EUGENIO MONTEJO, JUAN SÁNCHEZ PELÁEZ, RAFAEL CADENAS Y BEN AMÍ FIHMAN

Por MIGUEL GOMES

Este libro cartografía un encuentro de singular rareza. Lo protagonizan un gran poeta y dos de sus mejores críticos; dos críticos ejemplares, de hecho. Se trata de una encrucijada de sensibilidades: por una parte, la del creador; por otra, la del estudioso. En ambas orillas de ese curso de palabras divisaremos especies diferentes de pasión comunicadas de improviso por los puentes que un buen oficio levanta. Porque si la historia vislumbrada en estas páginas tiene que ver con el esfuerzo de un poeta por materializar, por traer a los dominios de lo colectivo —los dominios del signo— lo que una revelación interior le ha anunciado, la reconstrucción de ese proceso se logra con un simétrico esfuerzo de los críticos por hacer visibles los caminos recorridos por el decir poético, o sea, las intensas negociaciones suscitadas entre las dos esferas de la creación artística: la inspiración inconsciente y su consciente realización.

Quizá la simetría se explique por pertenecer los tres nombres asociados a este volumen a individuos que han cultivado tanto la poesía como la crítica. Eugenio Montejo, además de poeta consagrado internacionalmente, reunió en sus volúmenes de ensayo páginas memorables sobre autores como Carlos Pellicer, José Antonio Ramos Sucre, Juan Sánchez Peláez, Antonio Machado, Pedro Lastra y Gonzalo Rojas, para mencionar algunos de lengua española; de otras lenguas, descuellan sus meditaciones sobre Arthur Rimbaud, Konstantinos Kavafis, Fernando Pessoa, Mário de Sá-Carneiro o Gottfried Benn. Arturo Gutiérrez Plaza y Luis Miguel Isava, a la par de investigadores literarios que publican tratados o artículos relacionados con su carrera docente, son poetas insoslayables de su promoción. No cuesta sospechar en cada uno, por ello, un talante analítico que en ciertos instantes de la actividad creadora salga al encuentro del verso, confluencia característica de la Modernidad. Recuérdese lo aseverado por Octavio Paz en Los hijos del limo: “El arte moderno no solo es el hijo de la edad crítica, sino que también es el crítico de sí mismo”.

No me conformo, sin embargo, con atribuir al perfil moderno compartido por Montejo, Isava y Gutiérrez Plaza el asedio a la poesía en dos territorios disímiles. Intuyo que ha habido una buena cuota de devoción, un sentido del deber expresivo más allá de toda justificación racional: solo de ese modo se entiende a cabalidad la perseverante reescritura montejiana; solo de ese modo se aclara la obstinada minucia de quienes la glosan, amplificados cada uno de los aspectos descubiertos en el texto con un detenimiento que rebasa la simple curiosidad científica. La crítica se convierte en una herramienta que prolonga la experiencia de visitar los versos de Montejo. Y, a través de ella, también nosotros podemos hacerlo respaldados por una suma de percepciones que afinan las nuestras.

Lo anterior nos lleva a recordar los problemas específicos a los que la crítica se enfrenta hoy en Venezuela y la necesidad de empresas como la presente. A nadie se ocultan las amenazas que al abordaje objetivo de obras o autores plantean el desánimo generalizado, los traumas de la subsistencia diaria, la atmósfera de violencia del país. A los desafíos materiales impuestos en los últimos treinta años por la restricción del acceso a catálogos editoriales extranjeros, la desaparición de medios de publicación, el avance de la cultura digital sin filtros editoriales o la fuga de cerebros, se suman graves hábitos anteriores, desde el amiguismo hasta la falta de formación teórica de quienes se adueñan del manto de opinantes. Un vistazo a la crítica de mayor circulación en los últimos tiempos —es decir, no la practicada en el seno de los programas universitarios, concebida para el consumo interno— revela una desoladora abundancia de lo trivial, un reemplazo impresionista del tanteo de la escritura con la expresión emocional de sus efectos. En lo concerniente a la lírica, resalta la impotencia para desentrañar la forma y el lenguaje, postergados ante los simples meandros anecdóticos y, sobre todo, las mitologías autorales —el fisgoneo biográfico de patologías, tragedias personales, suicidios—. Entre esbozos historiográficos sin el norte de un método que no sea el corsé de las décadas o las generaciones, entre los torneos de espontaneidad a que se prestan las redes sociales, la disciplinada valoración de la poesía atraviesa uno de sus momentos más duros.

Hay, no obstante, nombres aislados cuyo quehacer resiste los embates del deterioro. Una de las mejores pruebas es la aparición de libros como este, esperanzadora por diversos motivos. El primero, a mi ver, es que podría salvar los abismos que separan el saber de las aulas del interés por la poesía de los lectores no especializados: los objetivos y la prosa tanto de Gutiérrez Plaza como de Isava deberían ser transparentes para un lector de mediana cultura. Y el apego de ambos al método genético no debería constituir un inconveniente. Nada arcanos, los esfuerzos de la genética textual, cristalizada a fines de los años setenta y aún pujante, son asimilables fuera del recinto universitario a una especie de ejercicio detectivesco: el examen de borradores, notas, apuntes preliminares para colegir, con las pistas ofrecidas por lo desechado y lo adoptado, los principios estéticos que hicieron posible el texto usualmente considerado definitivo. En otras palabras, el crítico reconstruye un historial de opciones hasta entender un sistema; estamos ante el retrato verbal de una poética en acción.

