Por LORENA ROJAS PARMA
Durante el diálogo que Sócrates sostiene con Simmias y Cebes, dos amigos pitagóricos del filósofo, testigos de su último aliento, se discute pacientemente sobre la naturaleza del alma inmortal. Ambos escuchan de Sócrates sobre la vida que nunca perece, sobre el paso por la sensibilidad del amante del saber, y de su destino feliz en el más allá de los dioses, si ha logrado vivir desde la sabiduría. Sin embargo, los amigos del filósofo se resisten un poco a los argumentos, tienen dudas que se perciben —a cierta altura del diálogo— como un impedimento no racional para la comprensión, como si el logos estuviese envuelto por una neblina muy espesa. Sócrates, en efecto, lo nota, y con el tono que lo caracteriza, les dice: “Es que están atemorizados, como los niños”. A lo que Cebes responde: “Como si estuviésemos atemorizados intenta persuadirnos. O mejor, no es que estemos temerosos, sino que probablemente hay un niño en nosotros que se atemoriza ante esas cosas”. En ese caso, prosigue Sócrates, “es necesario entonar ensalmos cada día, hasta que lo hayan conjurado”.
Las palabras del filósofo revelan que las dudas que inquietan a sus amigos no tienen todavía la serenidad del contraargumento. Por el contrario, descubre unas dudas que se asientan en el miedo, miedo a que la muerte nos disipe en el viento y acabe con nosotros. Sócrates nos permite descubrir la mediación del miedo en la comprensión de las cosas, su lugar en el alma cuando nos referimos a un horizonte incierto. Pero, también, y acaso más importante, cómo debemos comportarnos en su presencia. Y aunque ahora no nos ocupe la naturaleza del alma, o si nos esperan los dioses o los tormentos del tártaro, este pequeño relato nos brinda un lugar propicio para pensar el miedo; pensarlo como la experiencia que pide amparo y amorosidad del otro, y que no se sosiega con ningún tipo de violencia. Por ello, un Sócrates comprensivo y entendido del alma, responde con la necesidad de un “ensalmo” que se cantará cuantas veces lo requiera el alma temerosa. Pues ante una confesión que descubre ese lugar de nosotros que aún es pequeño, que teme en secreto, el filósofo sabe que lo preciso es la palabra bella y buena. Uno podría esperar que Sócrates reprimiera ese temor con la fuerza de su argumento, o iniciando un diálogo con su consabida pregunta ¿qué es —en este caso— el miedo? O quizá nosotros pudiésemos reaccionar con la subestimación que suele tenerse frente a lo emocional. Pero no, la respuesta es un hermoso llamado al ensalmo que suele tener, para Sócrates, un tono terapéutico.
Al miedo se le persuade, como pide Cebes. Se le invita a serenarse, no se le acorrala ni se le desprecia. La confesión tenemos miedo, acaso una que no hayamos hecho lo suficiente estos largos días de pandemia, quizá pueda orientarnos un poco en este laberinto del no saber, de la incertidumbre, de la precaución constante, de vivir junto a un virus que nos amenaza con el dolor y hasta con la muerte. Si estamos en disposición reflexiva, siempre que la vida nos lo permita, tal vez encontremos en nosotros trazos de ese temor. Tenemos miedo al contagio y al encierro; al contagio y a sufrir. A ser víctimas de una extraña conspiración de algún poder oscuro que esté jugando con nuestras vidas, aunque siempre haya un alma muy lúcida que lo descubra. Tenemos miedo a no poder volver a lo que éramos, al lugar que nos amparaba, al mundo conocido que nos permitía vivir. Decía Heráclito que solemos ladrarle a lo que no conocemos, porque lo extraño nos desconcierta, nos hace sentir desvalidos. Nos exige un esfuerzo que suele romper certezas y poner en peligro esos grandes hallazgos que hemos logrado sobre la vida. También ladramos porque nos da miedo este viraje inevitable hacia la interioridad de nosotros y nuestros amores; por el miedo a que no haya regreso al camino que recorríamos, y a que el devenir de estas horas en que nos resguardamos y que se prolongan sin fin conocido nos haya abandonado en un tiempo irremediablemente distinto.
