Por LEÓN DE LA HOZ
Vemos caer los muertos del cielo
Vemos caer los muertos del cielo.
Son los muertos que plantamos una vez
junto a la cerca del patio de la casa,
enterrándolos con nuestros dedos en el fango
y pisándoles encima con los pies descalzos.
Son los mismos que veríamos crecer
dándoles de beber el agua roja del mar
y de comer la tierra de los cementerios.
Son aquellos que en los sueños tejían
con sus ramas escalas hasta las nubes
por donde bajaba Dios a besarnos.
Los vemos caer hoy como hojas marchitas
de la mano del viento de otoño,
bajo la fronda donde esperamos a diario
con las manos abiertas
y los ojos puestos en el cielo.
Estos son los muertos que sembramos
y son devueltos por la vida que tuvimos.
Son tantos que apenas podemos caminar,
mirarlos a los ojos llenos de lágrimas,
hacer una cruz y pedirles perdón.
Algunos caen nuevos y planchados,
otros arrugados, despiezados y húmedos
de nadar en sus sueños a tierra firme.
Van cayendo sobre nosotros, duelen,
enterrándonos bajo una montaña de carne
donde brilla el sol en la cima.
Los vemos caer de la copa del cielo
y volver a la tierra infértil donde los cultivamos.
Cada uno tiene su propio muerto,
que como un fruto podrido cae
y nos mancha el alma que nos pusimos
para salir a pasear sobre la tierra muerta.
Están dando golpes en mi puerta y es de madrugada
Están dando golpes en mi puerta y es de madrugada.
Mis enemigos están a punto de tumbar la puerta
y mis amigos que huyen taponan la ventana de escape.
La única salida es escapar por el retrete
y esperar a que se marchen a buscar otra presa.
Un sacrificio inútil que ellos no merecen.
Traen todo lo necesario para cortarme en trozos
y saciar el hambre que no los deja dormir.
Puedo respirar el miedo que los ha traído aquí
y oír el jadeo de sus almas sin sosiego.
Luchar es un suicidio heroico demasiado agotador.
Dejarme comer y viajar sus intestinos no es mejor
que huir por las cañerías con las heces de mis vecinos.
Imaginar mi corazón en sus manos y oler la sangre
de sus trajes de carniceros, estéticamente
tampoco es una opción que pueda seducirme.
Pero quizás si imagino que no estoy aquí,
que aún no he vuelto a casa y sigo en tu lecho
dejándome amar como el último día de mi vida,
en ese instante en que la muerte es eternidad,
podría realmente quedarme abrazado a tu cuerpo
y ser salvado de morir en otros brazos.
Podría la muerte salvarme de la muerte
al escuchar el jadeo de los enemigos en mi cuello
y al descuartizador poniendo cada fragmento
de mi cuerpo recién cortado en sus manos
A mí no me pidieron nada cuando me lo fueron a quitar
A Heberto Padilla
A mí no me pidieron nada cuando me lo fueron a quitar.
Ni siquiera fueron amables para quitármelo todo.
Primero me quitaron las piernas al empezar a andar
para que no pudiera salir a caminar fuera de la casa.
A cambio me dieron unas muletas muy buenas eso sí,
que tuve que agradecer para marchar a los desfiles.
Luego me quitaron los ojos aunque solo pudiera mirar
a la punta de mis botas sucias de pisar excrementos,
porque lo más hermoso del mundo convivía con nosotros
y era peligroso mirar en el más allá si el futuro estaba aquí.
No obstante me dieron gratis un antifaz para cada día
con el cual podía disimular y justificar la ceguera.
Todo cuanto necesitaba ver me sería dictado al oído.
Más tarde me quitaron el corazón,
con el pretexto de que no podría amar a nadie más
que a quienes una noche me lo arrancaron.
En su lugar me injertaron en el pecho un escudo
y un par de testículos recuperados de algún mártir
con los cuales evitaría sentimientos de flaqueza
como amar otra cosa que no fuera la patria y sus muertos.
Finalmente vinieron mientras escribía un poema
y me cortaron la mano que empezaba a deslizarse libre
por una página blanca como la espuma de una cerveza.
Me dijeron que una mano era suficiente
para coger un arma y defender la casa.
Cuando quise protestar se acordaron de mi lengua
y también me la cortaron para ayudarme a entender
la importancia del silencio y el agradecimiento.
Todo cuanto he aprendido se lo debo a mi oído,
que me enseñó a no opinar y a bailar con Mozart,
sobre todo a sobrevivir a la voz del descuartizador.
Así he vivido milagrosamente, sin hacer ruido,
en una casa donde la cama y el sueño no eran míos,
y comíamos todo aquello que mutilaban a los otros.
No sé si podré sobrevivir cada mañana a dejar de saber
que no soy quien soy si Mozart me suelta de su mano.
Nos hemos alejado tanto de la casa
Nos hemos alejado tanto de la casa
que ya nadie espera nuestro regreso.
La mano que dijo adiós en la ventana
se ha ido fundiendo en el aire triste
como el crédito final de una película.
Hemos cruzado todas las fronteras
en las cuales fuimos dejando la piel
sobre cercas de espino y alambradas
huyendo de la casa para salvarnos.
Nos guía una estrella de peregrinos
que aún lanza destellos en la noche,
abandonada entre barrotes oxidados
allá en la casa de sal que se deshace.
Lo peor es que seguimos alejándonos
sin haber llegado a ninguna parte,
ni saber cuánto más habrá que errar
en medio de la nada del desierto,
donde hacemos brotar el agua
de la propia sangre que pisamos.
A lo lejos se queman todas las casas
a las que iríamos para tener otro cielo.
No queda un solo lugar en el mundo
donde puedan esperar por nosotros,
y ofrecernos una vela por una estrella
aunque sea para llegar al otro lado.
*Los poemas aquí reproducidos pertenecen a su libro Fragmentos del descuartizador. Editorial Betania. España, 2023. León De la Hoz (1957, Cuba) es poeta, compilador y gerente cultural. Está residenciado en Madrid.
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