Por AGUSTÍN MORENO MOLINA (2)
Un poco de historia
Desde sus inicios en plena Edad Media las universidades estuvieron unidas a la Iglesia católica de modo prácticamente connatural. Algunas nacieron de escuelas catedralicias; sus primeros docentes fueron monjes, el patrimonio cultural estaba en las bibliotecas de los conventos y monasterios y para funcionar necesitaban la aprobación y el patrocinio de los papas. Pero cuando aquella sociedad de cristiandad y su respectivo ethos dejó de ser la referencia obligante de la sociedad, las universidad pasaron a ser controladas por los monarcas de los nuevos Estados nacionales. El curso de esa evolución se dio con arreglo a una serie de eventos históricos, tales como la corriente humanística con su nueva visión del mundo centrada en el hombre, los descubrimientos geográficos, el racionalismo cartesiano, y el impulso del nuevo método científico de la observación y experimentación, cuyo colofón serán los avances de la física, la astronomía, la química y demás ciencias naturales; mientras que la filosofía y especialmente la teología ocuparán lugares subalternos. La noción de universalidad de fronteras y nacionalidades, preponderante de la Edad Media, desapareció para dar paso a los particularismos regionales, aunque el latín permaneció como idioma científico por antonomasia. Aquella perspectiva integradora de la fe y la razón que proporcionaba la teológica como saber universal, quedó sustituida por un saber que comenzó a expresarse en dominios parciales según las nuevas confesiones religiosas luego de la Reforma protestante y de la Contrarreforma católica.
La Iglesia católica, entonces, reaccionó y creó escuelas superiores teológicas y filosóficas para ejercer influencia en las universidades existentes y contrarrestar la presencia de las universidades protestantes, pero en un clima en que ya la doctrina e investigación científica van a estar condicionadas por la perspectiva apologética (defensa de la fe católica) contra las correspondientes instituciones heterodoxas (protestantes) (3).
Después de la Revolución Francesa las universidades estatales ejercieron el dominio sobre las de la Iglesia y muchas facultades de teología fueron eliminadas en Francia e Italia, y las que sobrevivieron quedaron dominadas por el Estado. La libertad eclesiástica de enseñar quedó limitada y la influencia de las ciencias “profanas” o naturales se hizo más notoria y fuerte. Esto obligó a la Iglesia a fundar sus propios centros para el estudio de la filosofía y de la teología en los países latinos donde la enseñanza era claramente secularizada, o en los anglosajones, configurados por confesiones religiosas distintas del catolicismo. De modo que junto al sistema estatal o protestante se dio nueva vida a unas cuantas universidades “católicas” como la de Lovaina (1834-1835); el Instituto Católico de Francia (1875) y la de Friburgo en Suiza (4). Incluso durante la Tercera República francesa se fundaron unas cuantas universidades católicas, pero a partir de 1876 se produjo una creciente polarización entre “liberalismo” y “clericalismo”, que en 1905 desembocaría en la separación de la Iglesia y el Estado. Después de la Primera Guerra Mundial, nacieron otras universidades católicas en Dublín (1918), Milán (1920) y Nimega (1923). Se buscó estar a la altura de las nuevas exigencias de la modernidad y, a la vez, fortalecer la unidad de la fe y de la ciencia, por la inclusión de la teología como fundamento y corona de la misma institución educativa.
Mientras en España la historia tuvo rasgos distintos: el Estado permaneció católico y las universidades no perdieron sus lazos seculares con la Iglesia, de modo que las erigidas en la América hispánica después de la Reforma protestante siguieron la impronta de la Metrópoli con la respectiva aprobación del papa. En varios casos se fundaron seminarios tridentinos, y por el requerimiento de los obispos frente a las necesidades locales, dichas instituciones fueron elevadas a la categoría de universidades como sucedió en Caracas y Mérida, en épocas relativamente tardías respecto a otros centros educativos superiores del continente (5).
