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Prolegómenos para un teatro que canta

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Por LUIS PÉREZ – ORAMAS

“for the core of the danger is the voice that sets itself loose from the word,

 the voice beyond logos, the lawless voice”.

Teatro para ser cantado de G. Galo, el libro que el lector sostiene en sus manos mientras lee, comienza con un silbido.

O mejor: como un silbido. 

Es decir: este libro comienza con un ruido vocal que estaría, en rigor, a la vez, antes y después de la voz, antes de que la voz se haga lugar con su inasible materialidad, y después, cuando se deshace en la materia desfalleciente de su aire fónico.

La dedicatoria, a un músico, es aquí un indicio, un index: ella indica, señala, casi inarticulada, como un silbido, que la voz —esta y toda— sólo existe para buscar su canto.

Ahora bien, el silbido tiene dos ocurrencias: puede ser el cuerpo de un sonido vagabundo, dépense pura diría Bataille, allí donde el cuerpo actúa sin hacer algo específico, sin producir más nada que su ruido: silbido que se gasta en el espacio de su sonoridad, improductivamente, mientras el yo se pierde en la errancia de sus divagaciones, de su procrastinación, de su ir sin destino.

Pero puede ser también el silbido un sonido corporal voluntario, sonido que advierte, gesto que al convocar des-nombra, o llamada para quien aún no tiene nombre y que te alcanza como la punta de la espada, te toca como el brazo o la mano que no has visto pero de pronto sientes sobre ti, sobre tu hombro, diciéndote sólo con sonido, en su nota aguda y sin palabras: Tú que vas, aquí estoy yo; vuelve tu rostro, devuélvete. 

Lo que el lector tiene entre manos es una poesía en estado de inminencia: son versos, son palabras talladas, o articuladas, ahora, en el silencio de su lectura potencial, pero han sido cantadas esas palabras, sus versos proferidos en la cámara sonora de la música.

Teatro para ser cantado consiste en tres piezas versificadas libremente, con sus respectivas didascalias y Dramatis Personae, organizado como una trilogía sinfónica de libretos que ya fueron, en su mayoría, acompañados de música —compuesta por Felipe Hoyos-González— y cantados en escena: Melpómene se estrenó el año 2017 en Bogotá, Disparatismo o cómo acabar con el arte en 2019 durante el M4 Music Theatre festival de Maastricht, y La superstición de la paloma, que debía ser llevada a escena en 2020, aún espera por su estreno.

Melpómene es una ópera suicida. Sus dos personas dramáticas son, como la ninfa maníaca y el dios fluvial que obsesionaron la imaginación visual de Aby Warburg, los protagonistas de un drama bipolar: la armonía (olímpica) —empieza a ser! Orfeo, antes de que la mirada te arranque lo preciado con su vendaval de otrora— y la tragedia (política).

Sobre la primera escena de Vanitas moderna, concebida por Roger Van der Weyden, Pascal Quignard ha escrito: “Lo negro dice la noche (la desaparición regular que afecta al sol); el cráneo dice la muerte (la desaparición que afecta a los seres vivos y sexuados); el ladrillo roto dice el tiempo (la fractura que se infringe contra el ser)”.

Este teatro para ser cantado se inicia entonces con la música elocuente de dos musas, una humana y otra divina, quienes discuten de la muerte o la ambrosía para contemplarse, al fin, alrededor de la autárquica decisión de no seguir viviendo: el suicidio de Melpómene es —canto escuchado, ritornello occidental— el suicidio de la divinidad en la historia.

Segundo teatro: no ya de silbidos, sino más bien de cómicos chirridos, igualmente ante y poslingüísticos, en la sátira del arte (y de hoy) que Galo propone como allegro súbito en esta sinfonía de teatros para ser cantados: Disparatismo o cómo acabar con el arte.

Pero aún no estamos lejos de la divinidad y sus culpas.

Dos claves atraviesan esta ópera cómica: una cita de Lactancio en la que aquel cristiano de las edades precristianas probablemente discute la ira de Dios (De ira Dei), y refuta, por imposible, su indiferencia. La segunda clave es una referencia culta a un antiguo dibujo, grabado o inciso en un muro romano —graffito blasfemo—, encontrado en las colinas palatinas durante el siglo XIX en el cual se representa la escena satírica de un devoto (Alexámenos) adorando a Cristo crucificado, salvo que en este dibujo elemental el hijo de Dios aparece como un ser feral, un hombre con cabeza de asno, pendiendo en la cruz.

