Por DANIEL R. ESPARZA
En el segundo apartado de su Ensayo sobre la destrucción, Pérez-Oramas ofrece una breve fenomenología del juramento. El juramento, explica, “no pone nada en obra pero mantiene lo que otro ha puesto en obra”. Esto es: la acción de jurar supone al menos dos cosas.
La primera (acaso la más obvia) es una falible pero resuelta voluntad de continuidad. Se trata, fundamentalmente, de una operación de mantenimiento, por demás humilde. De nuevo, jurar no inicia nada: solo se compromete a mantener aquello que ya está allí, para acaso llevarlo a término. Es decir, que el juramento exige tener en mano alguna cosa para sustraerla de la acción disgregadora del tiempo tanto como nuestras fuerzas lo permitan. Por una parte, jurar salvaguarda. Al jurar, me comprometo a guardar algo entre mis manos, a mantenerlo. Por la otra, jurar demanda un mínimo nivel de autonomía. Quien jura debe ser capaz además de tenerse a sí mismo. Ha de poder no solo mantenerse en el tiempo sino de contenerse en la acción: debe obrar de acuerdo con aquello que ha jurado. Así, mientras más breve el juramento, mejor: un contenido (y continente) “sí, juro” (siempre en primera persona) no es sólo suficiente, sino necesario. Es la expresión visible de la propia capacidad de contención y, por lo tanto, de la confianza que el juramento mismo merece (o deja de merecer).
La segunda es quizá menos evidente. Para que esta compleja transformación de nuestra experiencia del tiempo sea viable, para que este acto literal de duración tenga sentido, para que este empeño de hacer durar a pesar de la propia caducidad tenga el poder de establecer una continuidad entre el ser presente y un (posible) ser futuro, aquello que se jura mantener debe estar necesariamente o vivo o muerto. Si vivo, para mantenerlo vivo. Si muero, es para mantener su memoria.
Pérez-Oramas tiene razón al decir que el desmontaje de la Venezuela moderna comenzó en diciembre de 1998. Fue el mes en el que Hugo Chávez juró “matar la ley que lo legitimaba, la Constitución que calificó de moribunda”. ¿Qué significa jurar sobre algo que se juzga, que no está ya lo suficientemente vivo pero tampoco definitivamente muerto? ¿Qué es lo que el juramento mantiene en ese caso, si no es ni vida ni memoria? ¿Qué sucede cuando se jura sobre algo que se ha confinado a un espacio liminal, literalmente crítico?
Es cierto que el griego krino (del que deriva crisis) designa la capacidad de distinguir una cosa de la otra. Una mente crítica es simplemente aquella que ha llegado a ser capaz de separar la paja del trigo. Pero el griego original significa no solo una acción (la acción de cribar, de cernir y discernir) sino además un evento. En este otro sentido, la palabra señala también el punto álgido de una enfermedad. Una crisis es el suspenso que antecede (o no) a un cambio (más o menos inesperado) que puede terminar de traer al paciente de vuelta a la vida o entregarlo definitivamente a la muerte. Un juramento incontinente (“logorreico”, dice Pérez-Oramas), incapaz de ceñirse a la fórmula litúrgica del “sí, juro,” que no puede evitar calificar compulsivamente de “moribundo” al objeto sobre el que se jura, no es sino la promesa de sostener en el tiempo ese mismo estado de indefinición. Se jura así el mantenimiento de una crisis, el sostenimiento —indefinido e inmisericorde— de una agonía.
Quizá por eso termina Pérez-Oramas su Ensayo con la invocación de una política de la misericordia. Se trata de un modo de pensar y hacer lo político que quisiera imaginar como el grado superior de las políticas de la amistad de las que Derrida ya hablaba en 1994. No pretendo resumir aquí el que quizá sea el más importante de los textos del llamado “giro político” de Derrida. Tampoco presumo haberlo entendido. Mucho menos quiero poner en boca de Pérez-Oramas cosas que él no ha dicho. Pero sí me atrevo a decir que la orientación general de ambos proyectos es la de invertir una tendencia que reduce la reflexión política a la pregunta por el enemigo. Más aún, una política de la misericordia supondría el fin del mantenimiento —indefinido e inmisericorde— de este estado intermedio, de esta enemistad sostenida tanto con la vida como con la muerte, de esa liminalidad forzosa de la muerte en vida en la que los totalitarismos (duros o blandos, poco importa) se sustentan. En ese sentido, una política de la misericordia está en las antípodas de las formas del poder que insisten en entender al ser humano como una biomasa a la que se le alimenta (malamente) para que produzca (tanto como pueda) y consuma (lo mínimo posible). Esto no quiere decir que la política de la misericordia no alimente, produzca, o consuma. Por el contrario, una política de la misericordia no puede sino incluir las clásicas obras de misericordia corporales —dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al necesitado, enterrar a los muertos, visitar a los enfermos, y socorrer a los cautivos—. Pero entiende además que la misericordia tiene también un horizonte “espiritual,” no reducible a lo meramente biopolítico.
El siglo XX fue el siglo en el que la guerra cuerpo a cuerpo devino una acción impersonal, masiva y masificante. Al enemigo singular, al que otrora se le daba muerte viéndolo a los ojos, se le mata ahora por centenas, por miles, por millones —en campos de concentración, en gulags, se le rocía con napalm, se le bombardea desde 2.000 pies de altura. Fue además el siglo de la disminución absoluta del ámbito de lo político a lo bélico. Entendida la guerra como la continuación de la política a través de otros medios (à la Clausewitz) lo político no pudo sino derivar en un constante enfrentamiento—, una agonía mantenida inmisericordemente, una crisis infinita, un ejercicio moribundo; y el ciudadano devino soldado, un muerto en vida, una vida sacrificable. El subproducto antropológico-político de esta “unión” cívico-militar, la consecuencia visible de esta reducción de lo político a lo agónico-bélico en Venezuela, es el miliciano chavista como ideal ciudadano, a quien a duras penas se le alimenta (vía CLAP) para que entregue lo único que tiene, bien su voto, o bien su vida: los mecanismos que tiene disponibles para mantener el estado actual de cosas.
Así, se entiende que la primera obra“espiritual” de la política de la misericordia (Pérez-Oramas habla de “la imagen espiritual de la nación”) sea el registro del “catálogo de nuestros dolores colectivos”, una colección de nuestras miserias, un inventario que, por dolorido, ponga límites al poder —a cualquier poder, presente o por venir— desde el ahogo concreto de “la singularidad ordinaria y sufriente.” Esto es, un catálogo que mantenga (bien a la mano) vivos a los vivos y presentes a los muertos, bien para honrarlos o para condenarles.
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