El panorama cambió con el advenimiento de las nuevas repúblicas hispanoamericanas luego de las guerras de independencia. La universidad hispánica fue sustituida según el modelo napoleónico por una institución sometida a la tutela y guía del Estado, y despojada de su carácter “pontificio” perdió la vinculación directa con la Iglesia católica romana. Las nuevas repúblicas eran extremadamente celosas frente al poder “tradicional” de la Iglesia. Por eso se atribuyeron el derecho de asumir la totalidad de la educación.
De modo que las actuales universidades “católicas” en Hispanoamérica son obra del siglo XX. La primera universidad en reabrir sus puertas fue la Universidad Javeriana de Bogotá, en 1930, como legítima heredera de aquella fundada en el siglo XVII. Los años 40 son los del nacimiento de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro, de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y de la Iberoamericana de México. En la década de los 50 nace la Universidad Católica de Pernambuco (Brasil), la Católica Andrés de Bello en Caracas y la Católica de Córdoba (Argentina). A inicios de los 60 se fundan, junto a la Universidad de Pacífico en Lima, varias universidades de Inspiración Cristiana en Centroamérica, como la José Simeón Cañas en El Salvador, La Universidad Rafael Saldívar en Guatemala y la Universidad Centroamericana, recientemente expropiada por el dictador Daniel Ortega, en Nicaragua. A finales de los 80 nacen las extensiones de la Iberoamericana en México y en Venezuela, la Católica del Táchira y la Cecilio Acosta, en Maracaibo. Tenemos que esperar la década de los 90 para ver inaugurada la Universidad Católica de Montevideo, la Alberto Hurtado en Chile y la Monteávila en Caracas (Venezuela).
¿Qué es una universidad católica?
Para conocer qué se entiende por una universidad católica tendremos que acudir a los documentos oficiales de la Iglesia católica, como se podrá apreciar a continuación.
La preocupación por establecer criterios de identificación de las universidades dirigidas por la Iglesia fue, en el seno de la misma institución, un hecho relativamente reciente. León XII creó en 1824 la «Congregatio studiorum» para las escuelas del Estado Pontificio, que desde 1870 comenzaron a ejercer autoridad en las Universidades Católicas. La Reforma de San Pío X en 1908 confirmó esa responsabilidad. Siete años más tarde (1915), el papa Benedicto XV erigió en la sección para los seminarios que existía dentro de la Congregación del Consistorio, un apartado sobre las universidades católicas, uniéndolo a la «Congregatio studiorum», con la denominación de «Congregatio de seminariis et studiorum universitatibus» (6).
El 24 de mayo de 1931 el papa Pío XI promulga la Constitución Apostólica Deus scientiarum Dominus (“Dios es el señor de las ciencias”). La Santa Sede, con este documento, establece por primera vez una normativa a propósito de la enseñanza universitaria. Sobre la base del derecho a la misión docente recibida de su fundador Jesucristo se propone contribuir al incremento de la cultura superior y a la preparación más plena de la persona humana. En aquel documento aparecen los lineamientos generales de las universidades católicas, cuya finalidad quedó puntualizada en la enseñanza e investigación de las disciplinas eclesiásticas y de las otras emparentadas con ellas.
Durante el Concilio Vaticano II, convocado en Roma por el papa Juan XXIII y finalizado por su sucesor Pablo VI (1962-1965), uno de los múltiples temas estudiados fue la formación científica profesional de los clérigos. A tal efecto, los obispos formularon algunos criterios para las escuelas superiores eclesiásticas y universidades católicas, recogidos en algunas secciones del decreto sobre la formación de los sacerdotes (Optatan totius) en la declaración sobre la educación cristiana (Gravissimus educationis) y en la constitución sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes). Esos escritos confirman repetidamente en forma explícita o tácita el principio fundamental de la universidad como unión de enseñanza e investigación y la preocupación por el cultivo de las ciencias eclesiásticas (7).