La geografía del virus
Nuestras relaciones más íntimas con nosotros mismos, con nuestro pequeño mundo de las cosas, con nuestros hábitos, aquellos que nos hacen la segunda piel, se han alterado sensiblemente. Discretas revelaciones se hacen a nosotros cada día, si estamos atentos, en las que nos asaltan algunas nostalgias que añoran lo que nos acompañaba para caminar el mundo, y que hoy se mantiene silente, como a la espera. Hay un cierto halo de abandono en las “cosas” que nos ayudaban a vivir. Y nos da miedo que representen el fin de lo que dábamos por sentado. “Extraña y ardua ofrezco esta verdad paradójica: los groseros objetos y el alma invisible son uno”, escribe Whitman. Sin embargo, el mismo devenir, en su secreto señorío de la existencia, nos hace preguntas que se abren paso en la noche ya serena del sobresalto: ¿a dónde realmente queremos regresar? Esta experiencia tan compleja, tan llena de aristas, de mascarillas que ocultan una parte de nosotros, que nos cuidan y, curiosamente, también nos hacen un poco desconocidos, ¿pasará por nosotros sin dejar alguna huella interior? ¿Sin hacer de lo vivido algo distinto? Probablemente, no. Eso es ajeno a la soltura de la vida, al cambio incesante que nutre cada momento del cuerpo y el alma. En lo que nos acontece en el ahora, algo ya ha dejado de ser. Y como lo recuerda Gadamer, lo sucedido tiene siempre que decirse de nuevo, desde el presente que nos define. Porque el pasado tampoco conoce la verdad de lo inmóvil. Nuestras calles de infancia, y las que hoy extrañan nuestro tránsito, también tienen que volver a decirse. Esta vida de precaución y libertades quebradas que sobrellevamos nos hace pensar en el desierto, en el desierto interior que se atraviesa con la incertidumbre a cuestas, con pasos que ya no se recuperan, y que nos exige resistencia y dominio para vislumbrar la realidad de un horizonte de cobijo.
Esta peste que tomó al mundo como su presa, y que trajo un nuevo recordatorio de nuestra fragilidad, también nos construyó muros, muros invisibles, nos sembró campos minados, que nos han obligado a un andar a tientas. O, tal vez, a reconocerlo. Y, como ocurre con todas las pestes, el prójimo, se nos convirtió en peligro y sospecha. La nueva geografía del virus se hizo tangible en caminos desviados, truncados, imposibles de cruzar, como si la “conspiración” realmente fuese para que no se interrumpa nuestro conteo interior. Esa geografía, que también se volvió policía y represión —lo más distante imaginable para serenar el miedo— no nos deja pasar. La vida, entonces, ha tenido que someterse al presente con toda su exigencia, con todo el rigor que tienen las fuerzas olímpicas que inevitablemente nos superan. Hic et nunc, siempre tan difícil. Los que hemos sido pacientes del dolor no olvidamos la verdad de “navegable” que se resguarda en la palabra, la verdad de saber transitar aguas muy hondas que nos piden atención y serenidad.
Con el miedo que nos provoca el claustro o la incertidumbre, tal vez podamos reconocer que estamos atravesando tiempos para ser pacientes y, precisamente por ello, para horadar, para llenarse del polvo de muros interiores que se fracturan, y que son los que pueden abrirnos el paso. “¿Quieres buscar muy lejos de ti? Acabarás por regresar, de seguro”, dice de nuevo Whitman. “Felicidad, conocimiento, los hallarás no en otro lugar, sino en este; no en otro momento, sino en este”. Acaso la lección profunda y tormentosa de los virus que se adueñan del mundo, sea precisamente esa. Y si es felicidad en este lugar y en este momento, como dice el poeta, es inevitablemente en nosotros y en nuestras fuerzas interiores. “Toda cosa tiene dos asas —nos recuerda Epicteto—, una por la que es llevadera y otra por la que no lo es”. Y dependerá solo de nuestro ánimo y albedrío sobrellevar los tránsitos difíciles que no dependen de nosotros. Si no podemos ir hacia atrás ni hacernos del futuro, ni movernos del lugar que la Moira ya dispuso, solo nos queda la verdad inquebrantable del momento presente. Y si somos sensibles a la empatía que regula todas las cosas, voltearemos hacia nuestra interioridad más secreta, que es el corazón del mundo.
