Por RAFAEL MUÑOZ ZAYAS
Mallarmé relata la única vez que vio a Rimbaud en una carta dirigida a H. Rhodes, fechada en abril de 1896. No lo describe con sus palabras, sino con las de Verlaine, que había trazado un retrato de Rimbaud en Los poetas malditos con la precisión que otorga una mirada capaz de desmembrar esta cáscara llamada cuerpo que habitamos, con la misma exactitud de transmitir lo que le ocupa. Si hubiera sido en 1886 ese encuentro, ese hito hubiera servido para comenzar este texto sobre la poesía y la figura de Ernesto Pérez Zúñiga diciendo que exactamente un siglo después de ese instante, lo contemplé por primera vez portando la equipación de portero en un partido de fútbol sala.
Fue en Granada, en el patio de un colegio que después ambos recrearíamos en nuestra obra y que daría germen a toda una vida de amistades, encuentros y desencuentros, con todo lo que ello conlleva. Amores compartidos, desazones a solas, mucho alcohol y escarceos con ciertas drogas que finalmente prendieron en nuestras vidas en forma de literatura. Literatura con mayúsculas, el terrible influjo de los poetas malditos, el magisterio de Valle-Inclán, la pasión por los místicos flamencos y castellanos, el recorrido ininterrumpido por la riqueza de los escritores hispanoamericanos que, encarnada en buenas amistades, convive con nosotros en la actualidad.
Pero volvemos al primer momento en el que tomamos contacto. Allí estaba él, con sus grandes manoplas de color amarillo y blanco. No destacaba, en aquel conjunto de muchachos que jugaban al balón, por su altura. El pelo entonces era ralo y abundante. Afloraba ya en sus mejillas la sombra de una barba que hoy es espesa. Eran sus facciones agradables y la misma mirada profunda y azul que mantiene hoy día. Aquellas manos enguantadas me llamaron la atención, como a Mallarmé las manos grandes y rojas de Rimbaud. Un primer recuerdo, fortuito, accidental, sucedido hace treinta y seis años, que fue el primero de una larga serie de coincidencias, conversaciones, vivencias y lecturas compartidas de nuestras escrituras, llenas de referencias a autores, a recomendaciones de obras, aderezadas de confidencias vitales, sinsabores y alegrías, en la que la sombra de aquellos poetas de finales del siglo XIX nos cobijó en nuestros inicios. Cuánto mal nos hicieron, hemos dicho muchas veces, pero cuánto bien a su vez.
Anhelábamos ser absolutamente modernos, pero en vez de fijarnos en The Cure, Duran Duran, Alphaville o The Smiths, por nombrar a algunos grupos que sonaban con fuerza en aquellos años en Europa, preferíamos compartir las ediciones de aquellos poetas malditos, del gran poeta norteamericano Walt Withman y preferíamos escuchar jazz. Tardes enteras de Cole Porter, Chet Baker y Dizzy Gillespie en el Cannonball, un bar de aquella Granada de nuestra adolescencia que tanto marcó nuestro gusto musical en nuestra primera madurez. No fuimos, en contra de nuestro amigo Rimbaud, absolutamente modernos.
Y esa falta de modernidad se excavó en la lectura de los clásicos, en la pervivencia de un cierto regusto por el canon en la forma en que Ernesto Pérez Zúñiga ha ido construyendo un mundo poético tan personal y original que el lector avezado puede reconocer si, por azar, encuentra unos versos escritos en la pared. Hubo un tiempo, vandálico y arcano, en el que nuestro poeta, como esos goliardos del medievo o esos neohumanistas de la década de los sesenta del pasado siglo, se enfrentaba a la vida vestido como un monje medieval. A su cuello, una ocarina. Alucinados los ojos por la absenta, armado con rotuladores y aerosoles, regó con sus versos nocturnos los muros de la vieja ciudad de Elvira, la misma que encontró en Escarcha su émulo Monte. Puede que entonces él fuera el Dante, que todavía le acompaña, y que yo fuera el Virgilio que hizo de Cicerone en aquella ciudad nocturna, donde versos perdidos, de 1987, y casi inéditos de Ernesto, vieron la luz:
«Felicidad.
La montaña está quebrada.
Yo también me extingo»
Sería muy fácil seguir la senda académica y regresar a los libros que publicó Ernesto Pérez Zúñiga vinculados a Granada, la Granada donde vivió su infancia y su adolescencia, la Granada donde se formó para la vida, antes de iniciar el periplo vital y geográfico que lo devolvió a Madrid, su lugar de nacimiento. Esa ciudad, donde conoce el amor y su herida, donde vive el dolor, la amargura, el desconcierto de la adolescencia, es donde rompe el poeta que es hoy. «Un poeta que escribe novelas», como le gusta afirmar cada vez que tiene ocasión. Como Valle-Inclán, que lo mira hecho piedra desde su despacho, tomó desde el principio, sin vacilar, una senda propia, llena de riesgos, porque no hay camino más difícil que el que se inicia conociendo la vía con la que otros han alcanzado la cima. Cima que no tiene que ver con el éxito ni con el reconocimiento, sino con el logro personal.
Es durante esos años, los que van desde la infancia en el piso familiar de Granada a su entrada en la Universidad, en el que las referencias vitales, culturales y literarias forjan la personalidad de un Pérez Zúñiga en el que el afán por la buena literatura y el jazz, el flamenco hondo y valores como los de la amistad, la lealtad, el compromiso y la autoexigencia crean una primera mixtura identitaria que va a acompañar a Ernesto hasta el día de hoy.
