Su rostro siempre se tornaba intenso y su expresión abarcaba toda la habitación. Aldemaro Romero prefería que nadie tocara sus cosas favoritas antes de cualquier ensayo, sesión teórica o interpretación sobre la marcha. Esos objetos tuvieron un significado inmenso para él en cada etapa de su formación. En una mesa, al costado del piano negro Steinway, tenía la cuerda rota de una guitarra, un libro de José Rafael Pocaterra (Memorias de un venezolano de la decadencia), un puñado de metras, algunos granos de arena que él decía eran de un desierto africano, una franela blanca con dos huecos en el pecho, una hoja seca casi partida en pedazos, una piedra tan redonda que parecía una bola de billar, la paleta de un helado, una botella pequeña con algo de líquido y un papel que decía: Cabriales-Manzanares. Pero lo que más le intrigaba a Carlos Moreán era una hoja de anotación amarillenta y arrugada llenada hasta el inning décimocuarto: podía entender la presencia de los otros objetos, pero ¿una hoja de anotación de béisbol en la mesa de un músico? ¿Qué significaba eso?
Aquella tarde no podía quitar los ojos de lo que hacía su padre. Sin importar cuántas veces Josefa le había pedido que terminara su tarea de quinto grado, Aldemaro era todo oídos para los sonidos que Pedro ejecutaba en su vieja guitarra acústica. Lo habían contratado para tocar la guitarra en una serenata. Lo que más impresionaba al muchacho era la velocidad con la cual Pedro movía sus dedos en la guitarra, cómo producía los sonidos más impensables, desde un frenazo de automóvil hasta el trino suave de un pichón de turpial. En el apogeo de la interpretación, la armonía desapareció cuando se rompió una de las cuerdas de la guitarra. Pedro cerró lo ojos y gritó enojado. Inmediatamente sacó la cuerda de la guitarra y le dijo a Josefa que iba a comprar una nueva. “Esta canción mexicana es tan difícil de interpretar como difícil es batearle al gran pitcher Satchel Paige, el que dicen los periódicos vendrá a jugar para el equipo Vencedor”. Tan pronto como Pedro salió, Aldemaro tomó la cuerda rota y la guardó en su cuaderno.
Carlos se sorprendió mucho ese mediodía en el restaurant, era la primera vez que Aldemaro había accedido a hablar de su primer contacto con la música y también fue la primera vez que lo vio hablar de béisbol. Había empezado a practicar con la guitarra de su padre tratando de reproducir el mínimo detalle que le viese mientras ejecutaba el instrumento. Pero a Aldemaro no le gustaba la guitarra, no era su instrumento favorito. La primera vez que vio un piano fue en la biblioteca pública de Valencia. Había un concierto y fue amor a primera vista para él. Sabía que no tenía el dinero para tomar un curso de teoría de piano. De todas formas siguió visitando la biblioteca y observando diversas ejecuciones. Llegó a conocer de memoria cada movimiento, cada armonía, cada contacto de la mano con las teclas de ébano y marfil. Desde ese momento empezó a escuchar una melodía muy intensa y también a escribir la letra de una canción donde aparecía Panchito Mandefuá, el personaje de un cuento de Pocaterra.
“Mi papá era un gran fanático del béisbol. Todos los días pronunciaba al menos una frase relacionada con el juego. Por eso es que cierta parte de la letra de esa canción tiene en el fondo un toque de béisbol, como en Carrerita delata al chigüire a cosa tremenda catire… Me inspiré en los movimientos del corredor en primera base antes de arrancar hacia segunda…”.
