Un nombre
Cuando Eva caminó entre
los animales y les dio un nombre—
ruiseñor, aguililla pecho rojo,
cangrejo violinista, gamo—
me pregunto si quería
que le respondieran, si observaba
sus ojos abiertos y maravillosos
y susurraba, Mi nombre,
denme mi nombre.
La visitante
La gata pinta del vecino camina por la línea del cerco
y los perros están vueltos locos a primera hora del día.
Mientras más alto ladran, más se enfadan,
y menos parece importarle a la gata. Ahora está detrás de
los maceteros elevados buscando, sin duda, a la familia
de ratones de campo que he dejado en paz porque, ¿por qué no?
Vestida para la ocasión, la gata transgresora luce su pelaje
de esmoquin para la provocación canina, pero la bulla
ya me incomoda. Puede que esto sea hacerse mayor.
Mi problema: veo lo que podría ir mal desde todo
ángulo por lo que no sé de qué lado estar.
¿Salvar a los ratones, ahuyentar a la gata, calmar a los perros?
¿Dejar que la gata se dé el gusto? ¿O que el gusto se lo den los perros?
En cambio, hago lo que mejor sé hacer: nada. Miro a la gata
que salta hasta el canal de drenaje, el rocío de las azucenas amarillas
humedece su pelaje, y desaparece. Los perros se calman
de nuevo, y los ratones están a salvo en sus cuevas, y yo
estoy aquí a la espera de que algo me pase a mí.
Lo que quiero recordar
Justo antes de la casa del General Vallejo,
con su piedra señorial y los muros amarillos
hay un terreno a lo largo de la vereda
a donde la lluvia primaveral atrae ranas,
toda una sinfonía de ellas, irrumpiendo
en el tiempo que le sigue al sol
ya hundido en el océano pacífico hace
apenas una hora. ¿Por qué te ubico
allí? Estoy en un avión que va hacia el oeste
y toda la gente es tan ruidosa que
duele hasta la sangre. Pero una vez me senté
al lado de un camino tibio aún
por calor del día, las piernas cruzadas,
con mi amigo Echo quien me enseñó a
amplificar el sonido extraño que emiten las ranas,
ahuecando mis manos a la altura de las orejas.
Necesito aferrarme a ello dentro de mí,
hoy que las noticias traen niños muertos,
sus rostros abriendo la boca para tomar un aire
que ya nunca llegará. Una vez fui niña también
y mi amigo y yo nos sentamos durante una hora,
nuestros ojos se acostumbraban al cielo nocturno,
ahuecando y extendiendo las manos para oír
la canción de los animales más tiernos.
Un nuevo himno nacional
De verdad, poco me importa el Himno
Nacional. Si lo piensas, verás que no es una buena
canción. Muy alta para la mayoría de nosotros con “el fulgor
rojo de cohetes” y además están las bombas.
(Siempre, siempre hay guerra y bombas.)
Una vez, lo canté en el desfile de bienvenida y logré que
hasta la incansable banda de la secundaria desentonase.
Pero la canción no significaba nada, solo un aviso
para ir al terreno de juego, algo de lo qué salir antes
de la golpiza de los jóvenes. ¿Y qué me dices de las estrofas
que nunca cantamos, la tercera que dice “ningún refugio
podría salvar al mercenario y al esclavo”? Tal vez,
de verdad, todas las canciones de este país tienen
una tercera estrofa que no se canta, algo despiadado
que serpentea debajo de nosotros mientras cantamos
las notas altas ciegamente y salpicamos cerveza en las gradas
esperando que gane nuestro equipo. No me malinterpretes,
sí me gusta la bandera, cómo ondula en el viento
como agua, elemental, y más aún cuando se muestra humilde,
cuando se pone de rodillas, agarrada por alguien que
lo ha perdido todo, cuando no es un arma,
cuando titila, cuando se dobla tan perfectamente
que puedes guardarla hasta que la vuelves a necesitar,
hasta que la vuelves a amar, hasta que el canto en tu boca
parece alimento, una canción cuyas notas las interpretan
hasta los bosques sin edad, las llanuras de hierba corta,
el Red River Gorge, el puñado de tierra sin
envenenar, la canción que es nuestro derecho natural,
que se canta en silencio cuando es difícil aguantar,
que suena a los dedos ásperos de alguien que se entretejen
con los de otro, ese sonido del fósforo que se enciende
en una caverna sin fin, ese canto que dice que mis huesos
son tus huesos, y tus huesos son mis huesos,
y acaso ¿no es eso suficiente?
El contrato dice: quisiéramos que la conversación fuese bilingüe
Cuando vengas, luce tu piel morena
para asegurarnos que los financiadores
queden complacidos. ¿Podrías llenar
esta casilla? Estamos solicitando una beca.
¿Tienes algunos poemas que le hablen a
Los adolescentes afligidos? Es mejor si son bilingües.
¿Quisieras venir a cenar con los
patrocinadores y beber Patrón a sorbos?
¿Nos contarías esas historias que nos
incomodan sin hacernos cómplices?
No vayas a leer esa en la que eres
tal como nosotros. Que si naciste en una casa verde,
con jardín, no nos cuentes cómo recogías
tomates y te los comías en la tierra
mientras veías a los buitres despedazar
los huesos de otra ave en la carretera. Cuéntanos
cómo tu padre se robaba los tapacubos
después de que un colega dijese que eso es lo que
hacían los de su clase. Cuéntanos cómo se
presentó en una reunión con un poncho puesto
y trató de venderle al hombre los tapacubos
que le había robado. No menciones que tu padre
era un maestro, que hablaba inglés, que le encantaba
hacer cerveza y el baloncesto, cuéntanos
de nuevo acerca del poncho, de los tapacubos,
de cómo los robaba, de cómo hacía lo que
intentaba probar que no había.
¿Qué dijiste, gorrión?
Un día entero sin hablar,
lluvia, luego sol, lluvia de nuevo,
unas pocas plantas en el suelo, hojas
novatas remetidas en tierra negra, y pienso
que soy buena para esto, este estar sola
en el mundo, el mirar las cosas
crecer, esta yo mayor, la de
zapatos cómodos y sin tiempo
para los platos, la que pasó una hora
tratando de descifrar que un pájaro
que canta con tres notas descendentes
no es más que un gorrión. ¿Qué haría yo
con una niña aquí? ¿Enseñarle a
plantar, mirarla como miro
las hojas de lechuga, suavemente, colocar
sus palmas sobre la tierra, hacerle la raya
en el pelo como si plantase una semilla? O
exigiría este día otra vez de forma egoísta,
un día completo sin ataduras para tratar
de descifrar qué pájaro me llamaba
y por qué.