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Abril 25, 2025


Profesores que emigraron: qué dejaron, qué encontraron (1/4)

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Testimonios de Alejandro Varderi, Arturo Serrano, Cecilia Rodríguez Lehman, Celiner Ascanio Barrios, Claudia Cavallin, Daniuska González González, David de los Reyes y Eugenia Arria

Alejandro Varderi

De Caracas a Illinois y Nueva York

Este año se cumplen 40 de mi entrada en el sistema universitario norteamericano. Llegué de Caracas a la University of Illinois en Urbana, un martes 13 de agosto de 1985, con cartas de referencia de José Balza, María Fernanda Palacios y Manuel Puig, para estudiar una maestría en literatura hispanoamericana, y a la semana entraba a las aulas como estudiante y Teaching Assistant. Ello me permitió recibir un modesto salario dando clases, al tiempo que la universidad pagaba por la maestría.

El año anterior, gracias a Juan Calzadilla había conocido a Paul Borgeson, profesor de aquella institución, quien se encontraba en Caracas investigando sobre la obra de los poetas de la generación de Juan, y me animó a hacer la solicitud. Yo trabajaba entonces en las publicaciones de Fundarte, junto a Julio Miranda y Roberto Lovera de Sola, tras recibir el título de Economista con una tesis sobre la inversión del Estado en el sector editorial; pero la oportunidad de estudiar en Estados Unidos me sedujo, pese a no conocer Illinois más allá de Chicago. Casualmente la compañía de Paul Taylor actuaba en el Teresa Carreño, donde conocí a David Parsons, uno de los bailarines, quien había nacido allí y me habló de la universidad y el Krannert Center for the Performing Arts, en el cual la Compañía se presentaba frecuentemente.

La combinación de enseñanza, estudios y los excelentes espectáculos vistos en aquel teatro continuó tres años después, cuando New York University me otorgó la beca de la Escuela de Artes y Ciencias para hacer el doctorado en literatura y cine. Simultáneamente, di clases en la City University, Columbia, la New School y, finalmente, BMCC, el college de CUNY donde he sido profesor a tiempo completo desde 1994.

Ya cercano a la jubilación, rememoro aquellos años de aprendizaje y el intercambio constante con alumnos y profesores, y el balance es ciertamente positivo, pese a los altibajos propios de cualquier profesión e institución. Nada perdí al irme y mucho gané, pues para mí el país ha sido sobre todo los afectos, siempre presentes en mi imaginario, y reencontrados en los viajes de vuelta, que con el recrudecimiento de la dictadura se fueron espaciando en el tiempo. Simultáneamente gané otra manera de vivir y el estímulo constante de Manhattan, de donde obtengo la energía para seguir enseñando y escribiendo until my time runs out.


Arturo Serrano

Pedazos de corazón

Salí de Venezuela el 14 de noviembre de 2014 rumbo a Guayaquil. Como muchos, planeaba quedarme un semestre, ahorrar y luego regresar al único lugar que llamaba hogar: Caracas. Al llegar, me sorprendió lo familiar que me resultaba la ciudad. La temperatura, la humedad y la personalidad de su gente evocaban mi propia tierra.

Empecé a trabajar en la Escuela de Cine de la Universidad de las Artes, de la que terminaría siendo director. UArtes era una institución recién fundada, impulsada con grandes recursos y entusiasmo. Sin embargo, en ese momento era solo un nombre: carecía de equipos, autoridades y estructura. Lo único tangible eran los estudiantes, las aulas y un grupo de profesores de distintos países que compartían la misma ilusión.

Viví en carne propia lo que nos une como pueblos, porque nunca sentí que había dejado Venezuela. Me sorprendía cuando alguien me decía “bienvenido a mi lindo Ecuador”, ya que, desde el primer día, sentí aquel lugar como propio. Pero también experimenté la xenofobia y el rechazo. Los venezolanos nos habíamos convertido en una presencia incómoda, un recordatorio viviente del desastre causado por una cleptocracia empeñada en destruir lo que había costado años de esfuerzo. Un país que, aunque imperfecto, aún representaba un buen punto de partida para construir una nación más justa y solidaria.

