Manuel Cirauqui: Hay un doble rasgo, aparentemente paradójico, en tu práctica. Por un lado emerge la constante reflexión sobre el cine, como industria, como lenguaje; por otro, tú insistes en presentar tus obras fílmicas como instalaciones en el espacio artístico, y no las proyectas en las salas de cine tradicional. Parece pues que haces una división entre la historia del cine, que aparece en tus instalaciones con múltiples referencias, y el contexto convencional del mismo, que rechazas. En este sentido, ¿cómo caracterizas tu relación con el cine?
Javier Téllez: Mi interés por el cine y por la imagen en movimiento debe entenderse desde el espacio de las artes visuales, es decir en diálogo con la tradición de la pintura y la escultura. Para mí es fundamental trabajar sobre las condiciones específicas de exhibición de mis piezas, la manera como estas se proyectan en relación al tránsito del espectador, la duración, en algunos casos se trata de hacer al espectador consciente de la presencia del aparato cinematográfico. Todo ello es algo que sería imposible en el contexto de las salas de cine. Para mí el cine es un vehículo para el diálogo con “los otros”. Una técnica con historias particulares que refieren inevitablemente a la historia del siglo XX. Un objeto. Una herramienta para explorar el espacio, el tiempo y la memoria. Uso el cine como ‘pizarra mágica’, una superficie que puede al mismo tiempo preservar y permitir la reescritura.
MC: Un objeto, una maquinaria que estructura diversas formas de vida. Creo que es de ahí de donde tú extraes algunas de las preguntas clave que atraviesan tu obra. Es difícil en el cine convencional identificar al autor con los otros: los otros suelen ser lo representado, se encuentran del otro lado de la distancia crítica. Este esquema se invierte en tus trabajos, particularmente, aunque no solo, en tus obras con pacientes psiquiátricos que encarnan una “otredad“ radical difícilmente representable. ¿Qué tipo de espacio crees que ofrecen los museos de arte contemporáneo para el encuentro con el otro, la disolución de esa distancia?
JT: El cine como industria es una máquina deseante, que se inserta en los sistemas de producción y consumo de la sociedad capitalista. El pilar histórico de esta industria es obviamente el star system y la ideología que ese sistema acarrea. En mi caso, trabajando con personas que nunca han actuado en su vida e involucrándolas en la producción de mis películas trato de revertir el uso otorgado a las herramientas que sirven para representar y fetichizar al otro. Lo importante para mí es crear filiaciones y alianzas con mis colaboradores. Crear agencia en aquel que es marginado en el orden social por su condición, bien sea por ser paciente psiquiátrico, invidente o refugiado. Que estos participen en la creación de historias. Se trata de producir enunciados colectivos. En la producción de estos enunciados no hay sujetos, siempre hay agentes colectivos. La institución artística es la arena con la que contamos para la diseminación de esos enunciados.
MC: El museo sin duda puede ofrecerse como espacio de aparición para estas operaciones, formas de ser y no ser; un lugar de posibilidad, asombro, promesa de ruptura… Es a la vez un espacio de normalización y de excepción. ¿Qué relación estableces entre el museo, como lugar de encuentro de la normalidad y la excepción, y los espacios disciplinarios donde se aíslan esas formas de vida fuera de lo normal/legal: el manicomio, el hospital, el centro de detención?
JT: Es inevitable para mí asociar la figura del museo con el manicomio. Siendo hijo de padres psiquiatras realizaba visitas al hospital donde mi padre trabajaba y recuerdo que desde temprana edad conectaba el espacio del manicomio con la institución museística. Espacios blancos, higiénicos, provistos de salas y pasillos. La similitud claro está no es solo arquitectónica. Ambos son espacios normativos y disciplinarios. En mis visitas infantiles a la institución psiquiátrica (como turista y no como paciente) recuerdo también los carnavales que organizaba el hospital y que involucraban a todos los miembros de la institución. En ese entonces los pacientes tenían que vestir uniforme, un traje azul único que los distinguía y estigmatizaba. Durante estos carnavales los doctores vestían el uniforme de los pacientes y estos se ponían las batas blancas de los doctores. Esta imagen de transgresión que el carnaval permite creo que es similar a la posibilidades que el museo ofrece hoy como un espacio público generador de diálogo. Creo que es necesario activar políticamente el espacio del museo al mismo tiempo que debemos mantener una relación crítica frente a lo que este representa como institución.
MC: Esa activación tiene tanto que ver con los futuros posibles como con los pasados posibles, es decir las reescrituras de la historia. Me llama la atención la confrontación tensa entre la historia cultural y la realidad contemporánea en dos de tus obras recientes. En Bourbaki Panorama, los refugiados de hoy caminan en círculos como una “cuerda de presos” dentro y con el trasfondo de la pintura histórica. En Nosferatu, los protagonistas de tu obra abordan los significados posibles del film canónico de Murnau por medio del remake, por así decir encarnándolos. En ambos casos, el encierro de los personajes en un espacio institucional propicia un recorrido por ese otro encierro, la referencia. Llegados a este punto de la historia de la cultura, ¿sientes que como lectores y espectadores, estamos encerrados en una biblioteca o archivo infinito? ¿Es la biblioteca la mejor de las prisiones posibles?
JT: Desde el libro total de Mallarmé que contiene al universo y las pesadillas bibliófilas de Borges sabemos que el sueño de la razón puede producir monstruos indeseados. A mí me interesa más explorar conceptos menos coercitivos del archivo: la idea que tenía Walter Benjamin de las constelaciones por ejemplo o su Angelus Novus, ese Ángel de la Historia que mantiene el rostro vuelto hacia el pasado donde ve una catástrofe única que amontona a sus pies ruina sobre ruina, pero que debe mantener su vuelo sostenido y unidireccional. Como ese ángel, los artistas quisiéramos detenernos, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero el huracán del progreso nos empuja irreteniblemente hacia el futuro. Con más de cuarenta mil años de representación pictórica a cuestas creo que no quedan muchos más signos que inventar, pero sí mucho que leer y traducir. Una imagen real nace de la yuxtaposición de dos o mas imágenes. Creo que es necesario recurrir a la reinvención de obras clásicas ya que estas se encuentran todavía entre nosotros y forman parte de un lenguaje común que es nuestra tradición. Ese es el caso de Nosferatu de Murnau, Edipo Rey, La madriguera de Kafka, o la escultura de una mano de Giacometti por solo citar algunos ejemplos de obras con la que hemos trabajado. Al fin y al cabo se trata de un diálogo de los vivos con los muertos. Si uno se concentra en ver el panorama completo y no en los detalles, encontraremos que la batalla de Bourbaki ocurrió apenas ayer y el brazo que inspiró a Giacometti en 1940 acaba de ser cercenado.