No ha de olvidarse, además, que en este volumen confluyen y entablan un fructífero diálogo las sólidas trayectorias de Isava y Gutiérrez Plaza, con títulos esenciales como —me limito a mencionar auténticos clásicos— Voz de amante: estudio sobre la poesía de Rafael Cadenas (Academia Nacional de la Historia, 1990), del primero, e Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana (Fundación para la Cultura Urbana, 2010), del segundo. Si en Isava percibimos la admirable andadura filosófica de su prosa, nutrida por fuentes alemanas y francesas, en Gutiérrez Plaza se evidencia de inmediato el fascinante pacto de lo testimonial y el rigor exegético. En más de un pasaje sus voces parecen intercambiarse, amalgamarse con una inteligente camaradería. La sensación la propicia el fervor indudable de uno y otro por el objeto analizado.

En lo personal, me atrevo a añadir que el repaso de las páginas aquí compendiadas me ha animado a regresar una vez más a varios poemas de Montejo donde palpita una reflexión sobre la índole infinita —en la acepción exacta del adjetivo: sin fin— del cosmos y la poesía, nociones para él indeslindables. En dichos versos acechan estructuras abismales, dignas de un Escher o de las aporías eleáticas. Piénsese en los que cierran —y no lo hacen— Adiós al siglo XX:

No quedará nada de nadie ni de nada

sino el tiempo tras sí mismo dando vueltas;

el tiempo sólo, invento de un invento,

que fue inventado también por otro invento,

que fue inventado también por otro invento,

que fue…

Ténganse en cuenta, igualmente, el incansable cinetismo con el cual lo vasto se recompone en lo mínimo y viceversa, patente en un poema de Partitura de la cigarra, “La vela”, donde tales movilizaciones corren paralelas a la dialéctica del yo y la trémula llama que desembocará en una escritura luminosa:

Escribo al lado de esta vela,

de esta vela que tiembla.

Le queda llama, pero tiembla,

cree, como yo, que ya no cree,

que alumbra sola frente al universo.

Despacio cae la indescifrable noche

con sus astros girando.

La vela erguida, contra el mundo, arde,

y en mi cuaderno lenta se derrama

su luz atea.

Estamos solos uno frente al otro,

ella con su temblor y yo, mirándola,

mientras en derredor, junto a su lumbre,

van y vienen los vuelos planetarios

de pequeños insectos que dan vueltas,

la errante lucha de una galaxia mínima

que quizás gira porque cree, porque no cree,

que gira porque gira…

O repárese en “Si Dios no se moviera tanto”, composición muy anterior, de Terredad, vertebrada por la reiteración en cada estrofa de la prótasis de oraciones condicionales carentes de apódosis, lo que nos deja a la espera de un remate que no llega. La suspensión socarronamente se intensifica con la última palabra, “Génesis”, que nos remite a lo que no puede ser sino principio, creación desde la nada, y, por lo tanto, insinuación de la matriz circular —e interminable— del poema y su lectura:

Si Dios no se moviera tanto

en las ondas del agua,

en el sol o los cuerpos.

Si flotando en las nubes no cayera;

si no usara del tiempo

con tanta redondez en la rosa, en sus pétalos.

Si no llevara el mar, los astros,

el iris del color

a la velocidad de la materia.

Si no cambiara a cada movimiento

acelerándose en sus átomos,

o se moviera sólo menos

y nos fuera filmando la vida

en cámara lenta.

Si levitando inmóvil en un eje,

ya borradas las horas,

abolido el reloj, el tenaz minutero,

nos dejara palpar el paisaje

con el tacto del Génesis.

No es de extrañar en el creador de Blas Coll —supremo regente del ludismo verbal— la abundancia relativa de guiños como estos. Si hago hincapié en el asunto es porque nos obliga a descartar que haya sido fortuito que Montejo regalase a su buen amigo Gutiérrez Plaza los sucesivos borradores de uno de los poemas de Fábula del escriba, precisamente el titulado “Final sin fin”. El gesto fraterno abría la compuerta a una lectura en la que una versión “acabada” podía remontarse a sus orígenes para entregar la escritura a movimientos perpetuos como aquellos en tantas ocasiones contemplados por el poeta en el universo. Solo que ahora el texto consigue expandirse por voluntad de quienes lo reciben, no de quien lo engendró, y va difiriéndose su totalidad a la suma de sus versiones y a las renovadas indagaciones en ellas desde nuestras propias inquietudes. De allí la importancia de que en este volumen haya no una aproximación al poema sino dos que, si bien espléndidas, no agotan el material, hecho de infinitud. ¿No es esa, después de todo, la misión de algo de otro modo tan inexplicable como una obra literaria: trascender, lograr que algunas palabras sobrevivan en los demás cuando quien las escribió se ausente?

Porque estamos, ni más ni menos, ante un acto de comunión en el lenguaje, facilitado por la buena crítica.


*Final sin fin. Eugenio Montejo. Ensayos de Miguel Gomes, Luis Miguel Isava y Arturo Gutiérrez Plaza. Camelia Ediciones en alianza con el Laboratorio Tipográfico de Caracas. Caracas, 2022.


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