Con el tiempo, Guayaquil se convirtió en mi hogar. Recuerdo haber pensado que Caracas siempre ocuparía un lugar especial en mi corazón. Luego comprendí algo más profundo: no era Caracas la que había quedado en mí, sino que yo había dejado un pedazo de mí en ella. Y la diferencia es enorme, porque en el segundo caso se trata de una herida abierta que, hasta hoy, no ha cicatrizado.

Lo que nunca había imaginado era que, al irme de Guayaquil, camino a Madrid donde estaba mi familia, también dejaría otro pedazo de mí. Ahora comprendo que cualquier lugar donde eches raíces termina formando parte de ti, y tú de él. Hoy puedo decir que he dejado una parte de mi alma en Caracas y otra en Guayaquil, dos ciudades que, a pesar de sus problemas, amo profundamente y extraño con toda el alma.

Porque al final, uno no solo deja ciudades atrás, sino pedazos de sí mismo esparcidos por el mundo. Caracas y Guayaquil no son solo lugares en mi memoria; son cicatrices y latidos, heridas abiertas y amores vivos. Y aunque la distancia me separe de ellas, sigo habitándolas, así como ellas siguen habitándome.


Cecilia Rodríguez Lehmann

El afecto de las aulas

Crecí en los pasillos de la Universidad Central de Venezuela, entre filósofos y gente de letras. Hija de profesores universitarios, la universidad fue siempre un espacio afectivo para mí. Frecuenté los jardines, la Tierra de nadie y el Aula Magna desde muy pequeña. Las nubes de Calder fueron siempre mis nubes. Recuerdo recorrer los pasillos de humanidades de la mano de mi padre y recuerdo también esperarlo en la escuela de filosofía en esas oficinas de enormes ventanales que daban a un pequeño y desordenado jardín.

Allí me formé y di clases por primera vez. Aterrada, desde mi timidez irrenunciable, aprendí a pararme en la tarima del aula 201 y a hablar de literatura en esos mismos pasillos donde había crecido. Luego quise irme a hacer mi doctorado afuera y regresé años después —en ese tiempo íbamos y volvíamos— a un espacio que no me era del todo ajeno pero que me era menos familiar, el de la Universidad Simón Bolívar. Menos revoltosa y convulsa, allí aprendí a hablarle de literatura a los ingenieros, los físicos, los biólogos. Aprendí a trabajar en espacios más silenciosos, entre jardines pensados como paisajes artísticos. Aprendí del afecto entre pares: los almuerzos entre colegas, los amigos que fui haciendo y que aun conservo, los grupos de trabajo. Allí me tocó ir despidiendo a los amigos que se iban yendo poco a poco ante la crisis de las universidades. Ya no éramos capaces de mantenernos económicamente ni de pensar en total libertad.

El día que escribí mi renuncia y acepté una plaza en la Universidad Austral de Chile sentí un duelo profundo que me llevaba hasta la infancia, sentí que renunciaba a una vida entera dentro de la Universidad pública venezolana; un espacio afectivo, familiar, libre e irreverente. En Chile encontré otras cosas, una universidad que respondía a otras lógicas, entreverada en los engranajes del neoliberalismo, aprendí de competencias, de lógicas de productividad, de rendimiento, de “necesidades de la empresa”. Ese fue el lado más duro, más difícil de llevar, aprendí también cosas más amables: a dialogar con estudiantes que tenían otras historias, a abrirme a esas historias y entenderlas. Aprendí de tonalidades afectivas más sutiles, tonos de voz más controlados. Aprendí a ser extranjera en muchos sentidos y aprendí que desde ese extrañamiento podía construir también otras formas afectivas y aprender a andar por otros pasillos con mi hija de la mano.