No podemos dejar de lado una verdad elemental vinculada a la obra poética de Ernesto Pérez Zuñiga: cada uno de los textos que vemos impresos tienen una ligazón real con la vida de la que brotan. Tanto es así, que los textos son el resultado de ese ejercicio de fijar los «yoes» que somos a lo largo del tiempo, mutables, frágiles, cambiantes, contradictorios incluso, y que, a su vez, estos textos son el fruto de una reflexión, no en el sentido estricto del término, pues en el caso de su poesía están más cercanos a la destilación de un humor, a la captación de un estado espiritual o a la reverberación de una luz.
«Escribes sobre lo que te ha ido preocupando, percibiendo o interesando durante mucho tiempo» (1), señala el autor en un diálogo conducido por Caridad Plaza.
Por eso vamos a acercarnos brevemente al primero de sus libros editados, en el que se arraigan, por un lado, parte de las obsesiones que palpitan en toda la obra del autor y por otro, los estudios formales de construcción de un poema, el empleo del ritmo, el ensayo y conocimiento del metro, así como los desarrollos formales de tropos, imágenes y símbolos en su poesía que irán evolucionando desde El vigilante hasta la actualidad. Obra publicada cuando el poeta apenas ha rebasado los veinte años, y que nos sirve hoy para comprender cómo su voz se va conformando hasta alcanzar una primera madurez poética, no exenta de quiebros y requiebros formales, pero siempre exigente y cuidada.
En la vía académica, hablar de la obra publicada por Ernesto vinculada con los años en lo que vivió y se formó en Granada, podríamos hablar de los tres primeros libros de Pérez Zuñiga: El vigilante (1991, Granada, El reloj y el viento), Los cuartos menguantes (Ayuntamiento de Granada, Granada, 1997) y Ella cena de día (Dauro, Granada, 2000), aunque este último, tiene vinculación con otros territorios y experiencias, aunque fuera editado, quizás no idealmente, en Granada. Pero en su conjunto, son libros que responden a la formación de Pérez Zúñiga, a las intempestivas noches de verano, conjuradas bajo las estrellas, en las que se formó el carácter sabio y bueno de un poeta, que no muda su espíritu con el paso de los años.
Los conocedores de su obra en verso son sabedores de que el mundo mítico de la infancia es desde donde se proyecta El vigilante, título con resonancias míticas y de elevación profética, dos elementos (lo mítico y lo profético), que junto con lo mágico y lo misterioso, crean la arquitectura de emociones que levantan este pequeño poemario. Hay que destacar el placer que al bibliófilo despierta el tacto especialmente satinado de la cubierta, la calidad del papel, la encuadernación manual y el detalle del grabado de portada y los dibujos interiores de Francisco Serrano, nos introduce en un mundo engañosamente infantil.
Es la primera vez que La isla del tesoro de Stevenson aparecerá en el universo poético de Pérez Zúñiga, como en su obra en prosa lo harán los cuentos de Sherezade de forma recurrente o implícita. Esta vinculación con otros autores, con otros textos, a modo de literatura de aluvión, se teje conscientemente, pues la obra poética de Pérez Zuñiga que aquí despierta se va a erigir a partir de los valores simbólicos que aportan su conocimiento de la tradición literaria, construida a través de un canon personalísimo que se irá mostrando a lo largo de los años en sus diferentes obras poéticas publicadas. La isla del tesoro emergerá por primera vez en esta obra, pero volverá a ella en Calles para un pez luna o Siete caminos para Beatriz. Y no sólo se sirve de la tradición literaria para construir un mundo poético propio: la materia cultural que respira, que le envuelve y que como un buscador de oro persigue en el río de la vida, una vez que es encontrada, revierte desde su interior en veladas alusiones, reconstrucciones, reelaboraciones mínimas que se integran como propias en el fresco que levanta cada poema suyo.
Son poemas donde la emoción se destila a través de pequeñas construcciones gramaticales, donde prima la estética y en las que, aparentemente, bastaba con ese formato para lograr el resultado que buscaba Pérez Zuñiga en su poesía inicial. La finalidad de construir «literatura» mediatizaba la forma en que el poema, pese a su naturaleza anterior al lenguaje en el que se plasma y se materializada: poemas, en palabras del propio autor, «falsos y, por tanto, muertos…». En nuestro mundo pequeño de escritores, se tiene la certeza de que opinar sobre nuestra propia obra es una labor contaminada, a veces por exceso de aprecio y otras, porque somos demasiado exigentes con nuestro propio trabajo. Es muy posible que la opinión de Pérez Zúniga sobre sus primeros poemas sea exagerada en exceso. En ellos se encuentra el germen que ha hecho posible su altura actual: ese resplandor brillante que nos ilumina en lo oscuro.
Un poema de Ernesto Pérez Zúñiga
Dante hace turismo
A mis pies los tejados de Dite. Las ventanas
con diablos melancólicos. No saben
qué son y fuman
hacia el viento helado.
Hay brujas que cabalgan en banderas
y ondean símbolos vacíos.
Las torres de los templos
trepan por una ciénaga de círculos
cantando pensamientos y razones,
deseos sistemáticos, conceptos
de cada mundo y fe en el pasado.
Quisiera no ser yo y ser nadie y de luz.
Mi identidad es cine en el vacío.
¿No la escuchas?
«Quiero vivir otro año», reclama un replicante.
Los silencios chirrían en la lluvia.
Gigantes superhéroes tropiezan con sus máscaras.
Notas
1 Diálogo de la lengua. Entrevista de Caridad Plaza a Ernesto Pérez Zúñiga y Juan Carlos Méndez Guédez en Quórum: revista de pensamiento iberoamericano, ISSN 1575-4227, Nº 18, 2007, págs. 89-101.