Por FREDDY CASTILLO CASTELLANOS
Mnemósine
La memoria y el azar poseen hilos secretos que se cruzan en su lugar predilecto: el laberinto.
La memoria tiene pasadizos ocultos, pero no se pierde. Tú te pierdes en ella. Perder la memoria, en realidad, es perderse en la memoria. Es perder su hilo.
La memoria también es un bosque. Sus árboles, a veces, no te dejan verla. Procura siempre alcanzar un claro en su interior y trata de leer desde allí a María Zambrano, como quien celebra un ritual arcaico.
La memoria tiene vida propia. Tú no la tienes. Ella te tiene a ti.
La memoria tiene más futuro que pasado, aunque contenga todos los pasados.
La memoria puede ser silenciosa e invisible, pero está ahí, más viva que nunca, acechándote.
Cuando la memoria habla, tú callas. Cuando la memoria calla, tú ni hablas ni escribes. Te dejas llevar por su rumor.
La memoria no escribe hoy porque lo escribió todo mañana.
La memoria atesora personajes que parecen perdidos para siempre. Un día, que puede ser hoy, uno de esos personajes aparece y te dice lo que nunca se atrevió a decirte hace décadas. Son las viejas celadas de Mnemósine, madre de todas las musas.
La memoria se detiene algunas veces y rememora. Después vuelve con más bríos y te inunda.
La memoria es una mañana en el mar porque dos amantes escuchan el aria de las Bachianas brasileiras Nro. 5 de Villalobos.
La memoria es un territorio infinito, un légamo que no termina.
Pero la memoria suele dislocar su brújula y se va al pasado, por irse al futuro.
Se equivocó la memoria. Se equivocaba.
Rothko
Han salido del convento.
Él la toma de la mano y miran el cielo de Florencia.
Por la dulzura de su Anunciación
y por el espacio armonioso de sus frescos,
invocan, agradecidos,
el nombre de Fra Angelico.
Hace poco, en Roma, supieron
que ella dará a luz el próximo diciembre.
Un dulce asombro los conmueve.
Cetrería
Amaba la alquimia y los poemas
Era letrado triste y ardoroso
Le compuso a Constanza algunos versos
que llegaron a sonar purísimos
en la noche siciliana
Pero su fuerte eran el trono y la caza
Disponía de halconeros y de pajes
con esa rara complacencia
que suelen tener los sabios cuando aman
Nada le hicieron a su alma dos excomuniones
anodinas y torpes como todas
Era primo de Tomás de Aquino
Era poderoso pero también poeta
rareza que la Historia y Platón
no comprendieron nunca
menos la vida turbia
de los pobres ejércitos del Papa
Se llamaba bellamente Federico II de Suabia
El paisaje soy yo
El paisaje invisible.
El hombre ante el paisaje invisible es el paisaje.
Ante el paisaje total,
el hombre siempre se hace invisible.
La despersonalización del poder
Cuentan que un día de 1930 varias madres fueron de visita al Kremlin con sus pequeños hijos. Se trataba de un desayuno con el jefe absoluto, quien había dispuesto para sus invitados generosas atenciones. Al salir, uno de los niños preguntó: “Mamá, ¿por qué es tan amable el camarada Stalin?”. La respuesta, lacónica y precisa, se apoyó en la ventaja argumental que otorgan las tautologías y terminó siendo todo un tratado sobre el poder: “Porque es el camarada Stalin”.
Nada habría que agregar ante la redondez de esa constatación irrebatible, si no fuese necesario hacer la salvedad de que la sacralización del poderoso reviste en cada caso diversas particularidades. Así, no se requiere ser Stalin para provocar una respuesta como la transcrita. También un presidente democrático puede concitar adhesiones de esa índole, porque no se trata solo de la persona ni de la forma de gobierno que consideremos en un momento dado. Se trata también del cargo en sí mismo, de la Silla Presidencial o de la Corona, convertidos en abstracciones que confieren automáticamente potestad y sabiduría a sus detentadores.