La Ex Corde Ecclesiae
En esta constitución apostólica, cuyo título en español es “Desde el corazón de la Iglesia”, escrita por el papa Juan Pablo II y publicada el 15 de agosto de 1990, por vez primera se aborda con detenimiento el tema de la identidad y misión de las universidades católicas. El texto recalca la naturaleza de la universidad en cuanto tal, y la define como “una comunidad académica, que, de modo riguroso y crítico, contribuye a la tutela y desarrollo de la dignidad humana y de la herencia cultural mediante la investigación, la enseñanza y los diversos servicios ofrecidos a las comunidades locales, nacionales e internacionales” (8). Al mismo tiempo, ratifica el principio universal de la autonomía institucional, necesaria para cumplir sus funciones eficazmente y para garantizar a sus miembros la libertad académica, “salvaguardando los derechos de la persona y de la comunidad dentro de las exigencias de la verdad y del bien común” (9).
A renglón seguido dice que el objetivo de la universidad católica es garantizar de forma institucional una presencia cristiana en el mundo universitario frente a los grandes problemas de la sociedad y de la cultura (10). Tal cometido se llevará a cabo de darse las siguientes condiciones: 1) la inspiración cristiana por parte de toda la comunidad universitaria; 2) la reflexión continua a la luz de la fe católica sobre el creciente tesoro del saber humano, al que trata de ofrecer una contribución con las propias investigaciones; 3) la fidelidad al mensaje cristiano tal como es presentado por la Iglesia; y 4) el esfuerzo institucional al servicio del pueblo de Dios y de la familia humana en su itinerario hacia aquel objetivo trascendente que da sentido a la vida (11).
En el número 17, el documento pontificio menciona cuatro notas características de las universidades católicas. La primera es la integración del saber, como un proceso perfectible y al mismo tiempo difícil dado el incremento de ese saber en nuestro tiempo, y la creciente especialización del conocimiento en el seno de cada disciplina académica. No obstante, la comunidad universitaria debe ser una unidad viva de organismos dedicados a la investigación de la verdad. “Guiados por las aportaciones específicas de la filosofía y de la teología, los estudiantes universitarios se esforzarán constantemente en determinar el lugar correspondiente y el sentido de cada una de las diversas disciplinas en el marco de una visión de la persona humana y del mundo iluminado por el Evangelio y, consiguientemente, por la fe en Cristo-Logos como centro de la creación y de la historia”.
La segunda nota característica consiste en el compromiso de construir el diálogo entre fe y razón, “de modo que se pueda ver más profundamente cómo fe y razón se encuentran en la única verdad. Aunque conservando cada disciplina académica su propia identidad y sus propios métodos, este diálogo pone en evidencia que la investigación metódica en todos los campos del saber, si se realiza de una forma auténticamente científica y conforme a las leyes morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en el mismo Dios” (12).
Como el saber está al servicio a la persona humana, la tercera nota característica es la preocupación ética, tanto en los métodos como en los resultados científicos con el objeto de garantizar el respeto a la dignidad humana.
La cuarta nota viene a ser la perspectiva teológica en la búsqueda de una síntesis del saber en el diálogo entre fe y razón. Aquí la teología se ofrece como ciencia auxiliar a “las otras disciplinas en su búsqueda de significado, no sólo ayudándoles a examinar de qué modo sus descubrimientos influyen sobre las personas y la sociedad, sino dándoles también una perspectiva y orientación que no están contenidas en sus metodologías” (13).
Todo lo anterior corresponde a la primera parte del documento, titulada “Identidad y Misión”, donde el papa expone además los conceptos “comunidad universitaria” y “misión de servicio de la universidad católica”.
La segunda parte está consagrada a las normas generales; y comienza definiendo la naturaleza de las universidades católicas, es decir, aquello que las hace distintas al resto de instituciones de educación superior; luego describe los pasos a seguir para su fundación; quiénes componen la comunidad universitaria y los criterios que han de regir a la pastoral universitaria.
