Papel Literario

Por una historia social del lujo en Caracas

por Avatar Papel Literario

Por BETNALY GONZÁLEZ YÁÑEZ

Las líneas a continuación intentan ser un breve abrebocas del trabajo presentado para la IX bienal del Premio Rafael María Baralt de la Academia Nacional de Historia y la Fundación Bancaribe para Ciencia y a Cultura, bajo el título de Ajuar doméstico, lujo y ostentación en la Caracas de finales del período colonial, el cual se posicionó en el segundo lugar del mencionado galardón.

Dicho texto es una exploración de la relación de la élite caraqueña con sus entornos materiales en las últimas décadas del siglo XVIII y principios del XIX.

Estudiar a las élites en la historia es a su vez estudiar las dinámicas de poder y las ideas que rigen una sociedad en un momento determinado, por lo que, a través de un recorrido por cómo se decoraban las casas en esta época, cuáles eran las ideas de moda y qué se comerciaba en ese entonces, es posible saber qué concepto se tenía de lo que significaba ser una persona pudiente y cómo esto influía al momento de relacionarse con el resto de las personas.

Las cosas también hablan

A lo largo de toda la historia de la humanidad, los objetos han formado parte importante de la vida de la gente. Basta con mirar a nuestro alrededor en cualquier momento del día para darnos cuenta que la materialidad está presente de manera continua: desde las herramientas que utilizamos para trabajar, pasando por artículos de entretenimiento, la cama que usamos para descansar, los utensilios para cocinar y comer, y un largo etcétera de cosas que forman parte de nuestra vida cotidiana.

Pero, estos bienes no solo existen, sino que se encuentran en una relación activa con las personas a medida que son intercambiados, comprados, vendidos, apropiados, poseídos y usados. Todas estas son acciones que forman parte de la esfera del consumo, un concepto que ha sido utilizado para explicar el proceso por medio del cual los objetos son puestos en uso según el entorno cultural en el cual se encuentran, adquiriendo no solo una función, sino también un sentido y un significado.

Un ejemplo sencillo que puede ayudarnos a comprender cómo las cosas pueden crear significados es la ropa. Nuestro uso de la vestimenta tiene razones funcionales, como protegernos de los embates del clima, pero también tiene usos sociales y culturales, así pues, la ropa no es igual en todas las sociedades ni en todas las épocas, y algunas formas de indumentaria tienen variaciones que se adaptan a diferentes contextos y situaciones: no será lo mismo vestir para trabajar en la ciudad que vestir para ir a una fiesta de boda, o para subir una montaña.

Esto nos permite evidenciar que, junto con los objetos, también circulas ideas, aprendizajes y prácticas, y por lo tanto también historias. Todos los artículos de los cuales hacemos uso son capaces de contar algo, de enviar un mensaje y comunicar a las personas a nuestro alrededor quiénes somos, qué hacemos, qué queremos mostrar a los demás, es decir, pueden servir como expresión de la identidad. Y es partiendo de la existencia de este vínculo entre personas, identidades y objetos que es posible conocer tanto en el presente como en el pasado las dinámicas sociales de las personas a partir de aquello que poseen.

La casa como espacio para socializar

De entre los diferentes estratos sociales que componían la Caracas colonial a finales del siglo XVIII, los blancos criollos eran un grupo con poder político, económico y simbólico muy importante, que había logrado conquistar este estatus a partir de hacerse con la tenencia de las tierras que producían el cacao para la exportación, además de seguir una serie de dinámicas que perpetuaron a algunas pocas familias en la cima de la escala social por varios siglos.

Gracias a estas estrategias los blancos criollos reunieron todas las características necesarias para ser considerados una élite, y, en su misión de mantener esta posición, la materialidad cumplió un papel fundamental, especialmente en lo que se refiere al ajuar doméstico, entendido este como todos las alhajas y objetos que hacían parte del servicio y adorno de las casas.

Para la época, la mayoría de las casas seguía un mismo tipo de diseño que había sido heredado de la arquitectura andaluza. Todo comenzaba con un portón y una fachada, para pasar a un zaguán que, al ser atravesado, abría camino al patio interno y corredores que a su vez conectaban con las habitaciones internas, las cuales podían tener distintos usos: desde alcobas, salas, oficinas y galerías. Cada uno de estos espacios era engalanado con una serie de objetos seleccionados concienzudamente según el sitio que iban a ocupar y de acuerdo con la moda del momento.

Pero, además, esta fórmula de organización del espacio de los sitios de habitación no solo respondía a necesidades estéticas, sino que también servía para organizar la vida social de las personas, en la medida que delimitaba los espacios que podían ser vistos y no vistos.

En la Caracas de antaño, una de las actividades favoritas de las damas de alta sociedad eran las visitas de cortesía o etiqueta, en las cuales se acudía a la casa de familiares y amigos, ataviadas con la mejor ropa y en compañía de sus esclavas, para compartir, pero también para hacer alarde.

Por supuesto, la visita no era recibida en los dormitorios, ni en el gabinete, donde se discutía de trabajo con el señor de la casa. Para recibir a las personas ajenas a la propiedad, estaba la sala de estar, las galerías o incluso los corredores si se trataba de algo más casual, y eran justo estos espacios los que contaban con el ajuar más fastuoso y de mejor calidad.

La sala de recibo o de estar y la alcoba de parada, eran los principales lugares que se acondicionaban para los visitantes, por lo tanto, debían estar disponibles para recibirlos de forma confortable, dejándoles ver un ambiente bonito y ofreciéndoles un sitio donde sentarse para la tertulia. Por esto, los protagonistas sin duda eran los diferentes tipos de asientos en todas las variedades de color, forma y materiales que se adoptaron durante los siglos de ocupación colonial.

