Papel Literario

Pessoa: el otro desasosiego

por Avatar Papel Literario

Por RAFAEL CASTILLO ZAPATA

Quizás, en un mundo más riguroso y perfecto, más justo, todos los libros de poesía traducidos de una lengua ajena a la nuestra deberían publicarse a la vez en ambas. No debería haber, en ese mundo, libros de poesía traducidos que no se den a leer en exigentes y cuidadas ediciones bilingües. Y lo que resulta no sólo deseable sino imprescindible para la poesía, resulta no menos necesario en el caso de toda la literatura. ¡Cuánto pierde el lector que lee el Ulysses traducido sin contar con el texto original al lado, página contra página, en una anamórfica correspondencia especular! ¡Y cuánto pierde —y pierde igual— el que lee las Iluminaciones en otro idioma distinto al francés en que fue escrito y no cuenta con ese necesario contraste entre el original y su inexacta metamorfosis! Debemos, pues, agradecer a todos los editores sensibles que no sólo están atentos sino que se toman la molestia y el cuidado de organizar ediciones de poetas extranjeros proporcionándole a sus lectores el negativo auténtico del que la traducción es una ampliación en buena medida fraudulenta, y, en cualquier caso, fallida, inexacta, por re o por fa empobrecedora, salvo en casos muy excepcionales, o cuando se trata, deliberadamente, de versiones y diversiones de un idioma a otro —juegos, experimentos, diálogos afectados, no importa si afectuosos—, en que suele estar involucrado un traductor que es, a la vez, poeta, como en el caso de las transposiciones de segundo grado —paráfrasis, glosas, parodias, escolios, comentarios varios— en que un poeta imposta —ventrílocuo— la voz de otro y habla en la lengua extranjera en que habla toda poesía añadiéndole la rareza de la resonancia de la lengua otra —u otras, si se trata de varias, simultáneas— injertada en la suya propia: Pound, Paz, Pacheco.

De cualquier modo, es sin duda una fortuna que Bernardo Infante Daboín se haya impuesto la tarea de editar a dos aguas El libro del desasosiego de ese Fernando Pessoa que se esconde, aquí, bajo dos de sus versátiles máscaras: el Bernardo Soares que todos conocíamos, desde los tiempos en que Ángel Crespo nos regaló la alegría de leerlo al traducirlo —editado, mundo imperfecto, sin el espejo del texto originario— a principios de los años ochenta pasados, y el Vicente Guedes que asoma más recientemente su rostro entre las bambalinas de la tramoya de este texto donde todo es verdad —poética se entiende— y todo es fingimiento, baile de máscaras, personas / personajes actuando, mimando papeles heterónomos en la vasta pieza manierista que es la obra, ortónoma o no, de Pessoa-Pessoa, si es que su pessoa múltiple no nos engaña siempre y nos atrapa, hábil, en su trampa.

