Por AMÉRICO MARTÍN
“La historia pesa más en los acontecimientos humanos que la geografía”, se me ocurrió decir hará unos cincuenta años, metido en mis arreos de presidente de la FCU. Quería subrayar algo que había alcanzado el nivel de la obviedad: los seres humanos son capaces de vencer todas las dificultades, incluso las resistencias geográficas.
Pero a la larga y en medida importante, esa sentencia ha quedado sujeta a revisión; ha debido ser matizada, lo que hace sospechar de las afirmaciones demasiado tajantes, afincadas en el principio del todo o nada.
Con la idea fija del determinismo geográfico originado desde la Antigüedad pero con rango científico desde los postulados de Federico Ratzel, de la Escuela de Múnich, la inevitabilidad del vuelco hacia la capacidad transformadora de los grupos humanos pareció traducirse en un golpe de badajo que puso la cuestión en el otro extremo, quedando reducido el espacio geográfico a un rango puramente pasivo. El auge de la revolución científico-técnica e informático-comunicacional destinaba al hombre a dominar por completo el ambiente, reduciendo a muy poco el determinismo en la cultura. Sobre todo porque, según aceptan muchos, en las ciencias, incluida la geografía, legitimaban el racismo cultural.
Lógicamente entonces, la derrota de Hitler debía impulsar, con el anhelo de igualdad y libertad despertadas en la primera mitad de los años 1940, un absoluto: la creatividad del hombre estaba completa en sí mismo, lo demás resultaba material inerte a su servicio. Pero como todo absoluto, este resultó parcialmente infundado.
Aparte de fructíferas y sabrosas conversaciones con la profesora Rosa María Estaba que me han inducido a valorar con más seriedad la significación de esta ciencia, he tenido la fortuna de recibir el regalo de dos obras recientes, dos autores indispensables, que he valorado altamente: los dos tomos de la Historia de la Geografía, de Pedro Cunill Grau, y La construcción de un territorio, de Rosa María Estaba, quien me ha hecho el honor de pedirme el prólogo de su profundo y laborioso producto intelectual.
La geografía no es el socio pasivo de la historia; suele ser, por el contrario, su condicionante y hasta su inductor. Acontecimientos de esta pudieron comenzar a partir de disposiciones de aquella.
Geografía viva es la que despunta en las escuelas de la materia y en la obra de investigadores acuciosos y profundos que resaltan la interconexión activa, dinámica, entre los ámbitos geográficos, políticos e históricos.
Una condición para tener éxito en una empresa es saber amarla, y el amor de Rosa María por la Geografía se respira a lo largo de su obra. El primer subtítulo de su primer capítulo denomina “obsequios” los que la naturaleza ha proporcionado a Venezuela, y para demostrar que son tales, comienza por describir sus amplísimos componentes, incluyendo sus 314 islas, cayos e islotes, el punto supremo definitorio de la soberanía venezolana en la isla de Aves y su extensísima línea de costa caribeña de 2.183 kilómetros de longitud, apenas superada por la de México.
Viajar por Venezuela —escribe Rosa María—, mirador de América del Sur con vista al estratégico mar Caribe, es un elixir para la restauración y recreación humana, la ciencia, el arte y la filosofía. En breves recorridos y siempre bajo el dominio del tórrido colorido del sol radiante todo el año, podemos descubrir un tesoro tropical de gran belleza natural y asombrosos contrastes.
Llamativo de esta obra es ese estilo impregnado de emociones, propio de los descubridores, que arribaron a un mundo virgen y deslumbrante, combinado con un rigor científico verdaderamente excepcional. Como buena geógrafa, ha acopiado, ampliado y elaborado una profusión deslumbrante de mapas y gráficos que dan solidez a sus afirmaciones.