Carlos empezó a interpretar otra canción en su guitarra y Aldemaro dijo que a pesar de no mencionar las metras en la letra, tomó el impulso para escribirla después de ver a tres niños jugar metras en un solar caraqueño. Había visto muchos episodios relacionados con niños desde que se había ido a vivir en Caracas. La música tenía un ritmo muy dinámico, muy enérgico. Carlos casi rompe la caja de resonancia de la guitarra mientras deslizaba con emoción sus dedos en las cuerdas de la guitarra. “Trompo, patín y vuelta de perinola… cola de papagayo con su cabriola…”. Aldemaro comentó que su mejor inspiración para escribir esa canción la había conseguido mientras veía un juego de pelota de goma en una calle del centro. Los gritos de los niños indicando que venía un carro, las discusiones con los peatones, las escapadas cuando la pelota rompía el vidrio de una ventana. Aldemaro se emocionó tanto al presenciar esa fotografía viviente que no pudo esperar a regresar a casa y empezó a escribir allí, en la acera, o desde la entrada de una bodega. Quería reportar cada detalle desde el ángulo más remoto. Lo que más le impresionaba era qué tan lejos esos niños podían enviar la pelota de goma golpeándola con sus puños y cuán veloces corrían para atrapar la pelota. Carlos siguió ejecutando la guitarra con lentitud pero con el mismo tono punzante.
Una tarde, en medio de una intensa sesión de ensayos, Aldemaro se acercó a su mesa de trabajo y tocó los granos de arena. “Tomé esta arena una noche cuando escribía la letra de una canción pero no encontraba la palabra precisa y además, el locutor en la radio decía que el Vencedor había perdido el juego debido a que el catcher había soltado la pelota en el choque con el corredor…”. Carlos dejó de tocar las cuerdas de la guitarra. Quería saber de dónde había sacado ese puñado de arena. Por lo que sabía, nadie podía sacar de su estudio a Aldemaro cuando componía la letra o la música de una canción, ni el más poderoso elefante de África Central. Bien, ese domingo, Aldemaro había ido a la playa con su familia y su hija había llevado a casa un cubo lleno de arena porque quería hacer un castillo de arena. Lo único que le calmó a Aldemaro el dolor de escuchar cómo su equipo perdía el juego fue ir al lavandero y tomar un puñado de arena del cubo. “No me lo vas a creer Carlitos, pero ese impulso me hizo completar la letra de la canción que componía: Carretera… acórtate carretera… que me ahoga la distancia… de qué manera… de qué manera”.
Lo que más impresionaba a Carlos de todos los objetos de la mesa de trabajo era la franela blanca con los dos huecos en el pecho. No sabía cómo preguntarle a su maestro por la historia de esa franela. Temía que ese pedazo de ropa tuviese que ver con un episodio muy sentimental de su vida y no quería importunar a Aldemaro. La próxima canción fue tan efusiva y pintoresca que a Carlos, no se dio cuenta cómo, se le escapó la pregunta acerca de la franela y cuando Aldemaro se lo quedó mirando, deseó ser mudo o ciego. “Bien, Carlitos esta es la única anécdota de la letra de mis canciones que no me gusta contar, ni siquiera a mi esposa o hijos. El punto es que yo tenía una novia que era muy fanática de los Gigantes de Nueva York y como ella sabía que yo sufría con cada derrota de los Dodgers de Brooklyn, me aseguró que los Gigantes iban a vencer a los Dodgers en el juego decisivo de aquel playoff de comienzos de la década de 1950. Cuando escuché el jonrón de Bobby Thomson me templé tanto la franela que la rompí y le hice esos dos huecos. En medio de esa molestia escribí la letra de esta canción: Tonta, gafa y boba… voy a conquistarte para que sepas cómo soy yo…”.
