Por SAMUEL ROTTER BECHAR
Si esto es un hombre (Se questo è un uomo), publicado en 1947, relata el testimonio desgarrador de Primo Levi, un judío italiano que, a sus 24 años fue capturado por los nazis y enviado a Auschwitz, el campo de exterminio más grande del mundo; cima y culminación del fascismo de Europa y su manifestación más monstruosa. Es un libro que debe ser leído por todo ser humano. Luego de conocerse lo que ha sido capaz de hacer el hombre en Auschwitz, la humanidad ya no puede concebirse de la misma manera. Somos seres capaces de aberraciones y crueldades inimaginables si las circunstancias adecuadas se presentan, por lo que deberíamos tomarnos más en serio las señales de advertencia presentes en los testimonios de las víctimas de la polarización política, racial y cultural. Levi nos pide que lo hagamos. En el capítulo Ka-Be escribe: “Si desde el interior del campo algún mensaje hubiese podido dirigirse a los hombres libres habría sido este: no hagáis nunca lo que nos están haciendo aquí”.
La existencia de su testimonio es prácticamente un milagro. De las 45 personas que fueron transportadas en su vagón a Auschwitz, 4 volvieron a ver su hogar; fue uno de los vagones “afortunados”. De las casi 650 personas que llegaron con él a Auschwitz, 500 (incluyendo mujeres, niños, hombres enfermos y abuelos) fueron asesinados en menos de dos días. El resto, 97 hombres y 29 mujeres, fueron enviados a Monowitz, un campo de trabajo forzado infernal.
Se trata de un relato contado en primera persona que cuestiona la condición humana de un hombre despojado de todo. En primera instancia, se pudiese pensar que el título hace alusión a los nazis y sus colaboradores, perpetradores de uno de los capítulos más monstruosos y crueles en nuestra historia como especie. ¿Cómo se puede considerar hombre a un ser que mata a sangre fría, que ha sido despojado de compasión y es protagonista e indiferente a la muerte de miles, incluyendo niños? Pero el título no está dirigido a ellos sino a los prisioneros; tal vez porque pocas cosas resultan ser más humanas que lo “inhumano”.
Su testimonio abre con un poema en el que escribe:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Tanto intentaron despojar a los judíos y otros prisioneros de su humanidad, que hasta les quitaron sus nombres. “Me llamo 174517”, escribe Levi mientras relata cómo lo tatuaban, desnudo y helado, en una larga fila de hombres atormentados, inseguros de si volverían a ver a sus familias que hace tan solo unas horas sujetaban entre sus brazos en el agonizante tren. “No estáis ya en vuestra casa. Esto no es un sanatorio. De aquí solo se sale por la chimenea”. Le dijo el primer prisionero con el que se encontró en el campo. En ese momento, Levi no entendió el comentario. Incluso, más adelante pensó haberlo comprendido, pero no fue tampoco el caso. A pesar de haber estado ahí por más de un año, nunca estuvo en las cámaras de gas, ya que el campo de exterminio Birkenau estaba a varios kilómetros de Monowitz, el campo en el que él trabajaba y donde, una vez asesinados los prisioneros por una falta, enfermedad o malnutrición, los cuerpos eran cremados o enterrados en fosas comunes desbordadas. Solo llegó a enterarse de la totalidad de las atrocidades que ocurrieron cuando terminó la guerra y salió a la luz pública todo lo sucedido. Estaba en un infierno de 10.000 personas, y a una escasa veintena de kilómetros, se conducía la matanza más desquiciada de la modernidad; una matanza tan delirante e inconcebible que naturalmente los mismos nazis no tenían el estómago para ejecutarla y obligaban a sus prisioneros a ser sus propios verdugos. Levi lo dice en un anexo de su libro escrito en 1976: “El odio es personal, es decir, a una persona, un rostro: pero nuestros perseguidores de entonces no tenían rostro ni nombre. El sistema nazi, prudentemente, hacía que el contacto directo entre esclavos y señores se redujese al mínimo”. Se estima que en Auschwitz murieron más de un millón de personas, 90% de ellos judíos de todas partes de Europa.
