Por NÉSTOR ROJAS
Si mi hermana hubiese leído Las flores del mal
Si mi hermana Elisa no se hubiese comido las Flores del Mal
en vez de leerlas,
estaría conmigo como aquella última vez en que juntábamos las hojas secas
de los árboles de mango.
En las tardes perseguíamos las mariquitas escarlatas de siete puntos.
Ella pasaba el día comiendo flores y jugando con los escarabajos.
Si mi hermana Elisa no se hubiese comido las Flores del Mal,
le explicaría con lujos de detalles, como si fuese ayer,
por qué los fulmares vagabundos persiguen a los navíos de los pescadores.
Ella nunca supo que crucé el Mar Caribe en un barco llamado El Fulmar.
Si mi hermana Elisa no se hubiese comido las Flores del Mal,
le diría el motivo por el cual los guácharos viven como murciélagos
en las frías cavernas de la selva.
De noche arrastran los lamentos de las tinieblas más oscuras
y después son capaces de quedarse suspendidos apenas amanece.
Cuando el sol cae nuevamente despliegan sus alas y se van silenciosos
hacia las zonas más lóbregas.
Dicen los expertos en cuevas que los guácharos vienen del país de las serpientes.
Si mi hermana, la que comía flores y tenía los ojos como un día de verano,
no se hubiese muerto aquella vez bajo la lluvia, hace ya unos cuantos años,
ella y yo volveríamos a jugar a los barquitos de papel.
Los echaríamos a andar siguiendo las corrientes de agua del cielo.
Si mi hermana Elisa no se hubiese comido las Flores del Mal,
en vez de leerlas,
le diría que el nido de un aguaitacamino es como mi madriguera:
Un montón de hojas y libros y lápices de colores encima de los pantanos.
En ocasiones su recuerdo atraviesa mi pasado y se queda observándome.
Yo sé que ella no ha muerto,
que lo único que quiere es que le cuente lo poco que he vivido.
Ella sabe que yo he visto a los árboles vestirse de blanco.
Quiere que le diga cómo suenan mis pasos al hundirse en la nieve.
Ella no sabe que soy un extranjero en la tierra de los pájaros grises.
Y que a veces no encuentro qué hacer con mi silencio.
Ella no sabe que dejé los sabanales y ahora soy un exiliado
dispuesto a esconderse en la casa de un triste caracol.
Si mi hermana muerta hoy saliera de mis ojos
como sale la luz de los viaductos celestes,
la llevaría al lugar donde aún no comienza el otoño y florecen los geranios.
Si mi hermana muerta no hubiese caído al suelo aquella mañana diluviana
en que el diablo peleaba con la diabla y llovía y llovía,
la tendría aquí conmigo, comiendo palomitas de maíz.
Seguro le leería este poema para que abra los ojos.
Y luego nos iríamos a recorrer los pueblos despoblados que aquí se borran del mapa.
Si mi hermana muerta no se hubiese ido aquella mañana del diluvio
no le hablaría de los velos del misterio y de la Muerte
porque ella conoce esos fríos paisajes de telaraña.
Y conoce los trabajos del tiempo y sus despojos.
De eso su cuerpo puede dar testimonio.
Si mi hermana Elisa no se hubiese comido las Flores del Mal
para este invierno le compraría un paraguas de muchos colores.
Y nos iríamos a la tierra del sol donde siempre es primavera.
Para ella da lo mismo que allí llueva porque otra vez no volverá a morirse.
Si mi hermana no se hubiese comido las Flores del Mal de Baudelaire
le contaría que hoy he visto la nieve caer como nunca,
pero también le diría que vi la primavera y los campos llenarse de girasoles.
Le diría que como ella tiene la forma de un fantasma pequeño
puede entrar y salir de cualquier parte y moverse como el aire.
Que como es invisible podría sacar mucho dinero de los cajeros automáticos
para irnos de vacaciones al mar de las islas esmeraldas.
Como recompensa, le mandaría a hacer una mariposa dragón
como tatuaje en su cuello de gacela.
Y luego nos iríamos los dos a las praderas de las luciérnagas
donde nunca anochece.
La herencia que dejó la abuela
En el desván en ruinas mi sombra mira la fotografía de una casa
que ya nadie visita. (Todos han muerto).
Sólo mi abuela sentada en su poltrona llena de cucarachas
fuma un apagado tabaco y piensa.
No se mueve. Ahora no respira.
Parece que está muerta con los ojos abiertos.
Un día caluroso la vimos partir.
Durante muchos años atesoró recuerdos como si fueran postales.
Dejó un camisón que nunca se puso.
Dejó viejas fotografías que el tiempo va borrando lentamente
pegadas en la pared de un cuarto a oscuras.
Mi abuela sigue sentada en su poltrona llena de cucarachas.
Sabe que el olvido carcome su recuerdo pero no dice nada.
Los santos que charlaban con ella tampoco hablan.
Nunca hablarán.
Con ella se murieron.
El cuento de la manzana y el gusano
Cuando la abuela enfermó no quiso levantarse de un mueble
que tenía al final del pasillo.
A veces ahí mismo comía, echada.
No quería siquiera lavarse las manos.
Después de muerta nadie veló por las cutias que se desesperaron.
Ni siquiera mi padre, que heredó el mugriento sillón y lo hizo suyo.
Unos meses después que los dos se murieron tuvimos que botarlo.
Recuerdo que la abuela nos decía que en el sueño era una cucaracha
que huía de nosotros.
Que por eso de noche se escabullía. Se iba al Otro Lado.
Aseguraba como si fuera cierto que hablaba con los muertos
y que esos fantasmas no estaban muertos porque de noche llegaban.
Decía que las cucarachas eran hijas de una gallina tuerta
y un zopilote con alas grandes que echaba fuego por los ojos.
Sé que la abuela nunca leyó a Kafka y tampoco oyó hablar de él.
Dudo que haya visto en su vida un abecedario con la cara de un ilustrado.
Pero ella era sabia. Lo fue antes de que naciera.
Componía décimas de memoria.
Y sacaba cuentas mentalmente.
Lo hacía con tanta maestría que nadie se comía ese cuento
de que ella no sabía leer ni escribir.
No era tonta mi abuela. Siempre nos decía, sin comprenderla:
“Nunca se sabe de qué parte de la manzana sale el gusano
que estropea a las demás”.
Entre las dos orillas
Me pongo en ángulo recto con la quilla.
A ver si veo los resplandores del álamo blanco.
Veinte años tardé en comprender
que la poesía me relaja los músculos.
Me quita las dolencias epidérmicas del cuerpo.
Cuando escribo ando apoyado entre nubes.
Me aíslo de la superficie.
En la altura máxima me despojo de mí.
Toco la maleza del aire, celeste y ligero.
Con los ojos alucinados veo entre las dos orillas,
el poema.
Banquete
La tristeza de las mariposas
es comida para los escarabajos.
El maestro a sus discípulos
Los bioquímicos quieren por necesidad.
Aman el envase,
nunca el contenido.
Los encantadores de serpientes,
floridos y locuaces,
aman a través de las palabras.
Mienten hasta el amor que no sienten.
Descubiertos son abandonados.
Terminan abrazados a su sombra.
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