El magisterio posterior
La reflexión sobre las universidades católicas continuó después de la publicación de la“Ex Corde Ecclesiae dada la importancia decisiva que tienen para la Iglesia estos centros de enseñanza donde se juegan cuestiones vitales, profundas transformaciones culturales y nuevos desafíos de católicos o no católicos. En este sentido, los obispos del mundo entero en sus visitas periódicas a la Santa Sede daban a conocer al papa los resultados de las reflexiones sobre estos temas en sus diócesis y conferencias episcopales respectivas. Es así como la Congregación para la Educación Católica, junto al Consejo Pontificio para los laicos y el Consejo Pontificio de la Cultura, publicó el 22 de mayo de 1994 un documento programático titulado Presencia de la Iglesia en la Universidad y en la Cultura Universitaria. Evidentemente este espacio no permite ni siquiera resumir el texto, pero sí vale la pena resaltar algunas de sus ideas medulares. En primer lugar, que la presencia de la Iglesia en la universidad no es en modo alguno una tarea ajena a la misión de anunciar la fe, pues la síntesis entre cultura y fe —según la expresión del mismo papa Juan Pablo II— no es sólo una exigencia de la cultura sino también de la fe, puesto que una fe que no se hace cultura es porque no ha sido recibida, aceptada y fielmente vivida. Entre las varadas formas de llevar a la práctica ese compromiso, uno será apoyar a los católicos comprometidos en la vida de la universidad como profesores, estudiantes, investigadores o colaboradores en el anuncio del Evangelio a todos los que en el interior de la universidad aún no lo conocen y están dispuestos a recibirlo libremente.
En el apartado relativo al diagnóstico de la universidad contemporánea en general se tocan aspectos como la pérdida de prestigio y las dificultades para renovarse en concordancia con los retos de la sociedad; pero hay uno que merece consideración particular, porque analiza el nuevo “positivismo” sin referencia ética que se impone sobre el humanismo integral y que lleva a despreciar, censurar o minimizar las interrogantes fundamentales de la existencia personal y social, en aras de los resultados económicamente justificables.
La Universidad Católica Andrés Bello
Finalmente, después de la sumaria referencia histórica y de esta apretada exposición de la Ex Corde Ecclesiae, entramos en el terreno específico de la “catolicidad” de la UCAB, pero antes tendríamos que plantear el papel de la Compañía de Jesús en esta cuestión.
En efecto, casi desde sus inicios, en el siglo XVI, los jesuitas se ocuparon de la enseñanza universitaria, la investigación y las publicaciones científicas (14) y esta impronta hay que entenderla desde la misma experiencia de San Ignacio de Loyola. Empezó sus estudios cuando la mayoría de los hombres de su edad los estaban concluyendo, y pronto se persuadió de la necesidad del estudio, de la reflexión y del desarrollo de las condiciones intelectuales para ser más eficaz en el servicio a Dios. Emprendió entonces una tarea que rompería los esquemas tradicionales de la educación, dedicándose a la enseñanza de niños y jóvenes como auténtico apostolado (15), mientras dominicos y franciscanos, por ejemplo, privilegiaban la educación superior. Como no se podía improvisar ese apostolado educativo con los menores, había que cultivar el espíritu y desarrollar la persona en sus multiformes capacidades para servir del mejor modo posible al plan de Dios. Esa disponibilidad llevó a los jesuitas a ocuparse también de la educación universitaria; y en un comienzo, el propio San Ignacio pedía a quienes deseaban ingresar a la Compañía haber hecho estudios universitarios con el fin de que pudieran integrarse más rápido al apostolado en sus diversas expresiones. Cuando uno de aquellos primeros jesuitas, Diego de Ledesma (1519-1675), indagó por qué ellos se habían dedicado también a la educación superior como era tradicional en otras órdenes religiosas, encontró cuatro razones novedosas para dedicar sus vidas a la enseñanza universitaria. La primera fue la de “facilitar a los estudiantes los medios que necesitan para desenvolverse en la vida”; es decir: una educación eminentemente práctica. La segunda razón: “para contribuir al recto gobierno de los asuntos públicos”, en otras palabras, la formación de líderes políticos y de funcionarios idónea para la administración del poder público. La tercera razón: “dar ornato, esplendor y perfección a la naturaleza racional del ser humano”; o cultivar las inmensas riquezas que están escondidas en la personalidad de cada individuo. Y, finalmente, la cuarta razón: para encaminar a la persona hacia Dios, como “baluarte de la religión que conduce al hombre con más facilidad y seguridad al cumplimiento de su último fin” (16). Es la propuesta de un camino abierto a la trascendencia como plenitud de vida en el encuentro con Dios. En resumen, se trata del desarrollo de las cualidades interiores e ilimitadas potencialidades de cada uno para responder al llamado de Dios a ser persona con los demás (17)