El conocimiento de los paisajes y recursos naturales de Venezuela ha sido posible por investigaciones promovidas por el Estado desde los años sesenta del siglo XX, como lo hace notar Estaba, relacionando el hecho —y no por casualidad— con el nacimiento de la democracia el 23 de enero de 1958, y muy especialmente con la creación del Ministerio del Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (MARNR) en 1977. Fue ese un momento culminante en el conocimiento del propio territorio, como base para el impulso de su desarrollo infraestructural, económico y político que, según la autora, ha sido un testimonio notable de la superioridad de la democracia como forma de Estado por sobre los regímenes autocráticos.
A partir del segundo capítulo, Rosa María, sumergida en la Geografía Política, conecta, con ingenio y hondura, el desarrollo del tema con el nacimiento y crecimiento de la democracia. Lo hace en los términos más apropiados. Le sigue la ruta a la construcción de los estados y los municipios, proceso de consolidación de la participación de los venezolanos en las vecindades de la gestión pública, en el marco del progreso y la modernización económica desde tiempos de la dictadura de Juan Vicente Gómez.
Con el crecimiento económico se asoció el de la población y la urbanización.
La urbanización entrañó adelantos propios de los países que salen del subdesarrollo. La universidad, por ejemplo, un hecho eminentemente urbano, en 1950 matriculó apenas 6.900 estudiantes. En 2001, (la cifra) se multiplicó por 112 veces para situarse en 770.000.
Pero desde el punto de vista de la organización del Estado, el proceso se benefició de los estados y municipios autónomos, los cuales, como dice la autora:
Son entidades territoriales con entidad propia y que se diferencian entre sí por sus nombres o topónimos y por arraigados vínculos afectivos que tejen sus habitantes con sus bases lugareñas.
Semejante conclusión me parece a mí clave para captar el mensaje que transmite Rosa María. Cualquiera podría imaginar que tanto los nombres de las entidades territoriales como sus propias demarcaciones son más o menos caprichosos o circunstanciales. Y sin embargo está lejos de ser así. Son creaciones del trabajo, la convivencia, el nudo de relaciones intercomerciales y humanas formadas en esas y no otras comunidades a lo largo de la historia.
El centralismo y jefes de gobierno autodenominados providenciales quisieron romper esas redes hondas para crear mapas políticos más controlables, de precaria o nula autonomía, con nombres nuevos dirigidos a enaltecer su trayectoria vital. La manía de cambiar nombres y sobre todo de romper la peculiar forma de organización de los estados y municipios de Venezuela, para sustituirlos por artificios emanados de discutibles doctrinas, nunca ha terminado bien. Trazando en el papel nuevos repartimientos territoriales, adornados con nombres de un supuesto santuario revolucionario, sustituir municipios por comunas será a la larga, o a la corta, un esfuerzo perdido.
Pasados esos personajes al lugar que les haya reservado la historia, los datos originales se han restablecido. Por eso ni los poderosos presidentes Antonio Guzmán Blanco y Cipriano Castro, con su reorganización de las entidades federales, lograron que la obra los sobreviviera. La matriz de 20 estados originales resucitó en forma natural y tranquila. Si hoy tenemos 23, incluidos dos anteriores territorios federales, eso ha sido posible por crecimiento natural, sin violentar la obra de siglos.
El origen de las provincias españolas en Venezuela no observó una pauta tranquila. Comenzó con la desigual resistencia indígena y las más favorables localizaciones geográficas. La combinación de esos dos factores trajo como consecuencia que la lucha de los aborígenes contra la penetración de los conquistadores aplazara la colonización en la región nororiental, dando lugar a que en la región montañosa se asentaran las comunidades más desarrolladas y estables. Sin embargo, si bien en las zonas de la cordillera de la Costa el desarrollo fue más lento por la mayor resistencia aborigen, ocurrió que:
Gozaron del incomparable beneficio de su fácil apertura y cercanía del mar Caribe, con lo cual pudieron compensar la desventaja del menor estadio de desarrollo de una base indígena compuesta por pequeños grupos semisedentarios y que además ofrecieron resistencia.
