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Posdatas, diez años después

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Por CARMEN LEONOR FERRO

Es probable que cualquier dios que haya intentado alguna vez sacar este mundo de lo informe haya tenido que pasar por lo que describe Alejandro Sebastiani Verlezza en su primera plaquette Posdatas. El acto creativo pareciera tener que ver con la espera —“la espera de otro sol”—, el retozo, la equivocación, y la brega contra una fuerza que trabaja subterránea intentando que todo vaya a parar a un espacio sin vista.

Sebastiani Verlezza se dispone a ir hacia la imagen sin que esto implique un gesto heroico o afanoso, prefiere un estado contemplativo, receptivo, como quien pasa el tiempo “casi sin darse cuenta”, “sentado en el banco de un parque”, “contemplando el dúctil rumor”, ese bisbiseo que puede fácilmente escaparse, como ya dijo Lezama Lima, autor del epígrafe que abre el libro: “La mano que por el aire líneas impulsaba”.

En cierta forma el estado contemplativo implica una aventura, así que el poeta se propone —o más bien se le propone a él— una andanza que unas veces se presenta como viaje hacia “otros olvidos” y otras, hacia una suerte de caltinatio que lo conduce a la aparición, a la escritura: “Ceniza la tinta disuelta”,  “ceniza cifrada en fuga”.

A pesar de que el trayecto promete la calma —“el honor del silencio”—,  por momentos se advierte una contienda, una batalla contra el yugo del instante —“las horas (siempre) se desperdician”—, aunque igualmente invite a imaginar un tiempo en el que quizás había forma de dilatarse: “Devoción del instante/ asombro que se fuga en los pliegues de las horas muertas”.

Un proceso de desintegración de lo existente se despliega a lo largo de la travesía, arena en vez de roca, materia que el agua va desmenuzando. Entonces de pronto, confundido con el paisaje, pierde la forma con la que solía aparecer, algo así como cambiar de sentido, hacerse uno con algo distinto, se desdice. Todo migra, todo parte, todo sigue las aguas que corren y al final todo va a parar en las palabras: “Sacudida por un soplo/más tarde sílaba”.

También puede encontrarse la voz que está detrás de estas posdatas en “una dimensión más real”, puede pernoctar en su paisaje, reconocerse en él, toparse con algún pote de basura, bares, aceras, sótanos, el preferido claroscuro.  Aunque trate de eludirla —por pudor o por estética—, la sombra es parte del paquete con el que cuenta el poeta en su ruta hacia la creación: “Pero yo me deslicé rápido, lo juro”.

Otra manera de leer esta búsqueda, digamos, epifánica, sería imaginar al amante que ha atravesado el umbral del deseo, ya sin alternativas, vencido, precipitándose hacia su último fin, su abismo, a pesar de que “justo ahí” corra el riesgo de transformarse: “Éramos la ceniza el humo derramado”.

La lucha de Psique por llegar a su amor no es como la lucha de Ulises y tampoco parece tener que ver con la ambición de Prometeo. Psique no espera demasiado, se abate, sabe que está poseída pero no tiene esperanza alguna de poder llevar a cabo los trabajos que se le imponen.  De alguna forma es perezosa, se recuesta ella también en el banco de un parque, lo que le permite al azar presentarse con unas hormigas. Trabajos que ella no hace, que nunca habría hecho sola. Así parece ser la labor, o el no hacer, del que busca, o más  bien, y de nuevo,  la tarea del buscado.

La palabra posdata, del latín Post Data —después del documento— se refiere a un texto que se escribe en una carta una vez que esta ha sido firmada. Hay quienes dicen que el contenido de la posdata corrige la información que se ha presentado. Pero quizás también es posible que una posdata intente desprenderse del cuerpo ya sellado, como si quisiera deshacerse de la autoridad de la firma y emprender un vuelo anónimo que la deje confundirse con otras criaturas y objetos. Así me gusta imaginar cómo se desprenden estos poemas, contradiciendo destinos y autorías, lejos de su imán.

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