Esos lineamientos quedaron luego recogidos y sistematizados en la Ratio Studiorum (18) promulgada en 1599 y que a lo largo del tiempo ha sido revisada y adaptada, exponiendo los principios y fundamentos de la pedagogía ignaciana, que hoy —como hace cuatrocientos años— es una pedagogía humanista cristiana; es decir, que al lado de la constante preocupación por observar los fenómenos de las realidades humanas, por investigarlos y comprenderlos, no se queda solamente en los datos objetivos de la realidad per se de los fenómenos, sino que va a sus aspectos cualitativos que dan cuenta de las finalidades, de los valores, de las vicisitudes, de los problemas humanos con una intención evangelizadora que impone el compromiso con los demás, especialmente los más necesitados. En consecuencia, la atención personal al estudiante es un reclamo de la Ratio Studiorum a los educadores jesuitas y seglares, quienes no solo han de preocuparse por el aprovechamiento de la formación académica de los jóvenes sino de aconsejarles, atenderles y escucharles tanto en lo espiritual como en lo psicológico y social. En ello va implícito el respeto a la persona del estudiante y sus particulares maneras de relacionarse con Dios, con los otros y con el mundo. La tan socorrida “formación integral” por las distintas corrientes pedagógicas actuales pertenece a la genuina formación ignaciana. La Ratio indica que la educación debe permitir al mismo tiempo de adquirir las letras, los jóvenes vayan aprendiendo igualmente las “costumbres dignas de un cristiano”. En otras palabras, una educación que atiende la totalidad de la persona sin olvidar ninguna de sus potencialidades tanto físicas como espirituales.
Otro principio de actualidad para la vida de las instituciones educativas de la Compañía de Jesús es el Magis (19), que bien lo pudiéramos traducir en términos de la excelencia humana y académica de toda persona en buscar lo mejor para gloria de Dios y el servicio de los demás. El concepto no se resuelve en ser un extraordinario académico o profesional, sino que aquello que posee lo disponga al servicio de los otros; a mejorar las condiciones de vida de los excluidos de la sociedad, con lo cual estará contribuyendo a construir el Reino de Dios. Las estrategias básicas para el logro del aprendizaje según el Magis son la acción y la comunicación. No se concibe ni antes ni ahora una didáctica fundada en el receptor pasivo de las enseñanzas de su maestro. Es mediante la actividad mental y física como el estudiante puede llegar a apropiarse de los conceptos, las ideas y los principios útiles para la vida. Al mismo tiempo, la educación implica la comunicación de sentidos y significados entre el que aprende y el que enseña. De ahí la insistencia de la propuesta ignaciana en la cercanía del profesor a sus alumnos y el constante encuentro para el intercambio de ideas, impresiones, conocimientos, sentimientos, alegrías, tristezas e incluso entre los mismos compañeros de clase.
Actualmente los millones de jóvenes que estudian en las universidades confiadas a la Compañía de Jesús en América Latina (Ausjal) (20) son un extraordinario recurso humano para impulsar el desarrollo sostenible equitativo sin perder su especificidad cultural y cristiana.
Los inicios de la UCAB
En los años 50 del siglo XX la sociedad venezolana experimentaba una serie de cambios: diversificación del aparato productivo; creciente inmigración europea fomentada por las políticas oficiales de “puertas abiertas”; inmigración del campo a las ciudades en búsqueda de mejores oportunidades de empleo; y en el campo educativo dominaba la tesis del Estado docente con un acento predominantemente laicista, que no estuvo exento de conflictos con la Iglesia católica cuya presencia en la educación elemental y básica era determinante.
