Por GERARDO VIVAS PINEDA
Nací durante la era cenozoica. A juzgar por mi naturaleza intemporal mi longevidad no se verifica por años, ni por siglos o milenios. Conmemoro eras o edades. Escasamente había cumplido 66 millones de años cuando mi aburrimiento perenne se extinguió para siempre. El año memorable de 1499 arribaron a mis dominios peninsulares unos sujetos a quienes las crónicas llamaron españoles, muy distintos a los bronceados wayúu de mis alrededores. El capitán de la expedición, un tal Alonso de Ojeda, venía como futuro gobernador de unos reyes llamados católicos, uno de cuyos virreyes subsiguientes impartiría órdenes irrefutables: “ir cada uno en su navío, y los pilotos, tomando las alturas, así por el sol como por la estrella, en todas las demás partes que pudiéredes y os pareciere, comunicándolas y concordándolas entre todos cuando os juntáredes, como cosa de tanta importancia a que vais”. La “cosa de tanta importancia” era descubrir, conquistar y poseer territorios y riquezas, precisando la posición de los lugares con ayuda de astrolabios, lunas y demás luceros de la bóveda celeste. Acompañaban a dicho adelantado dos individuos inquietos y estudiosos al comando de naos y carabelas aparejadas con velas cuadras. Eran Américo Vespucio, cosmógrafo y navegante, y Juan de la Cosa, piloto y cartógrafo explorador que dibujó mi nombre sin ortografía en un planisferio de colores. Venían a expandir con ambiciones y arcabuces la España reconquistadora. También denominaron a capricho cuanta bahía encontraron atractiva. Por nuestra parte éramos un quinteto indestructible: el lago, el golfo, la península, el archipiélago y yo el cabo. El mar era nuestra sangre común, indivisible en su alma acuosa e inseparable del terreno colateral. Giros de la historia o del azar y la incomprensión de mi atributo marino por parte de los impávidos humanos incapaces de defenderme me obligan a robarles léxico y hablar. Prohombres distinguidos —Santos Michelena y Fermín Toro los primeros descuidados— olvidaron mis genes patrios y subastaron a mi madre Guajira, sin recordar mi vocación marítima y venezolana. Por eso hablo incontinenti, confieso mi decepción y pronuncio mi esperanza.
Nombrado y desposado
En llegando los visitantes, a poco más de siete leguas de Chichibacoa mis primos Los Monjes esbozaron el borde de la autopista marina para transitar sin titubeos hacia el ocaso y asegurar el dominio cabal de las inmediaciones. Los recién asomados nombraron Veneçuela a esta tierra rica, concebida para reír y llorar sin detenimiento ni reflexión. Llamaron Guajira a la península que me parió durante convulsiones telúricas en tiempos de magmas extravagantes. Conmigo fueron más ocurrentes: miraron el medroso cerrito amogotado sobre mi espalda, les recordó el velamen de sus barcos y un año después el apellidado de la Cosa registró mi nuevo nombre en un mapamundi quebradizo: Cabo de la Vela. Aunque apenas escribió «C de la bela», nunca hubo duda del afecto inconmovible que en adelante me profesó esa soldadesca primeriza. Mi doble identidad hídrica y terrestre les valió como anillo al dedo marinero. Les ofrecí todas las claves para navegar por mis predios sin sucumbir al asedio de mis poderes naturales. Señalé para ellos el empuje y la división de corrientes frente a mi vértice geográfico, una en dirección noroeste y otra en sentido suroeste. Los pilotos, alborozados por la revelación inesperada, decretaron una imaginaria raya diagonal ascendente de 60 millas de extensión desde mi propia punta y la dejaron caer hacia el pueblo con nombre de hacha. Luego la juntaron con una proyección similar sobre la isla próxima de Orúa —Aruba la rebautizaron a poco de reincidir en sus periplos—, conectaron el cabo San Román encima de mi tía Paraguaná, congregaron a mi primo el golfete de Coro, adjuntaron el golfo de Venezuela completo y enlazaron así mismo el lago de Maracaibo. Adivinaron de mi mano la superficie total de ese cuerpo compacto y hermanado, más de veintitrés mil millas cuadradas y líquidas inscritas en la tenencia connatural y genuina del país en ciernes. Supieron que a partir de mí mismo finalizaba el rumbo predominantemente horizontal del trayecto costanero, y a continuación bajaba la pendiente hacia la parcela granadina. Tal hecho elemental nos desposó recíprocamente.