Esa estructuración de comunidades y provincias (después estados) tan bronca, tan tensa y a ratos sangrienta, se afirmó con vocación de permanencia. Las provincias creadas durante la Colonia y consolidadas con la emancipación, según resalta la autora, no solo eran autónomas sino que disponían de puertos para el intercambio comercial. Eran pobres, aisladas y vagamente delimitadas por hitos físico-naturales. De allí que, como me permito afirmar al principio, la geografía haya sido determinante para la estructuración político-administrativa: “Las condicionantes de la geografía física impusieron una realidad político-administrativa descentralizada”, concluye Rosa María.
Contrastemos esos orígenes con el debate actual sobre centralismo y descentralización. Aquel va contra la historia, desconoce las raíces del país y el esfuerzo denodado de los primeros habitantes para darse y acostumbrarse a la “descentralización”, todo con el fin de vivir mejor dentro de límites de precariedad. Lo genuinamente venezolano es la organización descentralizada; lo artificioso y antinacional es ahogar la autonomía con la sobrecarga centralista.
Por eso revela una arrogancia extrema pretender cambiarla en su misma raíz por obra de la vanidad o de superficiales planificaciones nacidas de la ignorancia.
El Libertador, como se sabe, actuó en varios momentos fundamentales bajo impulsos centralistas. Lo hizo por lo que creyó conveniencia pragmática. Pero sus convicciones de fondo se nutrían del federalismo. En la famosa Carta de Jamaica reconoce que la federación es el mejor de los sistemas, solo que, por las excepcionales realidades de la guerra resultó momentáneamente artificial, ineficaz para contener la ofensiva militar de los peninsulares. Posiblemente bajo esas circunstancias haya tenido razón, pero la receta pragmática, en otro momento notable de su desempeño, resultó más ilusa, mucho más, que la organización federal-descentralizada. Lo resalta Rosa María con enorme perspicacia. Vale la pena citarla in extenso:
“En 1819 en Angostura se había creado por ley la Gran Colombia, ordenada constitucionalmente dos años más tarde en la Constitución de Cúcuta (…) (El Libertador) quiso unir los departamentos de Cundinamarca, Quito y Venezuela aunque bajo una concepción unitario-centralista y no federalista. La imposición de un gentilicio colombiano, agravado por el desplazamiento de la capitalidad a la ciudad de Bogotá, movilizó la percepción de pérdida de una nación (…) No tenía fundamento histórico “porque nos hemos quedado tan venezolanos, granadinos y quiteños como lo éramos antes y con más enconos”.
Más aún, la idea de la Gran Colombia despertó sentimientos regionalistas tales como las rivalidades de Trujillo y Mérida con Maracaibo, a raíz de la impuesta creación del departamento del Zulia en el Congreso de la Gran Colombia en 1824 (…) El del Zulia integrado por las provincias de Coro, Trujillo, Mérida y Maracaibo no respetó la división político-territorial consagrada en la Constitución de 1811 y sancionó la ocupación “de facto” de todo el sur del Lago por Maracaibo (…) lejos de lograr la deseada integración, la falta de identidad respecto a la nueva nacionalidad nacida de la integración formal [y artificial de la Gran Colombia. Nota mía] acentuaría los antagonismos entre venezolanos y cundinamarqueses.
Dándose cuenta del error que había cometido, Bolívar trató de encontrar un punto equidistante para situar la capital, tal vez en Maracaibo, pero ese intento resultaría tan artificial como todo el proyecto y por eso no culminó bien. Ni con todo el peso de su merecido prestigio, pudo Bolívar someter la realidad plural a un esquema centralista. Quizá si la nueva República hubiera reconocido la fuerza de las provincias autónomas y hubiese postulado un esquema federal-descentralizado, habría resultado mejor.