Las tres universidades llamadas “públicas”, creadas en el período hispánico, sobrevivieron durante el gomecismo y la situación no cambió mucho en la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. El Instituto Pedagógico de Caracas, fundado en 1936, estuvo a punto de ser cerrado, y la Universidad Central fue intervenida por un Consejo de Reforma designado por el gobierno, con el encargo de nombrar a las autoridades. El cierre temporal de esa casa de estudios abrió, casi sin proponérselo, la creación de universidades privadas, rompiéndose una tradición, también vigente en la España de aquellos años, según la cual el Estado era el único monopolizador de toda iniciativa en Educación Superior. Así vieron la Universidad Santa María por iniciativa de la insigne educadora venezolana Doña Lola de Fuenmayor, y la actual UCAB.
Efectivamente, en el mes de octubre de 1953 se inauguró la “Universidad Católica de Venezuela”, lo que significó la feliz realización de una importante obra educacional de la Iglesia, y sin lugar a duda una muestra del liderazgo poco a poco alcanzado en la materia. Con motivo del acontecimiento el arzobispo de Caracas recordó en una carta pastoral la huella “luminosa” de la Iglesia venezolana en los predios de la educación. Desde los albores de la ciudad de Caracas —dice— funcionaron escuelas de Gramática, Artes, Moral y Teología; poco después se fundó el Seminario de “Santa Rosa de Lima”, elevado en 1721 a la categoría de Universidad Real y Pontificia, de donde se originó la Universidad Central de Venezuela. Recuerda el obispo la fundación del Seminario de Mérida en 1790, elevado a universidad en 1806 (21).
En su discurso inaugural, el rector, R.P. Carlos G. Plaza, S.J., expresó que la Universidad Católica de Venezuela señalaba una nueva era en los anales de la Educación: “… Significa que a la iniciativa privada —esa fecunda fuente del progreso nacional— se le abre un nuevo cauce por donde corra y se despliegue; significa que a la Iglesia Católica se le reconoce en su derecho de enseñar, no sólo en las primeras etapas de la educación, sino también donde culmina la formación del ser humano; significa que Venezuela aprecia y estimula la educación católica, ya que ha sido unánime la expectativa, franca y entusiasta la actitud de los venezolanos, al difundirse la buena nueva de la fundación de la Universidad Católica de Venezuela” (22).
La idea se planteó el 20 de octubre de 1951 durante la Conferencia Episcopal celebrada en Mérida. En la Pastoral con motivo de esa reunión los Obispos escribieron lo siguiente: “Ahora hemos decidido poner la corona a todos esos esfuerzos, y para ello hemos decretado la creación de una Universidad Católica. En tal forma, los alumnos que iniciaron y prosiguieron su formación en nuestros colegios podrán completarla en un centro de Alta Cultura, informado por los principios de la fe cristiana. Pero no sólo en favor de esos alumnos habrá de funcionar este Instituto: sus puertas estarán siempre abiertas para todos los jóvenes que a ella se acerquen” (23).
La tarea de llevar a cabo la obra fue confiada a la Compañía de Jesús, dada su amplia experiencia en el campo de la educación superior en otras partes del mundo.
La Universidad Católica de Caracas, que luego tomó el nombre de “Universidad Católica Andrés Bello”, llevó en su escudo el lema “Ut inotescat multiformes sapientia Dei” (24) (Para que la multiforme sabiduría de Dios sea conocida), frase de la Carta de San Pablo a los Efesios, para evidenciar que las varias formas de sabiduría no se refiere únicamente a las ciencias naturales y los avances tecnológicos, cultivados por las otras casas de estudios superiores venezolanas, sino al mismo tiempo dicen relación a ese otro conocimiento, el humanístico, teológico y filosófico, del misterio de la condición humana, del sentido de la vida, de los sueños y aspiraciones de las personas, de la religión, del arte, de la felicidad, del dolor, de la solidaridad, y de todo el mundo espiritual que no pudiendo ser verificado, confrontado y analizado con la lupa del positivismo científico, no es menos real y necesario como el otro para construir la sociedad en la verdad, el bien y la belleza.
Referencias
1 Congregación General 34 de la Compañía de Jesús, 17, 1.
2 Profesor Titular Jubilado de la Universidad Católica Andrés Bello, (Caracas – Venezuela).
3 Con la Constitución «Immensa» de 1588, el Papa Sixto V erigió la «Congregación pro universitate studii romani» para supervisar los estudios en la Universidad de Roma y en otras importantes universidades de esa época, incluidas las de Bolonia, París y Salamanca.
