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Poética del niño gamberro

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Por NELSON RIVERA

En las madrugadas de 1943, Charles Simic escuchaba la radio. Tiene unos cinco años, su país está ocupado y el mundo está en guerra. El insomnio queda sembrado para siempre. Ese modo insomnio con que observará las revulsiones del mundo.

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Caminaba de puntillas. Escuchaba noticias perturbadoras e incomprensibles. Dos años antes, sobre el edificio que estaba al cruzar la calle, había caído una bomba de la Operación Castigo (durante la Operación Castigo, más de 2 mil 200 bombarderos del Tercer Reich mataron a miles de civiles y destruyeron casi toda la infraestructura de Belgrado, en abril de 1941). Las llamas, la oscuridad del sótano: el sótano donde alcanzó a entender que muchos edificios habían sido destruidos.

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“Muchas personas perdieron la vida en la casa de enfrente, entre ellas una familia con un niño de mi edad. Por alguna razón, se estuvo hablando de aquel tema durante años. Una y otra vez tenía que escuchar lo buena que era aquella familia, lo guapo que era aquel niño e incluso cuánto se parecía a mí. Aquello me resultaba un poco espeluznante, pero me seguían contando la historia sin tener en cuenta que me pudiera impresionar”.

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Con los niños del barrio juega a la guerra: ametrallamientos, bombardeos. Tatatatá. Se instalaban en lo que había sido el comedor del tercer piso. Desde allí escuchan los gritos de las madres que los llaman.

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En la primavera de 1944 llegan nuevos bombardeos. El turno de los aliados. Simic padre se asomó al balcón y gritó: “Los americanos están lanzando huevos de pascua”. Hasta el verano la familia debió moverse de un lugar a otro, guiados por la marea o la intuición o por el miedo. No era posible saber dónde caerían las siguientes bombas.

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El padre era un bromista inextinguible. Una noche llegaron los de la Gestapo. Simic niño lo vio: tiraron todo y se llevaron al padre a la fuerza. La desproporción. Lo liberaron pronto: no era con él, sino con su hermano.

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Están en las afueras de Belgrado, en casa del abuelo paterno. Verano. La noticia: en Yugoslavia se ha desatado una guerra civil.

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Simic va con su madre a la estación de tren a despedir al padre. Aunque nada le explican, la intensidad del ambiente lo dice todo. No volverá a verle hasta diez años después.

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Desde la casa del abuelo veía arder Bruselas. A veces se escapaba y caminaba por los alrededores. Se encontraban cadáveres en el río. No muy lejos, los combates. Los rusos se aproximaban. “En nuestro país las distintas facciones políticas y militares saldaban cuentas (…) A nuestro vecinos los ejecutaron en su propio hogar. La gente de nuestra calle desaparecía sin más. A nosotros no nos pasó nada. Mi madre estaba muy embarazada, apenas podía caminar. No tenía convicciones políticas”.

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En octubre de 1944, el pequeño Charles Simic estuvo a punto de morir. Durante un avance alemán escuchó el sonido de una bala pasar a su lado. A continuación, irrumpe la madre: lo tira al piso y lo cubre con su cuerpo.

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Por aquellos días nació su hermano. En la primavera de 1945 comenzó a ir al colegio. Tiene siete años. Las clases no eran regulares. Simic ya sabía leer y escribir. Y mentir. Extraía la pólvora de los proyectiles que encontraba tirados, la vendía y se compraba algún juguete. Lo hacía, aun cuando conocía a otro niño que había perdido las manos. “Me había convertido en un mentiroso profesional”.

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Callejea. No va al colegio, lugar de adoctrinamiento. En la ciudad pululan niños abandonados o casi abandonados. Hay pandillas, delincuentes precoces, matoncillos de fama, jerga que mutaba, lugares que deben evitarse. Serpenteaba. Robaba. Velocísimo escapaba de sus perseguidores. Alguna vez le dieron una paliza. Se mezclaba en asuntos que atizaban las rivalidades. Los alimentos estaban racionados. “Recuerdo entrar en una tienda de comestibles, agarrar cualquier cosa del mostrador y salir corriendo”. Un habilísimo ladronzuelo.