De los tres libretos de Teatro para ser cantado este, por razones muy personales, es aquel en el que yo me detendría más hacia el sentido de su exégesis, a la vez por cómico, por veraz, por epocal. Vemos, ya desde la didascalia, “un gran cuadro blanco con una mancha roja que parece escurrírsele de arriba a abajo: es sangre sobre un lienzo”.

“Puntos, gotas,/ una mancha;/ una mancha que se ensancha:/ un punto, más grande,/ es un punto de puntos/ que se unen en la mancha./ ¡La mancha de sangre/ es una mancha!/ No la pólvora,/ ni el arma,/ ni el suicidio:/ el retrato/ es la energía/ de la muerte/ impregnada para siempre./ La mancha de un muerto/ es una mancha,/ es un momento” —se lee en el final katastrófiko de Disparatismo.

Esto decía José Bergamín, delegado de la república española para la comisión de aquel cuadro de Picasso, Guernica, cuando describe en su ensayo sobre las musarañas de la pintura sus visitas al taller de la calle de los grandes Agustinos, mientras el artista lo concebía: “Pero a Picasso mismo le atemorizaba la verdad cruel que sus manos iban descubriendo. Y trataba de taparla a los ojos, de vestirla —¿trágicamente?— con recortes de papeles coloreados. ¿Qué tal? Nos preguntaba. Y nosotros los rechazábamos silenciosamente. Los blancos, los grises y los negros, purísimos, del Guernica, respondían por nosotros en ese silencio. Poco a poco, de aquel intento no quedaba más que un trocito de papel recortado; una roja lágrima de sangre”.

¿Y no es el dios, allí transformado en encarnación de la historia (es decir no ya dios en la historia sino la historia misma como dios) también visto como una bestia, como un monumental equino herido que se retuerce de dolor ante la embestida de otro animal?

“Júrame un lugar, un nombre/ en la larga historia occidental”, canta el pintor que ha realizado la versión moderna de aquel cristo-asno, crucificado y adorado, en el libreto de Galo. Fábula cómica y duchampiana, en Disparatismo, el Cristo (suicida) y el pintor que se suicida se igualan, en una cruenta carcajada. Resulta que en la más consecuente de sus muchas muertes recientes, en la Rusia suprematista de 1915, expuesta en el ángulo superior de una habitación donde dos paredes se encuentran —lugar del Icono para los viejos creyentes lipovenos ortodoxos— la pintura al tomar la forma críptica de un cuadrado negro sobre fondo blanco, aun antes de llegar a ser la lágrima roja picassiana que se paseaba por el cuerpo del caballo torturado, era —por sorpresa que nos cauce— otra vez la faz funeral de Cristo, el Mandylion congelado en su rostro tieso de gloria que nos mira desde ese sudario, ahora velándolo todo, más allá de la belleza.

Andante tempestuoso, el último libreto de esta trilogía, regresa brutalmente a los silbidos, es decir al ruido invocal de los pájaros que —pudiera ser— también cantan. La superstición de la paloma es la escena de un retorno al otrora feral de lo humano: texto críptico, onírico, sincopado, cuya música no puedo imaginar. Galo nos vuelve a dar indicios antiguos: los pájaros, según Propercio, cantan con dulzura porque carecen de arte. La cita, por cierto, la convoca Montaigne en su ensayo sobre los Caníbales y es que esta Superstición semeja también a una escena —goyesca de inspiración pero recientísima— en la que hacen su contrapunto abstruso el canibalismo y la antropofagia.

George Galo ha escrito un libro raro, osado. Es un poeta novísimo y vetusto, raro prodigio de temporalidades imposibles que se juntan en un solo brillo ignoto. Esta obra me lo hace, además, ser un eco vigoroso y remozante de los grandes raros de la poesía venezolana del siglo pasado que fueron José Antonio Ramos Sucre y Salustio González Rincones. Hay un grano absurdo en todos estos versos —para ser cantados— porque acaso la música también tiene por destino, velada en su cuerpo de números y tiempos, en lo que ella arrastra, el invadirnos con un idioma absolutamente ajeno.

Porque La superstición de la paloma es, sobre todo, un poema sobre el retorno, sobre el lenguaje, sobre el deslizamiento súbito del lenguaje hacia su sonido feraz, hacia el silbido. Porque los pájaros silban, dos memorias me asaltan cuando leo sus versos: una cita de Quignard que, me consta, G. Galo no había leído aún cuando escribió, breve: “Lo olvidado no se olvida”.

La cita de Quignard reza, en cambio: “Aquello que hemos olvidado no nos olvida”.