Pero no voy a hacer disquisiciones en el pantanoso campo de las mistificaciones autorales con las que el gran poeta portugués quiso jugar y divertirse a nuestra costa, mareándonos con sus mascaradas. Quiero ceñirme a este libro desasosegado que leí por primera vez en los años noventa durante una visita a Lisboa en la que no se me ocurrió otra cosa que llevarme conmigo ese libro, precisamente; el libro de aquel que supo desdoblarse en Reis, en Campos, en Caeiro, y en tantos otros que, según los empecinados escarbadores en la profusa papelería de su mítico baúl —cajón de sastre mágico, proteico, al parecer inagotable—, existen en la vasta fantasmagoría plural de sus sosias graves o menos graves, algunos más banales que otros, pasajeros, otros más trascendentales, cientos —126 hasta ahora contados y editados—, multívoca legión donde las haya, Babel de máscaras. Libro que leí en la traducción de Crespo, por cierto, y de la que no eché en falta —era entonces más inexperto de lo que sigo siendo— la página portuguesa que me hubiera abierto otro ámbito de resonancia para acompañar mi lectura. Pero en aquel momento no extrañé la voz del poeta que se expresa en portugués tras una de sus máscaras —máscara que, como toda persona, desvirtúa la voz del actor que habla con ella puesta, no tanto para ocultarse, sino para proyectar misteriosamente el tono de su habla, amplificando y distorsionando lo que brota de su garganta—, quizás porque estaba en Lisboa y recorría los mismos escenarios que transitaron él, Pessoa, y su otro yo —o qué sé yo— Bernardo Soares. Y yo —o quién sabe quién dentro de mí que no era yo y sin embargo me parecía que era yo, tal como queda registrado en el diario que llevé por aquellos días, verano de 1992—, que había sufrido un pequeño desasosiego al comienzo de mi viaje, sentí que el autor del Libro —sin perturbarme, entonces, la idea de que quien hablaba era un alter del poeta, porque lo leía como una ficción, no como una confesión, y me importaba poco quién era quién en el enredo de la gran comedia de los gnomos heterónomos de Pessoa, él mismo u otro, o no; nadie, ninguno, no yo, o qué sé yo—, es decir, el que dice yo al compartir con el lector su desasosiego —que, según, es un tal Bernardo Soares—, me hablaba a mí, y sólo a mí, a aquel que yo era aquel verano, solo y anónimo en una ciudad que me seducía con su luz, su lentitud, su Chiado, su Barrio Alto, su cementerio, su gente, su comida, sus tranvías y su fado. Y como sentía que me hablaba a mí y sólo a mí no caí en cuenta de que leía una traducción y, como digo, no eché de menos el texto en portugués. Yo era entonces —el que entonces era como era— un lector espontáneo, ya bastante curtido sin embargo, pero todavía a salvo de la contaminación que, a la larga, hace tanto daño a los que corrimos con la suerte de tener que leer para dar a leer y enseñar a leer cosas dignas de leer, perdiendo con el tiempo y con la experiencia mucha de nuestra libertad primera, de lectores a nuestro aire, caprichosos, saltimbanquis dichosos de un libro a otro sin orden ni concierto, pero sin ningún desconcierto, felices de mezclarlo todo y leer en simultáneo, sin sucedáneos críticos, todo lo que nos apeteciera, cuando éramos tan ignorantes que no lo sabíamos y disfrutábamos de todo, sin discriminaciones de especialistas ni de preparados connaisseurs —formalistas, estructuralistas, marxistas, genetistas, y vete tú a saber—. En fin, es ahora que, ya viejo y enviciado, puedo ponerme a perorar sobre la virtud de las ediciones bilingües y aprovechar la oportunidad que me brinda Bernardo Infante Daboín para leer de nuevo el Libro del otro Bernardo, ahora sí, teniendo, sobre la página donde Ana Lucía de Bastos despliega su traducción, la sombra de la página donde habla, al principio, Vicente Guedes, y de la página, par a par avanzando, donde habla el vagabundo lisboeta, Bernardo Soares, a quien vuelvo encontrar, la voz un poco cambiada —es otra traducción—, en esta nueva edición, donde un ojo sigue el hilo de la página de la izquierda y el otro el hilo de la página derecha, o viceversa, en una suerte de lectura estrábica que, debo confesarlo, no deja de ser, a lo largo de muchas páginas, un poco agobiador, bastante cansón y hasta extenuante.

Porque, al fin y al cabo, si uno aprecia, elogia y recomienda ediciones bilingües como esta, salida del horno debid&co editor en 2021, fresquecita, es en parte por una sutil zalamería intelectual de especialista y en parte por la máscara de propagandista que me he puesto para escribir —aquí— así, sin dejar de lado, por supuesto, el hecho irrefutable de que se gana mucho teniendo la posibilidad de leer el original mientras se va leyendo la traducción. Pues se trata precisamente de eso: que el editor nos brinde la oportunidad de poder acceder al original si queremos. Puede ser, y de hecho es así como al final leemos una edición a dos lenguas —ambidiestros, estrábicos y extraviados—, que leamos de corrido la página impresa en la lengua que conocemos y que, de pronto, saltemos a la otra página para precisar cómo se dice en portugués tal o cual cosa y cavilar sobre el porqué de una elección léxica, de un matiz verbal, de una transliteración idiomática inusual, y, en general, cómo suena y cómo sabe el texto en la lengua —masa— madre en la que fue amasado. Nadie, la verdad puede leer, dividido y, repito, estrábico, una línea de texto traducido y una línea de texto originario, y así, línea a línea, hasta terminarlo; pues, de hacerlo, se volvería loco a las diez o quince primeras páginas que así leyera, o al menos tendría que hacer un alto, seguramente por efecto del vértigo, cuando no de un amago de náusea e incluso de la simple y pura repugnancia. Lo que vale, entonces, quiero decir, en una edición bilingüe es la preciosa e invalorable oportunidad de enriquecer nuestra lectura con la posibilidad de contrastar lo que entendemos en nuestra lengua y lo que podríamos entender en la que no entendemos —del todo, al menos—, es decir, la lengua de partida, a la que podemos regresar cuando queramos, sin que su presencia se convierta en una camisa de fuerza o en motivo de una lectura minuciosa, obsesiva.