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A la madre le llegan noticias: el padre está en Trieste. A pesar del peligro intentan cruzar la frontera. Viajan en un tren en condiciones deplorables. “Aunque los alemanes se habían ido, todavía se sentía su presencia. Éramos serbios en Croacia, donde los fascistas se habían dedicado a exterminar serbios en el transcurso de la guerra. Apenas abríamos la boca”. Al llegar habían cerrado la frontera.

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Segundo intento. A cambio de dinero, les ayudarían a cruzar la frontera por Austria. “Era casi de noche cerrada cuando un hombre nos recogió y nos condujo a un caserío donde nos esperaban dos hombres armados. El resto de la noche lo pasamos escalando montañas. Mi madre llevaba a mi hermanito en brazos. Le habían dado algo para que durmiera. Teníamos que permanecer en el silencio más absoluto incluso cuando descansábamos por unos instantes”. En la absoluta oscuridad, uno de los hombres enciende un cigarrillo. De inmediato se escucha un grito en alemán. Disparos. Los hombres huyen. Se quedan solos. Al minuto los captura una patrulla austro-americana. Los conducen a unos barracones y entregan al ejército inglés. De allí, hasta la frontera, donde pasan al control de guardias yugoslavos. De prisión en prisión, hasta llegar a Belgrado. En dos ocasiones el pequeño Charles Simic fue encerrado en celdas atestadas de hombres.

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1947 y 1948 son años de hambre extrema. La madre y los dos hijos pasan días sin comer. Practicaban el trueque. Todo lo entregaron a cambio de animales o alimentos. Simic tiene diez años y lee lo que encuentra en la biblioteca de su padre. Con desafuero. En las madrugadas el insomne enciende la radio y descubre el jazz. Ellington, Basie, Holiday. Sueña: ese es el mundo al que quiere pertenecer. No iba al colegio. Vagabundeaba y mentía. Se metía durante horas en las salas de cine, fan del cine americano. Hasta que la policía dio aviso. “En septiembre regresé al colegio un curso por debajo de mis compañeros de clase, y me di cuenta de que odiaba aquel lugar. Sabía que era cuestión de tiempo que me volviera a meter en un lío”.

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Simic jugaba baloncesto en la calle, cuando escuchó la voz de su madre. Le dijo, así de súbito, nos vamos de vacaciones. Sin maletas. Dos días después están en París, extenuados. Un año viven en un hotelucho: Charles duerme en el piso. En la única cama, la madre y el hermano. La pobreza se hizo extrema. Sus vestimentas son objeto de miradas en las calles. Los camareros y los peatones les temen. Entiende que es percibido como un extranjero sospechoso. Un niño a punto de robar.

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Ingresa a un colegio donde sus desventajas se profundizan. “Se limitaban a poner ceros en todas las asignaturas”. Pronto se incorpora al grupo de los patanes. Algunas noches sale con los malandrines del colegio. Tiene 15 años —1953—, confinado en un rincón del aula, ajeno a sus hechos. Más o menos por aquellos tiempos, en Simic aparecen, cada vez más nítidos, trazos de vidas imaginarias. Estando en París la familia encuentra unas clases gratuitas de inglés, que dictan en el World Church Service. Los tres asisten.

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“A principios de junio de 1954 nos entregaron los visados para viajar a América. Tardamos algunas semanas más en sacar los billetes para el viaje. El World Church Service nos pagó los billetes y, además, sin escatimar dinero. Embarcaríamos en el Queen Mary el 5 de agosto”.

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El adolescente inicia una etapa de vértigo, de descubrimiento de otros mundos. Aunque viajan en una especie de tercera clase, Simic se las arregla para pasar hacia los laberintos del inmenso trasatlántico: tiendas y restaurantes franceses, mujeres elegantísimas y perfumadas. La visión de Manhattan le deja sin palabras. Del otro lado de la aduana, el padre. En el hotel al que los conduce el padre, un descubrimiento: un televisor en el que transmiten un juego entre Dodgers y Giants. Ese mismo día, 10 de agosto de 1954, salen a caminar, les compran ropas y zapatos. “Esto fue solo el comienzo. Luego pasaríamos juntos muchas noches como aquella”.