A resultas del casorio entre nosotros el genio del mar donó la valla de espuma que segregó futuras naciones autoproclamadas repúblicas. Harto importante fue este obsequio. Mis queridos pilotos y sus aliados cosmógrafos lo dejaron firmemente anotado en documentos nupciales conocidos como derroteros —al menos 70 u 80 me mencionan como paradero obligatorio en Tierra Firme—, regimientos, cartas de marear y padrones, guías irremplazables para navegar eludiendo contratiempos oceánicos. Como regalo de boda les dicté, además, la varianza cíclica y la fuerza de mis vientos y mareas, y les fijé un máximo de 20 leguas para mi avistamiento con catalejos y poder acercarse de manera segura a mi reino de olas colosales y ostrales perlíferos. Mientras reiteraban travesías inventaban unas líneas misteriosas e invisibles, pero utilísimas, llamadas paralelos y meridianos para no extraviarse en los horizontes intangibles de alta mar. El paralelo de los doce grados de latitud norte cruzó de este a oeste todo el Caribe meridional, alineó islas grandes y pequeñas frente a la costa venezolana, atravesó mi madre Guajira y quedó grabado a perpetuidad en la urdimbre lineal de sus portulanos. Ese lindero figurado ayudó a trazar el cierre de mi primo, el golfo de Venezuela, entre mis hermanas punta Macolla y punta Espada con una raya teórica casi paralela a la duodécima coordenada, según establecían las mediciones astronómicas de mis amados pilotos. Hicieron caso al virrey previsivo y triangularon sus latitudes con el sol a mediodía, como proponían los cosmógrafos. Satisfecha del decurso de la mar, de las lecciones de la esfera celeste y de la crónica impresa y manuscrita, la historia registró mi carácter inmutable: soy el confín territorial de Venezuela.
Muchos atrevidos, algunos sabios y varios ignorantes
El piloto con nombre de cosa que me bautizó era uno más de los perseverantes nautas, angustiados de profesión y acostumbrados a huir del martillo de las tempestades. La navegación les había enseñado a recorrer litorales entre cabo y cabo, protuberancias orilleras de suficiente visibilidad como las más seguras referencias geográficas en su posicionamiento marino. El vocablo cabotaje nació de tan relevante función al bordear los litorales, más aún cuando el océano oponía su armamento azul al navegante empecinado en contradecir su mandato natural. Así ocurría a los expedicionarios empeñados en surcar desde los predios riohacheros y cartageneros contra la voluntad de mi estirpe marítima guajira. A partir de sus venas azules fluía hacia occidente una corriente de tres y cuatro millas por hora, y de sus pulmones formidables soplaba un aliento furioso de sesenta nudos horarios. Galeones sin pudor manifestaron vocación de naufragio al bregar entre corrientes y contracorrientes. Sus marineros ambiciosos se ahogaron por miles hasta el colmo de la insensatez. La nación a nuestro lado no pudo transitar en paz su propio mar, irascible y tempestuoso, sin padecer sus intempestivos enfados. Desapegos marinos repercutieron en su identidad nacional, al predominar nociones territoriales «andino-céntricas» (Ramírez Palacios 2016). Desde el altiplano santafecino insignes académicos divulgaron la histórica merma de interés general en la ciudadanía neogranadina acerca del Caribe retrechero: “Se perdió la dimensión marítima, vale reiterarlo, y las secuelas aún perduran” (Sourdis Nájera 2016). Otros dictámenes historiográficos expusieron causas y efectos al son del vallenato, la cumbia y el porro, alegando “la violenta naturaleza del mar que nos tocó”, “sucede desde hace centenares de miles de años”, “los barcos pequeños sin poder doblar el Cabo de la Vela”, “es un mar cruel”, “un verdadero cementerio marino”. El autor del rudo testimonio (Mogollón Vélez 2016) agrega con franqueza: “La dificultad para navegarlo, como es obvio, ha restringido nuestra capacidad para estudiarlo”. ¡Que lo digan a este cabo arcaico! ¡Continuamente les previne de tanta contrariedad desde mi muralla peninsular! Así pues, los hermanos adyacentes son los primeros en reconocer la animadversión histórica de su mar y el embrollo de la navegación hacia mi jurisdicción marina. Entonces, ¿cómo fue admisible entregarles mi cuerpo y el de mi madre, si sólo podían alcanzarlos a costa de perder barcos y ahogar vidas? El descrédito de Michelena, Toro y sus epígonos no puede equipararse.