Celiner Ascanio Barrios

Curriculum vitae o la universidad como supervivencia

Para muchos, la nostalgia es un lugar de encuentro con lo perdido. De ahí que comience afirmando que esta también puede ser productiva. Me ubico desde el lugar de la pérdida para contar desde la experiencia de quien dejó su carrera académica en Venezuela cuando se tornaba más productiva, y en un momento en que la idea de universidad que conocí se desmoronaba a nivel global: las universidades públicas latinoamericanas estaban siendo ahogadas económicamente, y las privadas empezaban a asentarse en una base tecnocrática y corporativista, lejos de los principios de universalidad y diversidad de lo académico. Trabajar en universidades públicas venezolanas en momentos en que se agudizaba la crisis nacional me ayudó, paradójicamente, a sobrevivir luego dentro de un funcionamiento distinto: por primera vez como docente pude ganar un sueldo digno, tenía recursos tecnológicos y de infraestructura a la mano, pero ese espacio estaba desprovisto de la crítica y la inquietud por el conocimiento que me habían formado como estudiante, docente e investigadora en Venezuela. Decidí entonces crear dinámicas alternativas que permitieran a mis nuevos estudiantes involucrarse en proyectos en los que la crítica, el pensamiento y el lenguaje fueran protagonistas: talleres de escritura, productos creativos, anteproyectos de investigación, grupos de lectura y discusión fueron algunos de mis aportes, gracias a los estudiantes. La investigación, que había tenido su fase más generadora antes de mi partida de Venezuela en 2015, continuó gracias a una institución de donde obtuve una beca doctoral que me permitió emigrar a Ecuador con un programa internacional el cual, lamentablemente, desde 2022 excluye a los venezolanos. Hoy, en mi segunda migración, seguir como investigadora independiente me permitió obtener una estancia como invitada en la Universidad Complutense de Madrid, siendo ahora profesora a distancia y ad honorem —“para y por honor”— de mi segunda alma mater, la Universidad Simón Bolívar (la primera es la Universidad Central de Venezuela). Aunque la partida de mi país está marcada por un permanente y no menos agotador comienzo, debo decir que aun con los cambios globales que transformaron a las universidades, con los tropiezos que significó pasar de lo académico a lo corporativo, con lo mucho que sigo extrañando los diálogos entre colegas que tantos proyectos de investigación dieron como fruto, no puedo decir que haya dejado la universidad venezolana; hay una huella de ella en lo que soy y que trato de inscribir en donde llego.


Claudia Cavallin

Como descendiente de una familia inmigrante italiana, nacida en Venezuela, y madre de un par de valiosos estudiantes que se arraigan al país donde no nacieron, los Estados Unidos, he encontrado un equilibrio en ese imborrable andar entre tres nacionalidades, tres idiomas, tres identidades aferradas a la memoria ancestral. Por quinta vez, soy profesora en una universidad pública, aunque nunca he querido dejar atrás mis contactos con la Universidad de Los Andes, la Universidad Simón Bolívar, la Universidad de Salamanca, la Universidad de Oklahoma y ahora, con mi estación final: Oklahoma State University. En un viaje académico, mudándome de un espacio a otro, he encontrado el tejido de la enseñanza que nunca se pierde, pues la experiencia siempre anima a que las clases se conecten más allá de los idiomas. Aunque fui una de las profesoras más jóvenes en ganar un concurso de oposición hace décadas atrás, llevo siempre la ansiedad de ese “empezar de nuevo” para seguir apoyando la docencia. Conmigo ha viajado siempre el universo de los recuerdos, de los anhelos, muchas veces, de los sueños. Si me atrevo a mencionar alguna cosa material que me ha dolido dejar atrás, obviamente los libros. ¿Otros objetos repletos de páginas? Las tesis de mis estudiantes. ¿Algunos relatos sin palabras? Los cuadros con múltiples fotografías que ilustraron las paredes de los sitios donde nací, crecí, viví. ¿Algo más humano y sensible, que mis cinco sentidos añoren? El olor de las montañas de Los Andes. El aletear de las guacamayas y sus colores en El Ávila. El sabor del aguapanela, que aprendí a llamar papelón con limón en Caracas. ¿Qué ha sido lo más difícil? No haber podido despedirme de mi abuela, ni de mi padre, antes de sus muertes; ambos profesores universitarios, con quienes mantuve un contacto geográficamente distante, y sobre quienes he escrito algunos textos breves. Pienso que la escritura abre puentes, más ahora que podemos compartirla en un mundo sin límites ni fronteras, más virtual y activo. Partiendo de ello, cierro con la mención de un lado positivo: he aprendido “a volver”. Creé un curso de postgrado llamado “Periodismo y Literatura: La escritura dispersa entre las fronteras de América Latina”, a través del cual viajo a mis raíces. Mi área de investigación es migración. Relatos de Resistencia: Crónicas venezolanas, crisis política y estado de excepción en Venezuela (1992-2021) fue mi tesis doctoral.