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Al tiempo les alquila un apartamento en Queens. El hombre regresa a su trabajo y Charles viaja con él. Lo que surge entre ellos no es la relación padre e hijo, sino una amistad. Siente fascinación por la lengua inglesa. Lee a Mark Twain y a Ernest Hemingway. Apenas sin trámites ingresa en una escuela. A menudo permanece en silencio, le avergüenza su acento. Trabaja al salir de la escuela, los días sábados: contaba tornillos que se utilizaban en la construcción de aviones. Por lo tanto, cada pieza tenía mucho valor. Adquirió un tocadiscos barato y sus primeros discos de jazz. Los domingos consistían en recorrer Manhattan e ir al cine. “Me sorprende lo poco que tardamos en sentirnos en Estados Unidos como en casa”.

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En 1955 van a vivir a Chicago. Simic explora la pintura y la poesía. Sobraban las oportunidades de trabajo. El sueño americano resplandece. “Mis mejores maestros, tanto en arte como en literatura, fueron las calles por las que vagué”. Va a vivir solo. Pasa horas en la biblioteca. Lowell, Jarrell, Stevens, Pound. Charlie Parker y Stan Getz. Paulatinamente se incorpora al mundo de personas afines. Era prolífico. Sus primeros poemas aparecieron en la edición de invierno de 1959, de Chicago Review.

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Podría añadir aquí más episodios de los avatares, dificultades, borracheras, errancias y los virulentos giros que se produjeron en la vida de Simic, hasta que fue reclutado en 1961, experiencia con la que finaliza sus memorias. No quería seguir siendo un extranjero. Su anhelo más profundo: integrarse. Pertenecer. “Creía a pie juntillas en el sueño americano”.

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Lo afirma en Una mosca en la sopa: en cuatro o cinco años se había convertido en otra persona. “El experimento que estaba realizando el siglo con el exilio todavía no había terminado”.

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A continuación, New York. Horas y horas en salas de cine. “No soltaba los libros ni para mear”. Vino el asombroso descubrimiento de la poesía latinoamericana. Una amante, que le doblaba la edad, le dijo un día: Tengo la impresión de haber vivido más noches que días a lo largo de mi vida.

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Charles Simic escribió su libro de memorias en sus cincuenta años. Lo que vino, una vez que el veinteañero finalizara su período en el ejército, quizá pueda metaforizarse así: la expansión de una vida. Su florecimiento amoroso y crítico, entrañable y distante, que atraviesa sus escrituras: poemas, cuadernos de notas, artículos y ensayos literarios.

En todas, el mismo hilo firme: su limpio uso de la lengua inglesa, como si ella fuese el instrumento para observar, descomponer y clarificar el mundo.

En todas sus escrituras, el niño que fue testigo de los horrores del siglo XX. El que incorporó un cierto humor, un giro de comicidad, una jovialidad con la que levantar un coto, para impedir que la memoria de lo padecido se lo tragara de una vez para siempre.

En todas sus escrituras, el niño por su cuenta: hombre que se ha hecho cargo de su vida. Que afirma: no represento a nadie. Que se espanta ante los propósitos de perfección, germen de los totalitarismos.

En el niño gamberro están los sustentos de su ars literaria: las visiones que irrumpen en la mente del que no logra conciliar el sueño; la imaginación salvífica, fascinación por lo inesperado; la alarma ante la intrusión de la fuerza; el desprecio por las formas unilaterales del poder; la cautela que exigen las apariencias; la empatía —distinta a la solidaridad— dirigida a los condenados; los mínimos secretos a la vista del modo de vida americano; las potentes imágenes de la opresión; pero también, a fin de cuentas, esa especie de ventana abierta que está al final de todas las cosas: ese algo de la vida que, a pesar de todo, sonríe.

Charles Simic: el eterno niño gamberro.


*Una mosca en la sopa. Memorias. Charles Simic. Traducción: Jaime Blasco. Vaso Roto Ediciones, España, 2010.