy Editor, Oscar Todtmann Editores, Sultana del Lago y Utopía portátil.
Según los datos suministrados, incluyendo primeras ediciones y reediciones, en nuestro país se publicaron más de 300 títulos en los últimos dos años. En medio de una pandemia que ha afectado a todas las editoriales del mundo, en la aproblemada Venezuela hemos sido capaces de trabajar para que tres centenas de libros tengan lectores.
No han parado editoriales universitarias como ABEdiciones (que publica ensayo, derecho, ciencias sociales, historia, educación, filosofía, economía, política, comunicación, ingeniería); fundaciones como la de la Cultura Urbana y Bancaribe (que editó los libros correspondientes a sus premios Transgenérico y de historia Rafael María Baralt, respectivamente); Archivo Fotografía Urbana, que publica fotografía y estudios y memoria vinculada a esta; Banesco que ha publicado periodismo, historia y poesía y La Poeteca, dedicada a la poesía. También están Dcir ediciones (poesía), Editorial Dahbar (ensayo, reportajes periodísticos, crónicas, ficción, memoria), Editorial Eclepsidra (poesía, crónica y novela), Ficción Breve Libros (ensayo, crónica, cuento y actualidad política), Gisela Capellin ediciones (poesía y narrativa), Lector Cómplice (poesía, novela y ensayo), Letralia (poesía, narrativa), Monroy Editor (novela corta y fotografía), Oscar Todtmann Editores (poesía, crónica, ensayo, autobiografía, fotografía) y Utopía Portátil (literatura infantil). En Maracaibo está Sultana del Lago (narrativa, ensayo, historia, crónicas, memorias), en Maracay, Dirtsa Cartonera (narrativa y poesía) y entre Coro y Maracaibo Ediciones Palíndromus que ha publicado plaquettes y libros de poesía y cuento.
Algunas de estas editoriales tienen una actividad constante y continuada, las hay que han disminuido un poco, otras publican libros contratados, esto es, prestan su sello editorial y coordinan la edición de libros fuera de sus colecciones; y otras más se dedican a las ediciones artísticas o a las artesanales, pero todas mantienen activos a correctores, diagramadores, imprentas y librerías. Muchas de estas ediciones son impresas, algunas digitales, otras de impresión por demanda, pero es sorprendente la cantidad de títulos que fueron publicados en papel y la proporción de editoriales que siguen publicando únicamente impresos.
Y el asunto no es solamente de números, empleos mantenidos, movimiento económico, esos libros no son solo un acto de resistencia por el hecho de publicarlos, sino especialmente por lo que dicen. Venezuela se muestra de diferentes maneras, por dar unos poquísimos ejemplos, en el primer libro de Euro Montero, el tercero de Kira Kariakin, la novela premiada de Krina Ber, la distopía de Ana Teresa Torres o Doble Crimen: tortura, esclavitud e impunidad, el libro de Linda Loaiza y Luisa Kislinger que muestra la falta de estado de derecho y además la profunda misoginia del régimen.
No podemos olvidar, obviamente, el fin de la cadena: la venta de libros y la lectura. Esas editoriales funcionan porque hay librerías buscando la manera de seguir abiertas y personas que, a pesar de las dificultades económicas, siguen comprando libros.
Primo Levi cuenta de un compañero de campo de concentración que hace lo imposible por bañarse y lavar su ropa una vez a la semana, a pesar de los inmensos obstáculos. Aquel hombre consideraba que seguir presentable era otro acto de resistencia: querían convertirlos en animales, pero él hacía todo lo posible para no permitirles triunfar. Exactamente eso han hecho quienes escriben, diagraman, ilustran, publican y leen, estén aquí o no, formen parte de esas dos docenas de editoriales o de las varias que tienen actualmente su sede fuera. Quieren callarnos, descorazonarnos, que no escribamos ni leamos, que no exista la poesía, ni la denuncia, ni el arte. Ni se los hemos permitido ni se los vamos a permitir. Aquí seguimos, resistiendo.