En conjunto con los asientos, se colocaban algunas mesas, cortinaje y cojines, pero la decoración era completada con algunos objetos de cristal, uno de los materiales más finos para entonces que decía presente en espejos, arañas y candeleros. El remate de los espacios para ser visitados eran las pinturas colgadas en las paredes, principalmente religiosas, quizá también podría verse el retrato de los monarcas o de algún miembro de la familia, paisajes o damiselas.

Por el contrario, los espacios que estaban destinados a ser parte de la privacidad de la familia, como las habitaciones de descanso o aquellas que eran ocupados por la servidumbre, denotaban una modestia que contrastaba evidentemente con la descripción anterior. Los objetos allí dispuestos tenían una intención de ser más útiles para ciertas tareas, como descansar, tener relaciones sexuales, o ejecutar las necesidades fisiológicas de excreta, actividades que sin duda tienen lugar lejos de la mirada de los otros.

Así, pues, la separación entre espacios y actividades, también responde a la creciente desvinculación de los ámbitos públicos y privados en la vida cotidiana, un fenómeno de carácter global que comenzó en el siglo XVIII, y que redefinió para siempre el concepto de intimidad, pero que también trajo prácticas como el alarde y la ostentación, como mecanismos de relacionarse en sociedad. La casa no dejó de ser un espacio para ostentar, pues todos estos elementos que componían el ajuar de una familia estaban puestos precisamente para enviar un mensaje al visitante acerca del estatus, buen gusto y capacidades de los dueños de la casa.

Dejarse ver y compartir

Además de las visitas, los caraqueños se entretenían asistiendo a paseos de campo, fiestas públicas y festines privados. Estos eventos eran aprovechados precisamente para poner en marcha la ostentación, entendida como la acción de mostrar y dejarse ver haciendo uso de la indumentaria más fina que pudiera comunicar la buena posición de quien la poseyera.

En sus Crónicas de Caracas, Arístides Rojas narra un episodio muy pintoresco en el cual queda evidenciado el uso de los bienes de lujo en una situación social típica de aquel entonces. Contaba el antiguo cronista de la ciudad que, a finales de 1786, se tomaba en Caracas la primera taza de café, en la casa de campo de la familia Blandín en el Pueblo de Chacao. En aquella ocasión se tendieron mesas bajo la arboleda de café adornadas por los sellos de armas de España y Francia, se dispusieron muebles con detalles dorados o de caoba con forros de damasco encarnado propios de la moda de la época, acompañados de una ambientación musical que propiciaron los mismísimos miembros de la familia Blandín con sus instrumentos siendo notables músicos. Y, al momento de la comida, se colocó una mesa central que se adornó con flores y se cubrió de bandejas y platos provenientes de China y Japón, además de una opulenta vajilla de plata, todos llenos de confituras para agasajar a los invitados.

Fue tal la concurrencia a este compartir que se hizo necesario que los invitados llevaran sus propias vajillas para comer e intercambiar. Desfilaron así los platos más finos coherentemente elegidos según el buen gusto y la altura de la ocasión. Aunque parezca impresionante, esta era una costumbre más común de lo que pensaríamos, puesto que los objetos para beber y comer constituyeron uno de los principales elementos de lujo de este momento histórico, tratándose de artículos que eran importados y por tanto eran de difícil acceso para el común de las personas, por lo que no se perdía ocasión en que pudieran ser sacados a la vista de todos.

Claro está, no se trataría de cualquier plato o taza. Las vajillas de la élite caraqueña estaban fabricadas en plata las más fastuosas, proveniente del antiguo Virreinato de la Nueva España, hoy en día México. Mientras que las más sencillas podían llegar de Holanda, Inglaterra, Italia, Francia y España, pero también de Veracruz y, aún más importante, de China. Por su calidad, cuando no estaban siendo parte de un festín, podían estar exhibidos en los escaparates de las casas, pero siempre disponibles para ser admirados.

Durante estos años, el comercio internacional creció considerablemente, permitiendo que algunas personas obtuvieran objetos de lugares muy lejanos. Así, llegaron a Caracas bienes desde Asia, pero también llegó a Europa el cacao de la Provincia de Venezuela, por ejemplo, y con cada intercambio comercial también se fueron difundiendo nuevas prácticas en torno al consumo, que terminaron deviniendo en una gran discusión en la que participó toda Europa acerca de qué cosas podían considerarse como lujosas y cuáles no.

La política del convite

Con el nombre de “política del convite”, definió años atrás el historiador José Rafael Lovera a la práctica de los criollos de asistir a las reuniones sociales con la intención de discutir asuntos políticos y del contexto en general. Siendo finales del siglo XVIII, ya las ideas revolucionarias e independentistas comenzaban a gestarse en un pequeño círculo de personas que tuvo acceso a las ideas ilustradas de manera más rápida.

La casa de campo de los Bolívar, por ejemplo, erigida hacia el sur de la ciudad en las inmediaciones del río Guaire, fue una de las tantas que fue señalada por los vecinos como centro de reuniones políticas enmascaradas de visitas de cortesía, estimándose que allí, entre platillos y bebidas, se sentaron algunos precedentes para que en 1808 se consagrara la llamada “Conjuración de los mantuanos”. Así, pues, los eventos sociales llenos de lujo también sirvieron como escenario para el cuestionamiento y la discusión dentro un sector social que intentaba por medios materiales y simbólicos hacer notar y perdurar su poder y valores.

*El Premio Rafael María Baralt 2022-2023 fue organizado por la Academia Nacional de la Historia y la Fundación Bancaribe para la Ciencia y la Cultura. El jurado estuvo integrado por Diego Bautista Urbaneja, Inés Quintero y Ocarina Castillo D’Imperio.