La segunda memoria que esta ópera me evoca es la escena de la sala del pozo en la caverna primal de Lascaux: un hombre-pájaro, un humano feral, ha caído con su lanza ante otra bestia que lo embiste, un toro inmenso, la misma sobreviviente fiera del Guernica. Contra los muros de esa caverna sonaron las primeras palabras del mundo, como un silbido. Y esa escena de muerte bestial es la primera imagen de lo humano que la humanidad pudo imaginar.

Sea, de nuevo, Mladen Dolar: “Esta ilusión de transcendencia acompañó la larga historia de la voz como agente de lo sagrado y el altísimo y aclamado rol de la música se enraizó en su ambiguo vínculo con ambas, la divinidad y la naturaleza. Cuando Orfeo, el emblemático y arquetipal cantante, canta, lo hace para domesticar las bestias salvajes y doblegar a los dioses; su verdadera audiencia no consiste en humanos, sino en criaturas por debajo y por encima de la cultura”.

Regressus. 

Pascal Quignard nos recuerda sobre Orfeo en sus Abismos del Último Reino: “Para buscar a Eurídice en los Infiernos, Orfeo penetró el pasaje de Aornas. A-ornos, en Grecia, a la frontera de la vida, designa el lugar del que los pájaros han desertado. Los alientos (psychai) en Grecia eran concebidos como aves”.

¿Alguien ha pensado que lo que Orfeo no puede mirar (ne flectat retro), cuando retorna del lugar adonde no podía retornar acompañado por Eurídice, quien a su vez no podía retornar, y que sin embargo Orfeo no puede dejar de mirar y mira es, precisamente, la escena de ese otrora, en lo olvidado que jamás nos olvida, en la que respiramos un día el aliento tibio y feral de nuestra indiferencia animal?

Los ciudadanos corales, hombres y mujeres, que observan la tragedia de los pájaros en La superstición de la paloma, cantan al unísono: “¡Hablar es alma!”.

Y el alma, la palabra, cuando regresan al crisol del cual proceden son, exactamente, silbido, pneuma: aliento que toma cuerpo animal entre nuestros cuerpos, como un canto.

[Breve selección de parlamentos del tercer libreto

La superstición de la paloma, ópera ritual]

***

[De Cuadro II]

Padre:

(robótico)

Somos en otros.

No quisimos lo que eres.

Aspirar a resignarse:

ni aun poderlo.

Madre:

(igual de robótica)

Ni aun poderlo.

No quisimos lo que eres.

Somos en otros.

[Los niños, ininteligibles, lloriquean al otro lado de la pared]

Madre:

(a los niños, cansada)

¡Silencio, basta!

(acercándose nostálgica al TV, enamorada)

Ser una imagen,

sin mayor realidad,

que se mueve y ya.

Abandonar, abandonar…

Padre:

Un niño muerto es

el fracaso de lo humano.

Uno roto, su laurel.

***

[De Cuadro VI]

Aves:

(desquiciadas)

¡El árbol tiembla

y las hojas cayendo

son muchos mundos!

Niño:

(salvaje, intensificando sus golpes)

¿Estamos vivos?

Cuerpo es calvario, es savia…

si nos duele, sí.

[La Hermana reaparece, menos etérea, más móvil, otra vez congelándose las Aves entre los recuerdos que pululan en la estancia. Traspasando con su mano los barrotes de la jaula, intenta acariciar al Niño que en su fiero arrebato apenas se deja tocar]

Niño:

(disminuyendo muy paulatinamente su ataque)

Lo real es táctil.

Animal necesidad:

el hambre, el ruido.

Hermana:

Solo el cuerpo regenta

lo requerido.

(imponiéndose hasta acallar al Niño)

Al concentrarte

en el agua más turbia

devendrás claro.

***

[De Cuadro IX]

Padre:

Lo ponen de pie

las voces de mis muertos.

Resucitar: condena.

[Tanto el Niño como los Sabios notan la obsesiva mirada del Padre sobre los huesos]

Niño:

(condescendiente)

Quien ya ha comido

no puede reclamarle

al que busca comer.

Aves:

(iniciando una afrenta)

¡Comer! ¡Morir! ¡Comer!

Usa dos veces la carne

de la que naces.

Sabios Occidentales:

(uniendo el Padre al Niño)

El ave guía a la miel,

el cuervo hacia la presa.

Ay, carroñero,

limpia la muerte, pule

los huesos: ¡marfil!


*Teatro para ser cantado. George Galo. Prólogo: Luis Pétez-Oramas. Kálathos Ediciones, S.L. España, 2022.

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