El balsero
Cuando lo recogieron
era un cadáver más, boca arriba en la balsa,
con los ojos comidos por el sol,
los párpados abiertos que dejaron pasar
la última mirada interrogante
al cielo azul bellísimo, indolente.
Mirad el fondo de esas cuencas podridas:
ahí reposa la Historia con todos sus discursos.
Ofelia flota sobre las aguas verdes
A Sir John Everett Millais
Ofelia flota sobre las aguas verdes,
su cabello enredado entre nenúfares,
los juncos de la orilla.
Los pececillos de colores entran en sus oídos
Con su batir de aletas diminutas
Reproduciendo el perenne murmullo de la alucinación.
Ofelia flota y está inmóvil.
Bajo sus párpados conserva la imagen última:
el fugaz pajarillo, la abeja sobre el lirio,
las ojeras del príncipe de Dinamarca.
La conciencia se desvanece lentamente con su cerebro
que ya de descompone.
Pero no habrá descanso para la dulce Ofelia:
la locura no es alimento de la muerte
y flotará –como ella ahora-
sobre los ruidos del cuerpo reventándose,
sobre el hedor de sus emanaciones
y aun cuando todo esto haya pasado
persistirá en los órdenes desconocidos,
en los recuerdos que en los demás pervivan,
en el remordimiento del ojeroso príncipe.
Elogio del danzón
En recuerdo del primer danzón,
Las alturas de Simpson, 1879.
Para Ana Riutort
Inquieta abre la puerta llenando aquel salón
la herencia afrancesada,
el experto compás que intenta una cadencia
más colonial si cabe. Son las luces
que blanquean la piel como es debido.
La contradanza está sonando.
No obstante la levita y el cuello almidonado.
las largas y acampanadas faldas,
se cuela entre los pies un ritmo abrupto,
melancólico suena en aire y percusión:
toque negro insolente pese a las muchas luces.
Y el cochero allá afuera sonríe picaresco
y el que lleva las copas de ponche se estremece:
el flautita mulato se ha estado congraciando.
Han nacido el danzón y muchas cosas:
Las alturas de Simpson están tomadas ya.
Precauciones
Cuando amanezco, a veces,
una mirada en derredor me dice
que vivir es muy fácil:
-tengo todo mi cuerpo en buen estado,
trabajo, como recibo a veces cartas.,
y tengo compañía-
Cuando amanezco, a veces,
una mirada en derredor me dice
que no abra la puerta si me llaman,
que no coja el teléfono
y que ningún periódico se escurra
de puertas para adentro:
porque afuera está aullando la fiera de la desesperanza
porque allí está de guardia el hecho imprevisible
porque un montón de cosas se me vienen encima
sin que yo las comprenda.
En memoria de ellos
Los poetas poetas
mueren en vida o se suicidan
o se entregan al virus de las tres iniciales
o abren las puertas al cangrejo que camina de lado
y los devora internamente como si fuera un gran amor.
Los poetas poetas,
los que desprecian las certezas,
los aguafiestas, lo que visten tan mal,
son los que eligen arder como en la alquimia
para crear los mundos imposibles
que sustituyan la sonrisa forzada,
la mediocre metáfora,
el premiecito que los compra,
la otra mejilla puesta para la bofetada
del que administra las medallas y el hambre.
Los poetas poetas se arriesgan al olvido,
la peor de las muertes.
Alba de Tormes obligó por fin a descansar a la que nunca descansó
A Santa Teresa de Ávila
Préstame tu inocente desvarío,
la imposible quietud de tus quimeras,
tus incansables huellas andariegas,
tus ateridos pies besando el frío,
la empecinada fuerza de tu brío,
tus palabras ardientes, las primeras
dudas y certidumbres, tus maneras
de sentir el ardiente escalofrío.
Un Amor absoluto que libere
del cuerpo el alma que volar quisiera
y que por no morir de sí se muere
mientras el corazón se transverbera
por la flecha de amor que quema y hiere
y otra vida a esta vida la supera.
José Lezama Lima
Para Vicente Báez
dónde los libros,
los empolvados, los queridos;
dónde el helado de fruta en sutil equilibrio
sobre el barquillo tan crujiente;
dónde la brisa que casi apaga el oloroso habano,
la Avenida del Puerto, las tardes de aquiescencia,
y esa tranquilidad crepuscular que mitiga la sordidez del día;
dónde la bondadosa porcelana,
el diario milagro del café,
la taza pequeñísima que aún quedaba visible
entre los grandes dedos;
dónde las madrugadas del asma recurrente,
el horrible pitido entre pecho y espalda,
dónde la medicina que siempre llega tarde
de tan lejos, tan lejos;
dónde las confituras,
el festivo papel de celofán hecho para envolver todo lo efímero;
dónde la madre;
dónde aquellos amigos —los de entonces, los únicos—,
que se fueron marchando poco a poco
sin ruido de palabras;
dónde los manuscritos importantes,
y los menos también, el simple y olvidado papelito,
el apunte fugaz,
el verso suelto que no llegó a ser parte de un poema,
quizás escudriñado ávidamente
ahora que ya no estás para prohibir la entrada
a los esbirros ilustrados:
que no entren, no, a esa casa
en una calle de simbólico nombre: Trocadero;
dónde los libros dedicados,
los huérfanos zapatos,
las cartas de Eloísa;
dónde el miedo, Maestro, siempre el miedo
cuando entre madrugada y madrugada
ibas creando el Paradiso.
Lilliam Moro nació en La Habana y murió en Miami (1946-2020). Su exilio se inició en 1970. Por cuatro décadas vivió en España. Fue poeta y novelista. En su trayectoria, destacan las numerosas ediciones crítico-pedagógicas que hizo de clásicos de la literatura española: Don Quijote de la Mancha, El Lazarillo de Tormes, Poema del Cid, La Celestina, El burlador de Sevilla y La vida es sueño, entre muchas otras.