Por ANA MARÍA MATUTE
Desde aquella esquina de la redacción de Puente Nuevo a Puerto Escondido se podían ver los cubículos de las secciones de Ciudad, Deportes, y más lejos, Política. Alrededor de las cinco de la tarde aquello era un hervidero. Los periodistas estaban enfrascados entre las pantallas y el teclado, era la hora del “cochino”, que afanaba a redactores, editores y jefes en el cierre de las páginas.
Invariablemente a esa hora en aquella primera semana de ocupar el cargo de editora algo me hacía levantar la mirada por encima de la barrera de separación de mi escritorio. Escuchaba risas y voces y veía a un hombre de pelo blanco trajeado con una chaqueta deportiva estilo safari; alto, siempre risueño, narizón con lentes casi invisibles que se apoyaba en las paredes de los cubículos de las reporteras de política y se veía que echaba cuentos. A pesar de la premura de la hora, todos dejaban de escribir para compartir con aquella persona.
Nunca pregunté quién era. Tampoco se presentó. Se acercó a los cubículos de los editores de Ciudad porque él era así. La presencia de Argenis era como la de un pavorreal en un jardín inglés; sabía que estaba rodeado de “belleza”, pero él era el dueño y señor de todo. Sin embargo, la razón por la que periodistas y jefes dejaban todo para escucharlo era una que no se veía a simple vista; era la observación acuciosa, el último dato, la pregunta que te faltó hacer, lo que pasaste por alto, la llamada de la fuente más difícil y alguno que otro chiste, claro.
Lo mismo hacía en economía que en deportes; ni hablar de cultura o internacionales. Argenis nunca dejó de ser reportero, aunque no saliera diariamente a entrevistar o a cubrir alguna pauta. Hace más de un mes que nos dejó y que todos lo que lo conocían han escrito de sus vínculos innegables con la cultura; pero escuchar a Martínez narrar detalles de un suceso o de las andanzas y relaciones de algún narcotraficante era toda una experiencia. Quizás era su amor a la novela negra lo que le hacía a veces seguirle la pista a los casos famosos, tanto que guardaba relaciones con las fuentes policiales incluso después de la llegada del chavismo que cerros todas las puertas.
Argenis era curioso por naturaleza. De esos periodistas que quedan pocos, que prefieren averiguar, escuchar, preguntar solo con el deseo de saber las diferentes versiones de la verdad. Y para eso hay que ser sensible, tener los sentidos abiertos las 24 horas. Poco dormía, nunca descansaba. Para él un domingo era, sí, levantarse tarde pero porque había estado leyendo hasta la madrugada; a eso de las 4:00 pm se iba a su oficina a revisar agencias de noticias incluyendo las fotos, periódicos extranjeros, hablar con los fotógrafos y los reporteros, llamar por teléfono, escuchar cuentos, leer artículos de opinión, editoriales de otros países.
No había nada que lo llenara más de orgullo que ser el encargado de las páginas de opinión del periódico. Decía que era la mejor sección. Y todo lo que él había aprendido de Miguel Otero Silva lo ponía en práctica al escribir el editorial, pero sobre todo al hacer la mancheta. Me decía siempre que ninguna de las dos cosas podía desaparecer, eran la esencia, el corazón de El Nacional, no hay en Venezuela otro medio impreso que las haya publicado diariamente por más de 70 años, y eso no puede pasar inadvertido.
De todo lo que leía, de todo lo que escuchaba, de todo lo que veía, salía un editorial. No era un ejercicio sencillo, yo lo observé muchas veces, en silencio. Lo que sí era espontáneo y natural era el estilo, irreverente, contestatario, contracorriente, sin mesura a veces, sin bozal, hiriente, certero. Aquel periodista que gustaba de las bromas pesadas, de risa fácil, era solo una faceta. En el fondo, Argenis era franco hasta el dolor con sus verdaderos amigos, con la gente que le importaba. Y como Venezuela le importaba inmensamente, jamás ocultó verdades ni las disfrazó con palabras bonitas ni eufemismos.
La mancheta era otra cosa. Era una chispa, y para que esa chispa prendiera lo que hacía falta era un pedazo de papel en blanco y un lápiz. Esa era la especialidad de Argenis, decir de una manera más llana, usar el lenguaje popular para que un título, una noticia, una realidad llegara a más gente. Quizás provocaba risa, otras veces señalaba algo que pasaba inadvertido, pero así como le enseñó Otero Silva, así fue hasta el último día, con la mancheta le decía a la gente que el periódico era un venezolano más.
No hace falta abundar más en el oficio periodístico de Argenis, porque era su vida. Pero él era otras cosas. Era poeta, era sensible, era vulnerable con el sufrimiento ajeno, y quizás por eso buscaba la sonrisa, el chiste, para olvidarse del dolor propio y el de los otros.
“¿Existe este abandono /que descubro en tu mirada? /¿Existe acaso/ porque no soy/ ese extraño que amanece/ entre tus miedos y soledades?”. Aún quedan sus versos colgados en las redes sociales.
Nunca fue extraño a los problemas de los amigos, nunca cerró la puerta a los cuentos de los colegas. Fue defensor del gremio, decía que había aprendido de Otero Silva que lo más importante de El Nacional eran sus periodistas.
Encontrarse sin el quehacer diario del periódico, sin tener que escribir el editorial, sin tener que garabatear la mancheta debió ser un golpe inmenso para Argenis, pero más hallarse sin su familia, sin sus amigos. No sé cómo despedirme, no quiero despedirme. Es mejor de vez en cuando cerrar los ojos y recordarlo entrar a la redacción y gritar “¡Matute!”.