Jon Lee Anderson: Nos toca un tema un poco tétrico, pero creo que lo podemos convertir en una conversación amena e interesante. Los tres compañeros aquí presentes han escrito libros, asumiendo como reporteros, una de las tareas más difíciles y peligrosas que se puede hacer en América Latina: acercarse al mundo del hampa. En cada país hay un nombre distinto para las agrupaciones delictivas que se organizan alrededor del tráfico de drogas, la trata de personas, el control territorial, etc. En Brasil, a los grupos policiales que son a su vez, de carácter criminal, se les conoce como milicias. En Venezuela, quienes controlan el crimen desde la prisión se llaman pranes, y en El Salvador las pandillas son conocidas como clicas.
Pero, antes de conversar con los compañeros, quería hacer una pequeña reflexión sobre el panorama de la región a partir de mis experiencias acá, que comenzaron hace años cuando no se hablaba ni de carteles, ni clicas, ni milicias, ni pranes.
En la época de la Guerra Fría se hablaba de organizaciones insurgentes, rebeldes y de orientación marxista, que peleaban en aras de un supuesto mundo mejor. Proponían una orden socialista que contrarrestaría el capitalismo yankee impuesto por mis paisanos de Estados Unidos. Después vino el colapso del socialismo y el triunfo del capitalismo hace 30 años. Aquí estamos, con organismos armados tal y como antes, solo que ya no están subiendo a la montaña para ser como el Che, sino para adquirir dinero, territorio, control de poblaciones y —en algunos casos, cada vez un poco más— disputar el terreno de las almas y mentes con los gobiernos de turno que, si bien son elegidos en democracia, también sabemos que, lamentablemente estas no han cuajado como muchos de nosotros hubiésemos querido o esperado hace 30 años, cuando los militares volvieron al cuartel y las guerrillas depusieron las armas en todos los países, menos en Colombia.
Otra cosa ha sucedido: América Latina es tan violenta como lo fue durante la Guerra Fría, solo que ahora se ejerce la violencia en nombre de otra lucha de supervivencia que viene a veces desde abajo, y a veces es alentada desde arriba. Es por esto que la conversación de hoy va a ser tan interesante: tenemos bien representada a Centroamérica con El Salvador, y Venezuela es un país que les va a sonar muy familiar a los colombianos por su cercanía inmediata. Completa el trío Brasil, el gigante del sur, así que van a ver que hay muchos nexos entre sí, muchos síndromes en común.
Creo que el factor más preocupante, que se diluye de la lectura de los libros de los amigos aquí, es que el estado político de los países se entremezcla con la delincuencia de una manera a veces encubierta pero obvia, e incluso hasta reveladora.
No creo que se sorprendan, pero detalles aquí hay para sorprenderse. Remato esta reflexión con una memoria mía; algo que me ocurrió en Brasil hace 12 años. Tuve la oportunidad de recorrer una de las barriadas de Río que llaman complexos, que no son más que múltiples favelas unidas de tal manera que conforman una especie de megalópolis de barriada. Esta, en particular, estaba en manos de una agrupación llamada el Comando Rojo.
Entré a este complexo y conocí al jefe de la organización en Río, cuyo cabecilla principal estaba preso en una cárcel del Estado ubicada en la zona de Pantanal, bastante remota. Sin embargo, este delincuente, a través de su abogado, lograba despachar las instrucciones sobre cómo se debía llevar a cabo el tráfico de drogas, los sobornos y sicariato en la zona controlada. En una de esas andadas, le pregunté al Gringo (el jefe se seguridad) si aún el Comando Rojo mantenía la reivindicación social con la que surgió la agrupación en los años 70, con presos políticos recluidos en una isla durante la dictadura militar. Su respuesta fue: “No, ahora solo somos criminales”.
No voy a hablar más. Espero que sean nuestros amigos quienes respondan. Ronna, has escrito El Tren de Aragua, que es un libro de lectura fascinante. Arrancas con la incursión en una prisión fuera de Caracas que está en manos de los presos, y la organización se califica como El Tren de Aragua. Explicas en tu texto que, si este fuera un tren de verdad, la prisión funcionaría como una especie de terminal para una red de trenes que sale por toda Latinoamérica, incluso hasta Centroamérica, Estados Unidos y Chile. Cuéntanos, por favor, un poco sobre esa prisión, cuyos personajes me dejaron fascinado.
