Saúl Figueredo | Rebeca Martínez

Por SAÚL FIGUEREDO

            1.

Sobre la orilla de este lago obraré una morada propicia con madera de cedro y madera de ciprés. Todas las mañanas, para ejercitarme, para restaurarme, nadaré hasta el centro abismal del lago. Allí cerraré los ojos y sentiré que me borro como el agua se pierde en el agua y cundirá un siempre insólito sosiego hasta que me rescate a la vida la fatiga. El trabajo de mis noches exigirá sin duda esa rutina de muerte matinal, porque pretendo darles nombre a los cautiverios de mi alma, pretendo asegurarles alojamiento en este mundo. Yo me empobreceré con gusto cuando se realice mi multitud de fantasmas. Me alegraré como un padre cuando me lleguen las noticias de sus aventuras en lugares lejanos. Sonreiré satisfecho, por ejemplo, al saber que ella, la predilecta, urde extravíos como una bella Lorelei.

            2.

Yo tengo una dama ni siquiera Dulcinea —de alguna fisura del tobo—, sin rostro; sin cuerpo más allá del que ciertos adjetivos, ineptos y acaso falsos, puedan convocar; sin vestido de color sangriento o verdoso; sin nombre.

Ocupo las tardes apacibles tanteando las fronteras entre el recuerdo y lo inventado. Ya no me atrevo a emprender de noche. Un amigo envejecido suele decirme que hasta las revelaciones se olvidan. En su juventud fue sabio: alcanzó cumbres y silencios insospechados, trazó constelaciones inéditas en hemisferios ocultos y se dejó morder por el fuego que sigue al terremoto y que alberga un ansiado rumor. Ahora se embriaga y sufre, a veces, cuando no vive la normalidad carísima.

Regreso y me defiendo: la descripción es inútil. Nadie puede ver el rostro que la página entrega por partes. Lo que no quiero recordar no merece la injuria de una descripción insuficiente.

Regreso y algo me amonesta. Tú no has vivido nada, no has sido visitado ni elegido. Acólito de tu propia insuficiencia, adoras no más que un poco de frío—

En el lago de cuyo seno nada saldrá que respire y se desangre.

            3.

Recuerdo haber dicho:

Que esta cosa sea.

Que sea, además,

como le corresponde ser

y no de otra manera.

Instauré, entonces,

aquella cosa—

la situé en el mundo.

Dejé que fuera

una cosa entre las cosas.

Pero ahora me pregunto

qué cosa era

y cuándo y cómo

la olvidé.

            4.

Recomendaba posturas y me amonestaron—

ahora voy publicando intentos.

Digo, con humildad: yo trato de ser insobornable.

Pero cómo me gustaría que ella,

la muchacha de inclinación tornadiza,

comprara mi sumisión agradecida

e hiciera de mí, progresivamente,

su piedra preciosa,

su piedra común,

su trozo de nada.

5. PRIMERA SALIDA

I

Una armadura en su museo,

o cilicio sonámbulo,

o andrajo paciente,

o cosa, simple cosa,

cuyo reposo adoncella

lo que el corazón tiene

de Maritornes.

 

Jornadas de sol eximio,

ayúdenme a vulgarizar

lo que el corazón tiene

de pájaro incólume.

 

II

La inmovilidad me redujo—

igualó el mundo a lugar mezquino.

Uno de tantos,

partí de una región corta,

de un hogar plagado,

y ya ni siquiera

con odio trabajado,

sino con odio exhausto,

maldije a los roedores.

 

Ahora busco a mi amiga.

Yo quiero pasar, sin cuidado,

de la celda al peregrinaje ardiente

y asumir los milagros cotidianos

y ensanchar la ruta compartida.


*Saúl Figueredo (1995, Caracas, Venezuela). Vive actualmente en Buenos Aires.


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