4 Son significativas a este respecto, las reflexiones del cardenal John Henry Newman (1801-1890) sobre las universidades católicas, con motivo de la fundación de la de Dublín (Irlanda) en 1854. Newman defendía la autonomía de la universidad y la educación libre, lo que le trajo no pocos desencuentros con los obispos irlandeses. Sobre el cardenal Newman la bibliografía es notablemente abundante, ´pero basta mencionar el libro de Juan R. Vélez, Cardenal Newman. Un santo para el mundo de hoy. Logos Logos 2019.
5 Sobre el tema es clásico el libro de Águeda María Rodríguez Cruz, La Universidad en la América hispánica. MAPFRE, Madrid 1992.
6 Acta Apostolicae Sedis, AAS, correspondiente a ese año. Todos los números de esta publicación oficial de la Iglesia Católica está disponible para su consulta en la pagina web oficial del Vaticano (https://www.vatica.va
7 Algunos de los principios asentados en esos documentos se encuentran en el trasfondo del capítulo II del Libro III (cánones del 807 al 821) del Código de Derecho Canónico vigente.
8 Ex Corde Ecclesiae, N° 6.
9 Ídem.
10
11 Ibidem, N° 13.
12 Ibidem, N° 17.
13 Ídem.
14 Congregación General 34 de la Compañía de Jesús, 17, 1.
15 Entre la abundantísima bibliografía sobre el fundador de la Compañía de Jesús, cabe destacar la monumental San Ignacio de Loyola. Nueva biografía. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid
1986, del padre Ricardo García Villoslada. Más accesible al gran público:
Ignacio Tellechea Idígoras,
Ignacio de Loyola: la aventura de un cristiano¸ Segunda Edición, UCAB, Caracas 1998.
16 Conferencia del Padre Peter Hans Kolvenbach con motivo de la Reunión Internacional sobre Educación Superior de la Compañía de Jesús. Universidad de Santa Clara, California, octubre de 2000. Roma 2001, Mímeo.
17 Peter Hans Kolvenbach, Opciones y compromisos. Provincia de Venezuela – UCAB, Caracas 1998, p. 79.
18 Para un conocimiento amplio sobre el tema: Miguel Beltrán-Quera, SJ., La pedagogía de los jesuitas en la Ratio Studiorum: la fundación de colegios, orígenes, autores y evolución histórica de la Ratio, análisis de la educación religiosa, caracterológica e intelectual. Universidad Católica del Táchira, Centro de Estudios Interdisciplinarios, Caracas
19 Darío Mollá, El “más” ignaciano. Tópicos, sospechas, deformaciones y verdad. Escola Ignaciana d’Espiritualitat, Colección “Ayudar”, Barcelona 2015; Carlos Rafael Cabarruz, SJ, “El Magis ignaciano. Impulsos a que la humanidad viva – apuntes a vuelapluma-, Revista Diakonía, 107 (septiembre 2003) 34-62.
20 Aunque normalmente cada institución es autónoma, con el tiempo se desarrollaron formas de comunicación y organización dando como resultado tres grandes asociaciones o sectores educativos: la Federación de Fe y Alegría, presente en más de 16 países, con una coordinación común a todos; la Federación de Colegios de la Compañía de Jesús y la Asociación de Universidades confiadas a la Compañía de Jesús en América Latina, organismo internacional fundado en 1985.
21 SIC, 160 (1953) p. 448.
22 Ibíd., p. 450.
23 Conferencia Episcopal Venezolana, Cartas, Instrucciones y Mensajes, Tomo 1-A Introducción, compilación y notas por Baltazar Porras Cardozo, UCAB – Centro Venezolano de Historia Eclesiástica, Caracas 1978, p. 233.
24 “De esta manera, por medio de la Iglesia, todos los poderes y autoridades en el cielo podrán conocer la sabiduría de Dios, que se muestra en tan variadas formas” Ef. 2,10