Una tradición milenaria en el mundo y cinco veces secular en América Latina (más larga si incluimos altatloani precortesiano) registra múltiples casos de gobernantes —autoritarios o no— que también fueron “educadores”, “sanadores”, “polifacultos” y “oráculos”. La literatura, con mayor efectividad que la ciencia social, nos ha presentado la esencia y los detalles de ese teatro, tras cuyos bastidores se mueven antiguos arquetipos y atavismos. Shakespeare, Camus, y buena parte de la novela hispanoamericana, suplen con profundidad, gracia y permanencia, el vacío explicativo que han dejado muchas teorías “rigurosas” sobre el poder y el personalismo, postuladas desde estratos académicos. Enrique Krauze, en quien se unen el talento literario y la inteligencia del historiador, demostró con su trilogía sobre la historia política de México, que se puede escribir acerca del caudillismo, sin pecar de reductivo. ¿Cómo lo hizo? Reivindicando un género y escribiendo así la biografía de los poderosos, sin temerle a la simplista acusación de carlyleano. Entre nosotros, Manuel Caballero lo ha hecho en forma análoga —y brillante— con Gómez y con Betancourt. De esa manera, los memorables libros de Díaz Sánchez (Guzmán, elipse de una ambición de poder) y de Picón-Salas (Los días de Cipriano Castro) van dejando de ser unos solitarios en la bibliografía venezolana indispensable sobre el tema.
La poesía de Jesús Enrique Barrios
Por su insobornable amor a la poesía, Jesús Enrique Barrios fue gratamente retribuido por ella. Solía presentársele desnuda para recibir de su alma alguna vestidura de ave o de rosa, de pez o de nube, siempre mediante una palabra inesperada y encendida. Desde hace un año están juntos para siempre o tal vez esperando nuevas migraciones. Dios sabrá, “aunque no tanto”, como diría el propio Poeta.
Las breves líneas precedentes no son más que un intento (probablemente fallido) de acercarme a uno de los inconfundibles tonos del Jesús Enrique, en cuyo discurso, hablado o escrito, las palabras danzan e inventan nuevos pasos, como lo demuestra su hija Isabel cada vez que sale a un escenario para bailar la poesía de su padre. Bien. No voy a irme ahora por la imitación de tonos, ni tampoco por la reseña de los principales rasgos que aprecio en su escritura. Simplemente, voy a recordar algunos rasgos de su persona y de su obra que estimo ineludibles.
El poeta Barrios, sin aires de maestro, fue, en verdad, sutil y amablemente un hombre que repartía conocimientos. Varias generaciones de estudiantes universitarios lo recuerdan con admiración y gratitud. Pero no solo ellos. También, sus amigos, a quienes en amenas charlas fue prodigándoles el universo de sus muchas lecturas, pueden —podemos— evocar la fortuna de haberlo tenido como guía generoso y oportuno. Nunca dejaba de responder una pregunta. Si no tenía en el momento el dato preciso para la respuesta, siempre nos regalaba una sabia reflexión que resultaba suficiente.
Literatura y filosofía fueron un solo cuerpo en sus búsquedas intelectuales, de allí que su poesía discurre a medio camino entre la lira y el pensamiento. Si algún tema teológico lo ocupaba, apelaba a una sentencia irreverente para resolverlo, sin perder nunca la lógica impecable de su razón poética. Sin embargo, a veces nos sorprendía con una metáfora que huía de su referente original y nos llevaba hacia nuevas zonas del misterio. Porque, precisamente, el poeta Barrios quería preservar misterios, no ensayar conclusiones que sabía provisorias. Procuraba añadir nuevas preguntas y enriquecer las viejas, como había aprendido de Borges y de Kafka, cuyas obras nunca dejó de frecuentar.
Sus poemas en prosa y en verso, sus aforismos, sus relatos y sus ensayos, son el testimonio de una vida entregada sin pausa a la palabra. Esta selección proviene de diversos libros publicados del poeta. Incluye también algunos textos inéditos. Esperamos que sea una muestra representativa de las constantes expresivas del autor.
