Luz Helena Cordero (Bucaramanga, 1961) tiene un exclusivo vínculo con los espacios. Lo que nombra la poeta colombiana está tocado por los estragos de la memoria y la imaginación. Nada parece salir ileso cuando la autora cita y retorna a las acciones pasadas, mediante la humanización de los objetos y el escándalo de los animales domésticos. En su poesía vemos una intención narrativa y una confrontación entre los temas de la ciudad y del entorno rural. En este aspecto concreto no es gratuita la cercanía vehemente que tiene Luz Helena con la obra de Juan Rulfo. Lo interesante de todo esto es la unión que parece darse en estos lugares donde la poeta ha vivido o fingido vivir: la veracidad en poesía es un recurso más y no estamos a la disposición para comprobar o desmentir lo nombrado. Luz Helena estira las asociaciones, no tanto para lograr algo insólito, sino para enseñar otras manchas en los utensilios y en los espacios. Luz Helena mancha lo que nombra: lo ensucia para hacerlo más sensorial; amasa los elementos del poema para hacerlos más personales e intransferibles. Volver a las cosas cotidianas: lo que se acumula en la casa, los trastos, los «cachivaches», también pueden ser gemas o prendas valiosísimas. Forman parte de nosotros, su polvo acumulado y su vejez aparentemente estática nos pertenece («Hubo un tiempo en que importaba el tiempo/ y el reloj ocupó el lugar central en la pared»). En un mismo nivel de efectividad, cohabitan la infancia, la historia universal y sus horrores, la cadencia y la escatología.
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Un gato sigue a otro y el recuerdo se estira
y se enreda en los algodones de sus patas,
en los huesos elásticos de tibio manoseo,
en ese ronroneo que viene bajando por el cuello
para atravesar la víscera y el pensamiento.
No hay sombras ni recovecos
en donde no hayan pernoctado estos seres
de aire y pelo rutilante.
Sus ojos de cristal imposible
han escrutado la vergüenza y la risa,
todo temor ha sido medido por sus colas
en un ir y venir de lo hago no lo hago
y cuando se encaraman al techo en estampida
es como si huyeran de algo
que aflora en nuestro aliento.
Lucero
Tobita
Archi
Mono
Princesa
Nieve…
no son nombres de gatos.
Son esa forma de conjugar cuchilla y caricia,
silencio y orfandad, cortejo y huida.
Entre ruinas siguen buscando su comida,
meando los muebles, las camas,
la cara de la virgen, la cocina.
Ofenden con sus olores,
reclaman su ración de madrugada
y son nuestra excusa
para seguir hurgando en los rincones.
Nos ocupan, nos perturban,
se cagan en la herida,
nos rescatan y no nos dejan caer
cuando estamos a punto de sumirnos
en un hondo maullido.
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Amanuense de sombras
Padre escribe en su cuaderno:
El 5 de noviembre de 1989 se murió María,
la de la tienda de la esquina;
el 27 de mayo de 1999 murió Martín,
a quien pagué para que botara el gato sarnoso, que volvió;
el 26 de agosto de 1998 murió la comadre Matilde;
el 22 de noviembre de 1994 murió Humberto Villamizar.
Del año sesenta para acá han muerto treinta y cinco personas
en esta cuadra de la carrera octava…
Y en su afición de notario o amanuense
llena su obituario con los santos y señas
de vecinos, parientes, amigos,
con el rastro del hombre desconocido
de quien apenas escuchó comentar.
Uno y otro se superponen, se apiñan en los renglones,
en la hoja donde suma los trebejos y el párroco,
el remedio para los cólicos, el eclipse,
la visita de alguien, el regalo que le traen,
el costo de la pintura de diciembre
cuando barnizó la fachada,
motivos de celebración,
la fecha en que la hija menor se ha ido de la casa.
Y así, nombres y marcas del tiempo,
datos irrelevantes,
asuntos desdeñados por todos
son registrados como grandes noticias.
Podríamos quemar esas libretas,
caducos y jocosos apuntes del ocio.
Como si la vida no fuera
este inventario de sombras y triviales sucesos.
a José del Carmen, in memoriam
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Durmiente
Un hombre dormido en el parque
mientras los carros lo cubren con humo,
la ciudad camina por su lado sin verlo,
los perros husmean su olor anodino
y prosiguen con desgano,
el sol y el frío pasan de largo,
nada dicen sus brazos abarcando la tierra que lo acuna,
nada sus pies, inútil extremo del sueño.
Un hombre dormido en el césped
es un insulto al trabajo, a la prisa,
a la reputación de los bancos,
una burla a las obligaciones,
a la estadística, a los ascensores,
a los estantes de las notarías.
Dónde habrá ido tan lejos,
abandonó su cuerpo aquí
y no ha vuelto a recogerlo.
Fiel estandarte del ocio.
Un hombre dormido en el parque,
tan ajeno, tan piedra, tan bello.
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La flor y la cruz
Cuentan que los soldados afganos
aman el olor de las rosas,
que en medio de sus barbas espesas
aflora de su boca la rosada señal,
que en el cañón de sus armas florecen los colores
y antes de disparar aspiran su fragancia.
Dicen que los sicarios se persignan antes de matar
y agradecen a Dios después de la hora nefasta.
He visto la rudeza acariciar un potro con dulzura,
una madre que castiga con la efigie de un santo,
Beethoven rasgando la mordaza del reo,
un espanto que juega en los altares,
la virgen escoltando la masacre.
Esa visión alucinante es la rosa de Borges
antes de entrar en el infierno.
En todo ello no hay paradoja ni locura,
la flor y la cruz son parte del enigma.
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Luz Helena Cordero (Bucaramanga, Colombia, 1961). Psicóloga, especialista en Salud Ocupacional y magíster en Literatura. Su obra publicada incluye poesía, narrativa y ensayos literarios. Libros publicados: Cielo ausente (2001), El puente está quebrado (1998), Canción para matar el miedo (1997), Óyeme con los ojos (1996), Por arte de palabras (2009) y Eco de las sombras (2019). Mención de Honor en el Premio Mundial de Literatura José Martí (San José de Costa Rica, 1997). Primera Mención en el I Concurso de Poesía Fernando Mejía Mejía (Manizales, 1992).