Si esto es un hombre no está escrito para formular nuevos cargos. Es un estudio sereno del alma humana, creado, según Levi, “como un reporte de laboratorio de química”. Es frío, modesto y sobrio. Escrito sin la necesidad de metáforas rebuscadas ni exageraciones. En él, se exploran todos los aspectos del campo de manera meticulosa: la barracas, el trabajo, la enfermería, el mercado negro, los Kapos, los dolores, las noches de cantos en yiddish, las ejecuciones públicas, la jerarquía, el infierno babélico por la mezcla de idiomas… todo fue contado, hasta el último detalle que le permitió la memoria, por un hombre negado a olvidar, y que si fuese por él, sacaría a la luz cada terrorífico detalle con tal de horrorizar a su especie por lo que es capaz; y así evitar que algo remotamente semejante vuelva a ocurrir en esta tierra. Narra su experiencia, de manera clara y elocuente, sometiéndose casi de manera cronológica a la serie de circunstancias por las cuales pasó. Al presentarlo de este modo, Levi logra que el texto se vuelva la historia de cualquier persona. Te identificas con él, admirando su fuerza y reconociendo todas las maneras en las que nos parecemos. Te coge de la mano y te enseña su infierno. Te presenta la mentalidad del sobreviviente: una existencia en que el futuro remoto es irrelevante y ha perdido cualquier tipo de sentido, forzado a vivir absolutamente absorto en el presente, en la sed, el hambre crónica, el frío polaco, las infecciones en los pies, los piojos en la cabeza, en conseguir una cuchara, en cambiar un pan por un botón. “Los hombres raramente son razonables cuando está en juego su propio destino”. El testimonio de Levi te hace ver que los mitos de la condición y voluntad humana son precisamente eso: mitos. No es tu “sed de vida” la que te mantiene en pie, es tu “sed de agua”. Ese impulso primitivo, instintivo, que trasciende nuestro control, es el que empuja a las víctimas a lo largo de ese infierno.
Levi relata los hechos como fueron y está en nuestras manos sacar las grandes conclusiones de lo que sucedió en Auschwitz. Esto no quiere decir que no comenta con rabia y shock acerca de las barbaridades de las cuales fue testigo: asistió a un total de 13 ahorcamientos públicos durante su estadía en el campo y vio a incontables hombres morir fusilados, de inanición y enfermedades devastadoras. No es un libro plagado de recuerdos y vivencias del pasado autobiográficas. Al terminarlo, no vas a conocer a profundidad la familia de Levi, ni su infancia, ni sus viejos amores. No es un libro enfocado en él, sino en el campo y la condición humana misma. Su involucramiento se limita meramente a aludir a sus sueños de libertad; sueños tan universales y tiernos, que bien pudiesen ser de cualquier persona: besar la tierra, el sol brillando en la distancia, ser encontrado, ser escuchado, un plato de comida caliente, un zapato en buen estado, un gorro, una cuchara. “Sabemos que es difícil que alguien pueda entenderlo, y está bien que sea así. Pero piensa en el valor de nuestras experiencias cotidianas: un pañuelo, una carta, la foto de un ser querido. Son parte de nosotros, casi como miembros de nuestro cuerpo…”. Estos elementos básicos de la existencia libre adquieren un nuevo significado para los que estuvieron en los campos. Nunca más, incluso tras haber sobrevivido, volverían a dejar un plato con comida, o se irían a dormir absolutamente seguros que mañana no sería su final.
¿Cómo es posible que un sitio como Auschwitz haya existido? Un mundo sin justicia, sin propósito, sin final real, aunque sobrevivas y del cual solo escapas a la muerte por suerte. En el caso de Levi, tuvo la “suerte” de conseguirse con su mejor amigo en la barraca, de conseguir raciones extras de un civil italiano, de la presión del ejército ruso en el frente del este, de tener fiebre escarlatina y estar incapacitado para hacer las marchas de la muerte en las que perecieron todas las personas que fueron más cercanas a él a lo largo del año y medio que estuvo en ese infierno… tener “la suerte” que en el caos de la evacuación los alemanes hayan elegido “dejarlo morir” en la enfermería en vez de dispararle un tiro en la cabeza. Levi sobrevivió porque tuvo “suerte”, pero nunca realmente resolvió el tormento de su juventud. Hay heridas que nunca terminan de cerrar. Como dijo Elie Wiesel, gran autor y amigo suyo, luego de la muerte de Levi en 1987: “Primo Levi murió en Auschwitz cuarenta años después”.
Aun así, por más absurdo que suene, es un libro que te da esperanza. Entre toda esa miseria siempre están presentes pequeños actos de resistencia: dejar de trabajar un momento para sentir el sol en el rostro; darle parte de tu ración a tu mejor amigo. Los nazis intentaron quitarle todo, su dignidad incluida, pero su humanidad permaneció dentro de él a lo largo de todo el camino a pesar de la malnutrición, el trabajo forzado y el frío. Debía vivir para contarlo; y, para hacerlo, debía aferrarse a la última gota del hombre que él sabía que era: “… que precisamente el lager es una gran máquina para convertirnos en animales, por lo tanto nosotros no debemos convertirnos en animales; que así en un sitio como este se puede sobrevivir, y por ello se debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio, para vivir. Que somos esclavos, sin ningún derecho, pero preservamos una facultad y debemos defenderla con nuestro vigor porque es nuestra última facultad: la facultad de negar nuestro consentimiento”.
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