Por eso, acusar al general Páez de ambicioso y traidor por comprender que aquel proyecto era impráctico es una muestra de injusticia extrema y una reiteración de la óptica centralista a todo riesgo y contra toda realidad. Que los venezolanos más ilustrados lo respaldaran, tanto como los colombianos al exiliado Santander, equivalente eso al malhumor de los ecuatorianos contra el presidente —de origen venezolano— Juan José Flores, del Ecuador, solo demuestra que la escisión de aquel gran propósito tenía un amplio fundamento y un sólido respaldo.
Inmediatamente después de la independencia se termina de construir la matriz territorial de Venezuela, repuntando con inusitada fuerza las autonomías regionales y locales (provincias y municipios). Las provincias de la emancipación pasaron primero a ser once, según recuenta Rosa María, hasta alcanzar, con la Guerra Federal y la Constitución de 1864, la ratificación de lo contenido en la ley del 28 de abril de 1856, que había establecido la división territorial de la República.
El ya configurado Mapa de la Geografía Política de Venezuela de 1856 registra veinte de las veintitrés entidades federales, huellas o marcas socio-territoriales prevalecientes hasta el siglo XXI (…) Son muy pocos los cambios toponímicos, inclusive los de forma de los vocablos. Los casos de desaparición de topónimos también son muy raros.
Las provincias de 1856 son fácilmente reconocibles porque coinciden en su mayoría con las entidades federales que componen la Venezuela de 2001 [y 2013. Nota mía].
Los topónimos usados para nombrar montañas, picos, ríos, pueblos, villas, ciudades, provincias (estados) y cantones (municipios y parroquias) no salen del dedo de un poderoso gobernante. Se formaron lenta y colectivamente por obra de lo que Estaba llama “herencia patrimonial del encuentro de tres culturas”. Son:
Los topónimos elegidos por los españoles y, mayormente, los de origen aborigen o africano, todavía patentizados en cualquier señalización de la magnífica red vial que recorre a la Venezuela de finales del siglo XX.
La obra de Estaba no se refugia en generalidades ingeniosas. Su aporte principal está en el detalle, el detalle significativo y probatorio. No le basta con demostrar la fuerza de soporte de la descentralización de Venezuela, sino que describe la cuestión en el decurso de formación de cada provincia, una a una, incluyendo municipios y parroquias, todo relatado con exquisitas probidad y sabiduría.
Con esa larga premisa, entramos, en el capítulo 3, a uno de los temas nodales: la construcción del Estado moderno, que va de una primera fase de centralismo democrático de partidos al desideratum de la democracia territorialmente descentralizada y participativa.
Ilustra el punto citando a un clásico, como lo es el notable administrativista venezolano Allan R. Brewer-Carías, para quien:
En este país seguirá habiendo democracia sólo en tanto en cuanto seamos capaces de entender que una vez consolidada tiene efectivamente que descentralizarse, es decir, acercarla más al ciudadano para que pueda participar en ella, y eso solo puede lograrse descentralizando el poder.
Jorge Luis Borges y Quevedo, el gran poeta del Siglo de Oro español, abominaban de los prólogos largos, y este ciertamente parece extenderse tal vez demasiado. No es que comparta plenamente la opinión de esas dos grandes personalidades de la cultura hispánica, pero creo que con lo escrito me podría dar por satisfecho.
A título de simple referencia, debo invitar al lector a analizar con Rosa María Estaba el salto que dio Venezuela en todos los órdenes de la cultura y el hacer administrativo durante años de democracia. Con las fallas muy importantes que merecidamente se le imputan, dejó atrás la obra de la más festinada de las autocracias, la del dictador Pérez Jiménez, cuya obra material es altamente recordada. Pues bien, Estaba, rigurosamente apegada a los hechos y datos que pone generosamente al alcance de todos los lectores, deja en claro que, incluso en lo atinente a obras de cemento armado, los gobiernos democráticos fueron superiores.
*La Construcción de un Territorio. Venezuela 1500-2003. Rosa Estaba. Academia Venezolana de la Ingeniería y el Hábitat. Caracas, 2021.