Cuando Vladimir Nabokov, empecinado, quiso que su traducción del Eugenio Oneguin de Pushkin al inglés se editara de modo intercalado, es decir, de modo interlineal (un verso inglés y abajo el verso en transliteración inglesa del ruso: trabajo profuso que implica, a la vez, una trasposición alfabética, del cirílico que sólo conocen los rusos, al latino que conocemos todos los demás), fue pronto disuadido, por sus editores, de su pretensión, y se conformó con una edición banda contra banda, especular y especulativa como suele ocurrir en la presentación bilingüe estándar. Hacer lo que él pretendía —en su idolatría de Pushkin, del ruso y de sí mismo, incorregible ególatra, seductor Narciso— equivaldría a leer, nosotros, línea por línea de lado y lado, con las probables consecuencias indeseables arriba señaladas, a las que habría que añadir la del tiempo ingente que nos exigiría una lectura de ese estilo. Cuando se aprecie el volumen del volumen que aquí presentamos, se verá el desatino de semejante pretensión: necesitaríamos, no siglos, pero sí varios meses, si optáramos, obsesivos, por leer de ese modo casi mil páginas —956, exactamente— de texto en un idioma y otro al mismo tiempo, trabajo de locos como pocos.

Esta recientísima edición en robusto bloque de papel con ala portuguesa y ala española viene enriquecida por un sustancioso como pertinente prólogo de uno de los más recientes especialistas salidos del sombrero de copa de donde saltan, cada tanto, los conejos de la crítica pessoana, siempre optimista; otro de esos escarbadores del proceloso invernadero donde medran todavía, esperando por un lector audaz que los libere, textos callados, ajados, vivos tal vez pero, por lo pronto, en tanto sigan allí sumergidos, catalépticos y enterrados. De ese invernadero ha sacado la crítica últimamente a ese tal Vicente Guedes, que le hace un poco de sombra al Bernardo Soares que todos conocíamos, y Jerónimo Pizarro, uno de los más finos representantes de la nueva crítica del poeta que, como él mismo dijo, fue —y sigue siendo— una antología —él y muchos, él, no él, nadie, todos, ninguno, como hemos dicho y medio mundo sabe—, lo trae a escena y lo pone en relación con el otro sosias desasosegado. Y si leer a dos bandas ya entraña no poca perturbación, tomen en cuenta ustedes que, con la aparición del tal Guedes, hay que hablar ahora de dos fases del Libro: una primera, en la que la máscara que proyecta la voz de Pessoa —suponiendo que sea él quien habla, aunque cabe dudar que lo sea, ya que él mismo, como tantas veces repitió, lo ignoraba—, es la máscara de Guedes, y una segunda, que es la ya conocida, pero siempre impredecible, máscara de Soares. Entre Escila y Caribdis, navegantes desvairantes, desvariados, pues.

Esta es, por otro lado, otras de las virtudes de esta edición del Libro, tal como lo insinúa el crítico que lo edita, Jerónimo Pizarro (que no es el mismo editor; pues, para variar, hay dos; es decir, el que cura y el que publica):

«¿Qué es entonces el Desasosiego? En mi opinión, es una obra en la que hay al menos tres autores que buscan un libro —como los seis personajes que buscan autor en la obra de Pirandello—; una obra a la que le faltan (y tal no es necesariamente un demérito) una unidad psicológica y un universo estilístico cerrado. El Libro es un work in progress tan inaudito como las mayores obras de James Joyce, sobre todo si las consideramos desde una perspectiva lingüística. […] Esta edición propone la lectura del Libro del desasosiego tal como este ha ido surgiendo, sin desvirtuarlo, alternando, como lo hace Richard Zenith, los textos de la primera fase con los de la segunda. Hubo un primer y un segundo libros —entre los dos han pasado muchos años— y no es necesario un montaje temático para unificar lo que no necesita ser unificado.»


*Libro del desasosiego. Fernando Pessoa. Edición bilingüe: portugués y español. Edición crítica: Jerónimo Pizarro. Traducción: Ana Lucía de Bastos Herrera. bid&co editor. Caracas, 2021. Con el apoyo del Instituto Camoens de Portugal; la Dirección General del Libro, de los Archivos y de las Bibliotecas de la República Portuguesa; y de la Fundación Instituto Portugués de Cultura.