Cabo mata laudo
Luego de tres siglos mi anatomía venezolana comenzó a ser víctima del escalpelo diplomático. Desde un hispánico trono prestado se dictó en 1891 una sentencia geográfica, hidrográfica, náutica e históricamente absurda. Contra mi voluntad marina me tiraron al otro lado de la talanquera limítrofe, frontera cuya yuxtaposición hidrodinámica integraba mar, paisaje, territorio, país, nación y pensamiento a una misma cultura de nombre Venezuela, por el hecho simple y poderoso de contar con la supremacía oceánica a su favor. Nueva Granada alegó derechos de posesión a partir de reales cédulas con jurisdicción político-administrativa, sin comprender la condición estática de esos documentos, carentes de la movilidad consustancial de mares, ríos, lagos, costas y archipiélagos. Desmemorias y negligencias pasaron por alto el carácter oficial, legal, naval y cinemático de los documentos náuticos, más dinámicos, solemnes, formales y estratégicos que las reales cédulas y órdenes, al provenir de oficinas y ministerios de índole plenamente marítima como la andaluza Casa de la Contratación o la Dirección de Hidrografía madrileña. Eran mis propias cédulas de identidad acuífera. Entonces llamaron a unos suizos para enderezar entuertos fronterizos, y fue peor el remedio que la enfermedad.
A la sazón, los ingenieros convocados eran capaces de fijar linderos en grados, minutos, segundos y centésimas de segundos. Ese criterio constituía el motivo inequívoco de acotamiento, por ser el más exacto como medida geodésica y geográfica a partir de mediciones plenamente científicas de los astros. Sin embargo, la improvisación y el desconocimiento del terreno conllevaron una terrible contradicción en la selección de Castilletes como primer hito sobre el seno de mi madre Guajira. Las comisiones no encontraron los famosos mogotes —cerritos bajos con punta roma, visibles a distancia desde el mar— llamados Los Frailes, como ordenaba el Laudo español. Optaron por unas mesetas cercanas a la laguna de Cocineta, mucho más abajo, sobre las cuales levantaron “un agregado de piedras, mientras se verifican operaciones astronómicas necesarias para fijar la longitud y la latitud de dicha meseta o Castillete” (Polanco Alcántara 1995). La decisión desobedecía en flagrancia el mandato español, que fijaba el inicio de la frontera más arriba del paralelo de los 12 grados de latitud norte, alrededor de 13 millas en línea recta por encima de Castilletes —22 millas barajando la costa—, ubicado en los 11° 46’51». El arbitraje de la Corona española había fijado el lindero sobre un pedestal astronómico, pero los técnicos desecharon la medida, desobedeciendo al árbitro. Nacieron de esta manera todos los yerros y desencuentros demarcadores desde la península hacia el sur. Luego eligieron el arbitraje con los ginebrinos, del cual resultó otro Laudo cercenador del territorio en 1922, que autorizó a Colombia a tomar posesión de las regiones adjudicadas desde España. Fue así como desaciertos geodésicos de españoles y suizos delimitaron territorios con mapas inexactos —los de Codazzi entre ellos—, y los mojones de piedras amontonadas continuaron desplazando las verdades astronómicas que los primeros virreyes americanos habían encomendado y zanjaban esos parajes indecisos. El remate final de las torpezas surgió por desavenencias entre las comisiones técnicas: “habiendo quedado sometidas a la decisión de los gobiernos, éstos resolverán lo conveniente”. Todo quedó dicho. El punto final de la territorialidad demarcada no lo pusieron mi madre Guajira ni mi abuela naturaleza, mucho menos yo, el cabo reglamentario, tampoco el veredicto trigonométrico de las estrellas o el pecho hidrográfico de mi padre Neptuno; lo colocó la incultura marítima de las mayorías parlamentarias. Predominó el funcionario temporal desprovisto de discernimiento geográfico sobre mi sapiencia geológicamente inmemorial. Y aquí seguimos arrastrando consecuencias limítrofes sobre el vientre marino que le puso nombre y sustancia a esta tierra alegre, sufrida y abnegada. En todo caso y condición, que la inteligencia doméstica recuerde el cabotaje de la historia cuando las dudas atenacen de nuevo el maritorium patrio. Mi edad inefable, el plasma peninsular de mi madre y la sangre móvil y salada de mi padre así lo disponen. ¡Alerta! Negociar a futuro la médula marítimo-espinal de la patria puede generar tetraplejia nacional.
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