Carlos rio intensamente cuando se percató de la piedra redonda. Aldemaro se lo quedó mirando como si le preguntara “¿qué es tan gracioso?”. Esa noche Aldemaro le preguntó a Carlos por séptima vez por la canción que le había prometido componer para participar en un concurso musical. Como Carlos contestara que no había hecho nada, Aldemaro se disgustó y tomó la piedra de la mesa. “¿Ves la esfericidad de esta piedra? Es casi un objeto artístico. Esto es el resultado de muchos años de procesos naturales, pero hay muy pocas piedras como esta. Lo mismo ocurre con la música. Tienes que escribir y componer todos los días, a veces logras grandes canciones, a veces no. Pero si no lo intentas nunca sabrás de lo que eres capaz”. Entonces Aldemaro apretó la piedra y simuló los movimientos de Satchel Paige en el montículo. Se imaginó lanzando la piedra contra un techo de cinc, igual a cuando años atrás había lanzado una piedra contra la puerta de hojalata de una casa abandonada. La percusión del sonido en la casa vacía inspiró a Aldemaro para componer otra de sus canciones: “Toca que toca, toca el musiquito… una canción de moda en su porvenir”.
Luego del gran temor de casi dejar caer la botellita medio llena con un líquido turbio, etiquetada como Cabriales-Manzanares, Carlos preguntó a Aldemaro por la historia de esa botellita. Aldemaro preguntó primero por la letra de la canción que Carlos le debía. Luego de unos minutos en silencio, Carlos sacó un pedazo de papel del bolsillo de su camisa. Aldemaro lo tomó y empezó a tocar las teclas del piano con un ritmo muy definido. “Esto es muy bueno, Carlitos. Deseo haber escrito esta letra. Bien, el punto es este. Hay una canción típica venezolana que siempre me ha gustado mucho. Fue escrita por un compositor que no conocía pero mientras escuchaba la música y la letra me parecía que había sido su amigo de toda la vida. Decidí versionar esa canción para uno de mis primeros discos, así que fui a Cumaná para ver el río Manzanares. Cuando estaba viendo las aguas marrones de ese río escuché una conversación entre dos hombres. ‘Vamos José Antonio, eres un músico muy bueno, compusiste Río Manzanares, pero no sabes nada de béisbol, un ciego no puede saber lo que pasa en el terreno de juego’. Me acerqué y le dije al hombre que lo llevaría a un juego de béisbol. Le pregunté cómo había hecho para escribir una canción tan hermosa, me dijo que era igual que con el béisbol; por la brisa del río, los aromas de la calle y las voces de las personas, él pudo dibujar en su mente la fotografía de lo que escribió. ‘Cuando voy a un juego de pelota puedo decirte si el corredor de segunda base le está robando las señas al catcher con solo escuchar el sonido de la bola rápida del pitcher’. Esa misma tarde regresé a Valencia y fui a ver el río Cabriales, luego de mezclar el agua que traje desde el Manzanares con una cantidad proporcional del Cabriales, me fui a casa y me dispuse a escribir mi versión de Río Manzanares.
El momento era único, especial, maravilloso, Aldemaro había completado la música y la letra de una canción en la que había estado trabajando por más de siete meses. Había prometido escribírsela a una amiga que le había dado una cita pero nunca fue al lugar acordado. “Que no y que sí… te oigo decir… Doña Mentira ya me tienes hasta aquí…”. Carlos se dijo que aquella era la oportunidad de preguntarle a su maestro por aquella amarillenta hoja de anotación de béisbol. Al principio, Aldemaro se puso serio. Después dijo que esa hoja de anotación tenía un gran valor sentimental para él. Databa de la década de 1940 cuando solo era un muchacho que trabajaba en una tienda de ropas en el centro de Valencia. Allí se enteró de que el equipo Vencedor había firmado al pitcher famoso Satchel Paige y que su debut en Venezuela sería en el estadio San Agustín de Caracas. Trató de ir con el equipo hasta Caracas pero el dueño dijo que él era muy joven para ir, que sería una responsabilidad muy grande para él. Aldemaro se entristeció mucho. La única manera como se recuperó un poco fue cuando su padre le dio esa hoja de anotación y le explicó toda esa simbología extraña que tenía que escribir para llevar la anotación del juego. Llegó un momento cuando, absorbido por la pasión de anotar el juego, Aldemaro estaba muy feliz, sentía como si estuviese en el estadio mirando cómo Satchel Paige retiraba bateador tras bateador.
13 de marzo de 2018