Daniuska González González

Entre la felicidad y el dolor

Periodo de verano, julio de 2014. Una silla rota para tres horas de clases; la negativa de vender una botella de agua en Proveduría de estudiantes pues sólo se contaba con tres cajas para un mes; y un sujeto apuntando mi rostro con una pistola: él no había respetado mi vía mientras conducía y le reclamé. Tres eventos que parecen superficiales, apenas rozaduras en la vida cotidiana de una profesora de la Universidad Simón Bolívar (USB) en aquel año, pero que afianzaron una decisión que ya se había fraguado: la de migrar, o, para precisar, como cubana de nacimiento, la de volver a intentarlo. La situación económica y política aplastaban colectivamente y era una docente más dentro del mapa doloroso que mostraba el deterioro creciente de la educación superior venezolana. Un dato no menor: apenas faltaba un año para presentar mi trabajo de ascenso a la máxima categoría de Profesora Titular.

André Gide escribió que “la gente no puede descubrir nuevas tierras hasta que tenga el valor de perder de vista la orilla”. Así, llegué a Chile, específicamente a Valparaíso, por una invitación de la Universidad de Playa Ancha, institución pública, para crear el Doctorado en Literatura Hispanoamericana Contemporánea, al que pertenezco desde sus inicios y coordiné durante cuatro años. El desafío parecía irremontable —con momentos de desaliento, confieso que muchos—, con otros tiempos de trabajo y los estudiantes con experiencias de vida diferentes a las de los alumnos de la USB: como docente me correspondió mirar de frente la pobreza, las escasas oportunidades de surgir en una sociedad donde, como el escritor Diego Zúñiga notó en una conferencia, algunos tienen el juego ganado sin salir a la cancha. En todo caso agradezco, entre muchas otras razones que extenderían demasiado este texto, el aprendizaje de la contención y el rediseño de mi camino académico.

Después de 11 años continúo revisando mi correo institucional de la USB como una profesora más de esta institución. Extraño el campus —que mi memoria protege con sobrecogimiento—, la palabra sin el peso de la sospecha (con excepciones, obviamente), y la libertad académica sin premura. No hay que temer al cliché cuando resume el único estado fiel del afecto: esta universidad siempre fue refugio, lugar donde aprendí permanentemente y enseñé, esto último quiero creer que bien por el número de estudiantes que todavía recuerda mis clases.

Si esto es posible, viéndolo con objetividad, no se trata tanto de “Cuánto gané, cuánto perdí” sino, como en la canción de Pablito Milanés, “¿Qué es lo que me ha hecho feliz?/ ¿Qué cosa me ha de doler?”, y ambas interrogantes se comparten en este presente donde, más allá de una posible metáfora y un cierre conveniente, no se borra (y feliz de que así sea) mi condición de migrante.


David De los Reyes

¿Qué dejé y qué encontré a mi salida de Venezuela?

Dejé un país devastado por un régimen militar autoritario. Una universidad prácticamente sometida a los intereses del dictamen burocrático de un estado fallido, un país sin servicios públicos más o menos funcionando, sino en completo abandono y falta de mantenimiento. Una universidad que perdió la verdadera legitimidad de tener autonomía académica y que enfrentaba la imposibilidad de obtener salarios y condiciones dignas para docentes y empleados administrativos y laborales. (Y cuando hablo de seguridad, me refiero tanto a la salud como a la vida personal: de haber dado clases hasta las 10:30 p.m. a reducir los horarios a matutinos y vespertinos por la inseguridad en los recintos). Un país sin libertad de movimiento y expresión ciudadana, reducido a una biopolítica sistemática conferida a la búsqueda de lo mínimamente necesario para vivir. Todo ello, teniendo que aceptar vivir con un salario de pobreza absoluta que aún impera, involucionando a peor gracias a las sistemáticas devaluaciones de la moneda.

Pasé de sentir que trabajaba para una institución académica de altos niveles en investigación, docencia, actividades culturales y sociales dentro del continente, a dejar de serla casi por completo. Si sigue existiendo esa universidad es, sobre todo, por la mística y devoción estudiantil, docente y administrativa de quienes hoy todavía la habitan y obstinadamente se atienen a ella por un deber moral.

¿Se puede decir algo de las relaciones intersubjetivas que hoy se imponen entre los límites de la UCV? Sí, el miedo, la represión, la mediocridad, el colapso institucional, la criminalidad, el asalto, el atropello contra el saber crítico, lúcido y creativo. Y, a pesar de todo eso, aún encontramos en ellas el germen de la resistencia, de la resiliencia, de cierta esperanza a través de las venas de la juventud que acude con la esperanza de forjarse una profesión, un saber, un hacer para sus vidas y para un país que los abandonó a su suerte.

