Por ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA
III
Allí, en aquella parte
del libro que se abre
de mi memoria, escucho
un rumor de arboledas, un barranco interpuesto
entre laderas altas en las que recorría
las piedras, las veredas,
la tarde en la que, solo, me alejé de la casa
y grabé en una piedra,
bajo los cielos cómplices,
la inicial de mi nombre
para dejar señal
del nombre y su secreto.
Y los cielos copiaban
el color de la tierra
IV
Me seguía un perrillo
hambriento y fiel. Yo era
fiel también a sus pasos, y no sabría decir,
ahora, quién seguía
a quién. Y exploraba con mi hermana.
o con algún amigo, y muchas veces solo,
los pasajes del fuego sediento, el verano
en las bellas laderas, o los felices charcos
del otoño insular. En lo más alto
de los árboles hice un mirador
sobre la casa y sobre los caminos
que hasta ella llevaban, la camisa
manchada por el níspero de julio
y con tierra en las manos, descalzo
sobre la tierra húmeda y rojiza.
¿Podré decir, así, que el cielo
como manto allá arriba protegía
con su extendida claridad mis pasos?
XVI
Miré hacia arriba una vez más, al alto
esplendor de la cúpula nocturna.
En el cielo estrellado titilaba
el Can Mayor, y mi hálito se unía
al de la noche. En la figura vi
una presencia fiel, a la que pude
confiarme y hablar en el silencio,
decir y ver y ser, puestos los ojos
en los predios del cielo carbonoso.
XIX
Oh logro de la noche, lengua que pronunciaste
la brasa viva del tormento, el soplo,
sobre el silencio que no existe,
del ser que existe y su sollozo.
Es mío ese sollozo, mía la noche
de la memoria en que te oí, salvada,
mío el tormento aquel. Vuelvo a escucharlo,
bajo la luz sombría, esta mañana.
XXI
En mi interior volví a mirar la nube
del no saber. Cruzaba bajo un cielo
violáceo, de callado resplandor
y de quietud extrema. Y no sabía
si callaba, o más bien me regalaba
su silencio, pues en aquel silencio
palpitaba una forma de lenguaje.
Y aprendí que el silencio que decía
es la expresión perfecta de su nada.
XXXI
Y cada noche se formaba, lenta,
en el temblor del cielo, una escritura.
Noche nutriente, noche bebediza,
oscuridad de sorbos estelares
en la contemplación. Y consumía
y bebía aquel libro, aquellas letras,
hasta llegar, absorto, al cielo negro
y alcanzar el relámpago amarillo.
LIII
Dolor del exiliado, dolor del perseguido.
Lo que allí terminaba, lo que allí comenzaba
el signo y la esperanza, tuyos eran.
Dolor de una patria usurpada
hecha de mutaciones y de muerte.
Cómo reconstruir tu laberinto,
desandar el camino: tus huellas se borraron.
No volverás. Ningún regreso puede
devolverte el amor, el alba, el llanto.
Hecha de escalofríos, sobre las mutaciones.
tu tierra existe sólo en tu memoria.
Dolor del mundo, sólo tú permaneces.
Toda la tierra es tuya.
LXVII
Vi en aquellas figuras turbulentas
no la amenaza: la verdad del mal,
todos los nombres del horror, la guerra,
el odio y su raíz sulfúrea.
Sin comprenderlo, sin reconocerlo
en su cerrado embozo, el mal nos cerca
y nos habita. Y en su remolino
ha arrastrado con furia la esperanza del mundo.
*Los poemas que reproducimos aquí pertenecen a El libro, tras la duna (2002), en edición del 2019 de la Editorial Sexto Piso, que incluye un dibujo de Antoni Tápies, prefacio de Yves Bonnefoy, traducido del francés por Clara Curell.