Ariosto y los árabes
Además de representar un magnífico homenaje a un clásico de la poesía italiana (Orlando Furioso) y a su autor (Ludovico Ariosto), este poema contiene ciertas presencias fundamentales en la obra de Borges. Enumero algunas de carácter metafórico: el libro como metáfora del universo, el sueño como vida y la vida como escritura. También hay otras de carácter temático, entre las que pueden destacarse la épica europea, la lectura y, por supuesto, los árabes y sus maravillas. Los lectores del poema podrán encontrar muchas más en este campo minado de constantes borgeanas.
Empezar diciendo que “nadie puede escribir un libro” es plantearse de una vez el propósito ilusorio de la escritura verdadera: la creación de un mundo. El poeta solo puede dedicarse a “soñarlo”, un poco a la manera del mago de Las ruinas circulares que quería “soñar un hombre”, no “soñar con un hombre”. Así Ariosto, en su Orlando, se afanó en “soñar lo ya soñado”, que es, de algún modo, escribir lo ya escrito y tejer “en un largo poema” la madeja de un “resplandeciente laberinto” (otra metáfora borgeana), diseminado en diversas historias y leyendas urdidas por “la memoria y el olvido”, presencias, también, muy de Borges, el memorioso, quien en su ontología negativa afirmó una vez que sólo una cosa no hay: el olvido.
Sueños de Oriente y de Occidente encuentra Borges en Ariosto y su Orlando. Los menciona con delicada precisión en su poema. A lo largo de los siglos, esos sueños (el libro) se han convertido en “…una risueña / región que alarga inhabitadas millas / de indolentes y ociosas maravillas / que son un sueño que ya nadie sueña”. El Orlando queda solo, soñándose a sí mismo, sin que lo interrumpan las notas de los eruditos, que, en lugar de acompañarlo, se alejan de su sueño, es decir, de su vida.
En Buenos Aires, en una sala desierta, un hombre lee un “silencioso libro” que viaja en el tiempo y que sueña con “agrado lento” un largo «ocio de caminos», tal como lo quiso con deleite su italiano autor. El hombre ve la luz de la tarde que cae sobre la portada de la edición milanesa que acaba de cerrar. Escribe entonces Ariosto y los árabes, que es también un sueño, pero “un sueño presuroso”.
La brevedad poética de Ana María Del Re
La poesía de la venezolana Ana María Del Re, reunida hasta ahora en tres espléndidos libros (Trazos, Nocturnos y La noche todavía) es un magnífico ejemplo de concisión expresiva. La brevedad, que en algunos de sus cultores no ha pasado de ser una simple forma, adquiere en ella la difícil hondura de una poética.
Esa primera apariencia de sus textos (51 palabras tienen los dos poemas más largos de esta selección), antes que una retórica, es un diálogo con el instante. Desde los poemas de Trazos su obra explora una luminosa concentración de la palabra. Lo hace porque le importa más la emoción vivida en ella (“su nostalgia/ su íntima penuria”) que el despliegue verbal que podría reproducirla. Más cerca de la transparencia que de la máscara —para decirlo con vocablos de su afecto—, Ana María Del Re también vive e indaga en la noche: una noche en la que el sol permanece en las ventanas, con su rosa blanca, sola, “hasta que llegue el alba”.
Traductora y estudiosa de la poesía en varios idiomas, Ana María Del Re ha dejado para sus poemas el espacio de la limpidez, por más cultura literaria que haya —la hay— en su vida. Y eso se lo agradecemos los lectores.
En esta selección apreciarán, además del paisaje de la noche, unas páginas que son cuerpo. Mejor dicho, unos poemas que son un latido. Como se sabe, los latidos no duran mucho. Tienen, al decir de Santo Tomás, “la abundancia justa”. Yo mismo ahora, leyendo a Ana María Del Re, siento que en medio del silencio “canta un pájaro” en la página, y que yo le respondo.
Se llena la noche y aquí me quedo.