En relación con lo que encontré en el país que me acogió puedo afirmar que la Universidad de las Artes (UArtes-Guayaquil/Ecuador) es una de las instituciones universitarias actuales dedicadas a las artes, con un alto nivel tanto de su personal académico como administrativo, donde se imparte formación en todas las disciplinas artísticas por las que quieren transitar las nuevas generaciones, con un conjunto de docentes nacionales y extranjeros de alta formación. Ella nos ofrece un ambiente de solidaridad, reconocimiento, creatividad y emprendimiento, con la libertad que se espera de cualquier espacio académico de alto nivel, dentro de una sociedad que mira hacia el futuro sin perder su memoria y aspirando a seguir trascendiendo con su espíritu en un presente lleno de incertidumbres. Y, por si fuera poco, he podido seguir con mis proyectos tanto personales como artísticos e investigativos, en mi campo del conocimiento teórico y práctico de la filosofía y la música, entre otros. Simplemente eso… que es muchísimo en estos tiempos no sólo de cólera sino de dictaduras…


Eugenia Arria

La fiesta del aula

En Venezuela tuve la oportunidad de asistir a los salones universitarios desde un lugar marginal que hoy considero un privilegio: la espectadora inesperada, la niña que se cuela en espacios ajenos para saciar su curiosidad por descubrir y absorber conocimientos que solo son aplicados en el azar del mañana. Desde ese lugar, entre sombras y buracos, observaba a Elba recitar cosas sobre la literariedad, lo latinoamericano, el narrador, la identidad y otros conceptos que para ese entonces yo apenas intuía con asombro y extrañeza. En cada pausa, la profesora alzaba los brazos entrecerrando los ojos, pensativa, para luego abrirlos muy grandes, redondos, abruptos, como escuchando al aire. Las palabras de mi madre no sonaban igual en el aula de clases, los tonos y los acentos eran otros, sus gestos y movimientos también eran otros, dramáticos, teatrales. El interlocutor no era uno sino muchos, guiados y espontáneos, interpelados y auxiliados, dialogantes y meditativos, exhalantes y carcajeantes, cada cual cumpliendo un rol en ese gran regalo que es la enseñanza. ¡Aprender es una fiesta!, llegué a pensar en mi escondrijo. Poco sabía que en mi adultez iba a ser yo quien tuviera que dar clases (¿o fiestas?) de literatura y cultura latinoamericanas, no en mi país, sino en un territorio tan diferente como distante: Suecia. Me preocupaba la timidez y el desinterés participativo del alumnado escandinavo, que había vivido en carne propia como estudiante en Noruega y había escuchado por mis colegas suecos en Lund. Sin embargo, gracias al recuerdo de esas clases en Maracay —mi verdadero primer encuentro con el arte pedagógica— y a mi experiencia universitaria en Madrid, sabía que la frialdad se enfrentaba con calidez, la apatía con entusiasmo y el desinterés con festividad. El primer día de clases, casi por inercia, metí cuanto Toronto pude en los bolsillos de mi ropa invernal. Tal vez sería una docena de chocolates venezolanos guardados y protegidos hasta llegar el momento certero. Cuando conseguí la primera intervención casi muda de un alumno, saqué de mi bolsillo un Toronto y lo lancé como una pelotera digna de los Tigres Aragua. La mano pálida del alumno la atajó por reflejo y, acto seguido, se escucharon risas. Así seguimos: intervención, lanzamiento, fildeo, ¡out!, más risas. En un solo día me convertí en la profesora lanzatorontos en los pasillos de la universidad, la venezolana que llegó a montar una fiesta del saber, a conseguir intervenciones seguras, curiosas y potentes, a despertar el interés por autores latinoamericanos en esos estudiantes supuestamente callados y adormecidos. Esta estrategia que me permitió romper el hielo nórdico, insólita en su contexto, no fue de ninguna manera por falta de seriedad, sino por un afán quizás romántico de formar alumnos libres y apasionados por la literatura desde un espacio festivo y abierto, alejado de los amargados fetichistas del conocimiento, al que siempre den ganas de volver.

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