Por VERÓNICA JAFFÉ
Eran de valentía las lecciones,
del arte de estarse erguida
y que la gente hablara
—y tú, tranquila, madre—
y en la mente…
ir trazando un curso,
bajar largos escalones
hacia una orilla
que terminara con todos
casi todos tus temores.
**
La arena negra que llevo en el brazo
es mi mancha de sombra.
Es tierra oscura de agua
como lo era la playa
donde se bañaba mi madre
como gallina con sus pollitos.
Pero barullo no es sólo
de madres o gallinas:
es espesura de un sueño que sueño,
cuando lo hago con angustia.
Silencio de un padre
alemán medio judío.
**
Árbol, ¿autorretrato con el vestido puesto al revés
y una manga vacía, desvariando,
empobrecida, pero no demente?
Así me vi en mi madre en sueños,
humilde.
No humillada.
Porque los apamates estaban en flor
y sé por ella
que la contemplación
de tal belleza
es señal
de gracia divina.
**
Ojalá, dije, pudiera irme
aunque fuera en jaula abierta
y bajar por el camino del sueño de anoche.
Irme, dije, pero en alemán,
weggehen oder wegsein,
y se abrió un resquicio
más por dentro:
ser yo misma un camino
hacia un sueño o poema.
Para B.H.P.
**
Un viejo, una niña
entran en un agua contaminada,
no sé cómo pero sé que van en busca
de cadáveres.
Antes la pesadilla había traído
elefantiásicos ancianos incontinentes,
y desde el principio sabía que sucedía
en Egipto.
¿Es que no me queda sino aceptar lo esfinge
y lo desierto y estas arenas
movidas por el viento,
dunas huyendo
hacia el sucio
horizonte?
En la mañana, me digo,
veré pasar el gran río.
**
Del dique casi seco, del erial,
y del país perdido había soñado.
Después supe
que no era solo sueño
matutino estéril,
agotado.
**
Como cuando en un accidente
se pierde un pie o una mano,
como cuando a un roble o castaño
le cortan las ramas más grandes
sobrevino un sufrimiento o furia
parecido a un dolor fantasma.
Pero no. Lo perdido puede más,
quizás por menos evidente.
Como un viejo libro o país poema
apretado al cuerpo
para protegernos, ambos,
del torrente, de la lluvia,
la feroz jauría,
fantasmal espanto.
**
¿Por qué un país sí perece?
¿Como la gente, puede morir y pasar desapercibida su muerte
y sólo tiempo después se descubre el cadáver y la podredumbre?
Algo así me pasó en los últimos meses de la estadía en Munich.
Había decidido armarme de valor y visitar el campo de concentración de Dachau en las afueras.
De regreso no pude entrar a mi casa. Cerraba el paso una urna
de aluminio y bordes sellados con plomo. Algunos hombres de uniforme la rodeaban. No dijeron nada, se fueron cargando con ella.
Un vecino contó. La señora que vivía sola en el mismo piso había muerto hacía dos semanas y nadie se había dado cuenta hasta ahora.
Entonces recordé que hace días había sentido un olor y limpiado afanosamente, cocina, baño, habitaciones.
**
Eran gusanos grandes cubiertos de espinas para protegerse de los predadores.
Pero sus colores eran hermosos.
Así me parecieron, cuando los descubrí en la amapola del jardín de mi infancia
y quise tocarlos.
Eran venenosos.
Tiempo después aprendí que así insultaba Fidel a los emigrantes.
Mi madre contaba con tristeza de su entusiasmo cuando fue a escucharlo joven a la plaza de El Silencio, poco después de que triunfara.
**
Pico y pala, hacha afilada un machete para podar
los arbustos
usaba con destreza un hombre calvo que a veces
me ayudaba
a reparar juguetes. Mis padres lo hospedaban.
Le decían Fin de Mundo, porque solo de eso hablaba.
Tenía un número tatuado en el brazo,
como las señoras judías que vendían cuadernos, lápices, colores.
Cuando murió, supe que había venido de la blanca Rusia o Lituania,
y que también a los guardias y verdugos
en los campos los tatuaban.
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De memoria debía aprender versos en la escuela
(recuerdo el largo poema sobre una alta señora cruel, alpina).
Prefería subir al monte y soñarme otras vidas o aventuras,
hasta que en la quebrada de los pajaritos me partí un pie
y el perro, asustado, corrió hacia adelante y hacia atrás y ladró:
«Álzate, aunque sea a saltos baja a la casa,
allí podrás escribir versos de memoria a la
cálida montaña compasiva.»
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Con una lima quisimos escapar
por los barrotes en la infancia.
Hoy uso papel de arena para lijar asperezas
de una rabia encallada escritura
pero quizás no se aprenda así poesía
ni nombrar la adultez entera.
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No hubo refugio en Londres
y de aquellos árboles ancianos,
quedan cuatro castañas
que mejor, me dijeron,
nunca echara al fuego.
**
No es casa, son castañas
lo que agradezco
del parque con sus
árboles centenarios.
Cuando el Blitz, pienso,
también estaban.
Parecían inconmovibles
y yo sigo mi camino.
**
En alguna parte leí que un tono,
sol mayor,
significa luz de esperanza
en la noche desespero.
En otra más que el miedo,
cuando es trabajado,
puede volverse incentivo
para el cuido.
También que la verdad,
aunque casi nunca nos libera,
a veces
puede consolar.
¿Encontraré el tono entonces,
más bien sol sostenido,
que en verdad anuncie
el fin de la noche, la ventura
del cuidado y liberal consuelo?
**
Cuando quelusa lechuza
de sigiloso volar y
verso vivaz soltó que
«el error fue quedarse,»
no pensé ni en calles ni
cielos de París fraternales,
ni en lo que cantó el gorrión
de noche la alondra, ahora.
Ahora sé: fue esa su
melodía blanca helena,
es decir, antigua,
amiga, mediterránea,
y he aprendido: no nos
arrepintamos de nada…
c’est payé, balayé, oublié
je m’en fous du passé…
Para Q.
**
Por miles y miles en miles de años
han migrado las aves
ante las heladas
animando las rezagadas:
no lloren, aún con el viento
en contra volaremos,
y aparecerá polluela
la esperanza.
Para M.C.C y M.R. una maestra migración
**
¿Qué tanto es distante esta parte mía de esta otra?
¿Cuándo sentiré pasada la duda?
¿O es que es ella la fuente, íntimo río?
Y yo, ¿qué? ¿Sombría laguna?
Da lo mismo. La pregunta no es de identidad ni locura.
Y si fue oscura o no mi fuente, de mis padres tomo
todas mis distancias mis dudas.
**
No tengo imagen de mí misma,
me dije, cuando comencé a ordenar recuerdos.
Sólo fotos de tiempos más amables y lugares
de nombres olvidados.
Haré un mapa que quizás me ayude
a viajar a la infancia.
*Los poemas aquí reproducidos pertenecen al más reciente libro de Verónica Jaffé, Fugaz lagartija (Kálathos Ediciones, España, 2024).