Nuestros propios ensalmos
Pero ese miedo, que quizá no reconozcamos o desestimamos, no nos hace fácil la tarea. Horadar los propios caminos nunca ha sido una ruta sencilla de la vida. Lo sabemos desde los grandes maestros de la antigüedad, como Buda, Sócrates o Epicteto, que centraron sus esfuerzos en hacerse buenos, compasivos o serenos. Que conjuraron sus miedos, y se hicieron de sus propios ensalmos. Sócrates sabía del trabajo interior que era imperioso atravesar, de la virtud que era preciso adquirir, si además queríamos alzar la voz en los asuntos públicos. Es una lástima que nunca lo hayamos aprendido. Por ello, a nuestro miedo, a ese dolor callado que no halló consuelo, Sócrates lo serenaba entonando ensalmos que llamaba, desde su alma serena de filosofía, bellos discursos. Sabía que la palabra embellecida de verdad resguardaba el poder de aliviar el miedo, que suele hacerse resistente a la razón. Quizá sea oportuno recordar que Sócrates decía —sin tener poder ni grandes simpatías— que él era el único político de Atenas. Pero nosotros no contamos con la verdad o el amor de la palabra que nos conjure el dolor. El miedo lo callamos con más miedo a ser contagiados; y también lo hacemos hybris cuando negamos con vehemencia que somos vulnerables. Lo hacemos alma cuando segregamos al que sufre el contagio, como al leproso bíblico que siempre viene por nosotros, y olvidamos que la vida nunca nos puede ser extraña. Que la falta de amor y compasión también es un virus maligno. Lo volvemos alma cuando permitimos que el infame desamparo público se adueñe de nuestros corazones. Caminamos el miedo en el pedacito de calle que nos es permitido, y lo hacemos con mucho más dolor cuando nos resistimos al cambio que trae consigo la fuerza de las cosas. Ningún Sócrates viene por nosotros a disipar el temor y temblor que llevamos a cuestas.
Con todo, la vida del presente, la que nos pide una búsqueda “no en otro lugar, sino en este”, tiene que emprender su propio camino. Todos hemos escuchado a Odiseo pedir a su corazón que resista, que golpes más duros ha vivido. La conversación de Sócrates con sus amigos ocurre a pocas horas de su muerte. Es decir, Simmias y Cebes, y toda la polis, quedarán huérfanos de ensalmos. Por ello, Cebes, conmovido, pregunta al filósofo: “¿De dónde sacaremos un buen conjurador de estos temores, ya que tú nos abandonas?”. A lo que Sócrates responde que la Hélade es grande, y también los pueblos vecinos. Que será preciso buscar, caminar un poco la vida, sin escatimar esfuerzos ni riquezas. Sin embargo, es preciso no descuidarse a sí mismos, pues tras todas esas largas, costosas y lejanas búsquedas tal vez no encuentren a quien sea capaz de hacerlo, sino ustedes mismos. Porque todo nos regresa al camino que solo nosotros podemos transitar. Sócrates nos enseñó a calmar el miedo sin ningún tipo de violencia, ni hacia el prójimo ni hacia nosotros mismos, porque heridas muy profundas encuentran allí su escondite.
El miedo puede nublarnos de hybris, desprecio por el que se protege, o rechazo hacia el que sufre, que solo en unas horas podemos ser nosotros. Pero si atendemos a este trabajo de horadar los suelos interiores, quizá encontremos el resguardo de nuestros ensalmos sanadores. Acaso el paso por este tránsito tan difícil termine como un poema de Rafael Cadenas: “Como alguien que ha vuelto a casa, como quien puede reconducir a otro comienzo”.
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