Ronna Rísquez: La Prisión de Tocorón es una cárcel que está en el estado Aragua, al lado de Caracas, en la región costa-montaña. Aragua es un estado de tradición militar, instalaciones militares que tienen más de un siglo de antigüedad. Además, es ahí donde funciona la fábrica de armas y municiones que surte a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB). Hubo, definitivamente, una serie de elementos que se combinaron para que naciera el Tren de Aragua.
Tocorón está totalmente controlada por El Tren de Aragua que nació ahí en 2014. Quizás, un poco antes, los miembros tenían una estructura con la que operaban en años anteriores, pero se cuenta el nacimiento de la agrupación a partir de ese año. Como ven, es muy poco el tiempo que ha transcurrido desde su nacimiento hasta su expansión por el continente.
La cárcel es manejada por el pran, nombre que se le da al jefe de una prisión. El pran es quien toma todas las decisiones, incluso las que deberían tomar las autoridades fuera de la prisión. Por ejemplo, es quien decide si la guardia puede o no hacer requisa a los familiares que visitan el presidio.
Gracias al pran los presos se trasladan en motocicletas dentro del penal y portan armas. Dentro de la cárcel no hay funcionarios del Estado, y el control absoluto es de los presos. Digamos que la cárcel funciona como una ciudad, donde el pran es una especie de alcalde. En la cárcel funcionan comercios de ropa, comida y hasta de licor. Tienen un zoológico con distintos tipos de especies, un campo de béisbol con grama artificial casi al nivel de un campo profesional y moderno, gimnasio, canchas, restaurantes, apartamentos para los pranes o jefes principales dotados con aire acondicionado, y hasta contratan personas para construir asaderos de carne dentro de la casa.
Tanto la policía como las autoridades están afuera y trabajan para el pran, sometidos tanto a sus órdenes y decisiones como a las de los luceros o aliados del mismo. Cuando se dieron cuenta de que tenían el control absoluto de la prisión, comenzaron a controlar localidades. Luego, apostaron fuera de Venezuela: Chile, Colombia (sobre todo Bogotá y el norte de Santander), Perú y Ecuador, en la frontera entre Venezuela y Brasil también operan con más fuerza. A los miembros de la agrupación se les pregunta a dónde quieren ir, y viajan como en una especie de comisión de servicios. El Tren de Aragua es, a mi modo de ver, una empresa criminal.
Mi personaje principal se llama Roxana, y también una de las fuentes más importantes. Fue su historia la que me permitió hacer el clic y convertir esta investigación en un libro. Roxana es una mujer que tiene un nivel educativo bastante bueno y un nivel económico aceptable. Quiere ir a divertirse en Tocorón porque se dice que, en Tokio, la discoteca que está dentro del penal es la más popular y divertida de todo Aragua, donde se hacen las mejores fiestas. Además, el mecanismo para ingresar no era muy complicado, y así es como Roxana decide ir con su pareja a la discoteca.
Ahí conoce a uno de los pranes, que se enamora de ella. Y así comienza una historia que terminaría con Roxana confesándome que hizo realidad todas sus fantasías dentro de una prisión: desde tener poder y dinero hasta ser bañada en distintos tipos de licor.
Jon Lee Anderson: Tren de Aragua es, definitivamente, una lectura compulsiva. Bruno Paes Manso ha escrito un libro que es de lectura de rigor en Brasil, país que he visitado varias veces y del cual tengo muchas referencias. Está traducido al español y aborda la formación, evolución y actualidad de las llamadas milicias de Brasil, sobre todo en Río de Janeiro. Todos conocemos policías corruptos en muchos países de Latinoamérica: me vienen a la mente casos emblemáticos como El Salvador y Guatemala, cuyos cuerpos policiales fueron embajadores del terrorismo de Estado para hacer negocios sucios. En Brasil, estas milicias que nacen de la policía se han enquistado y vuelto, a su vez, organizaciones criminales que se disputan el control territorial.
Una anécdota personal de Río de Janeiro: una vez me presentaron a un miliciano, que resultó ser un policía inactivo. Me llevó a una favela llamada Barra da Tijuca, que es un área algo miamense en las afueras de Río. Como buenos latinoamericanos, en Brasil nadie paga bien a sus empleados domésticos, que viven en la miseria, en un pantano detrás de la zona. Es ahí donde narcotraficantes y milicianos se han disputado el territorio, justo al lado de la icónica Ciudad de Dios.
Este expolicía me explicó cómo, exactamente, había tomado con otros funcionarios el control de la zona con ayuda del Estado. Una vez que la policía militar toma el control, se hace una subasta donde varias milicias pujaban por el control de la zona. Una vez concretada la “compra”, se evacúan a los narcotraficantes y “limpian” de drogas el sector, para luego tomar el control de los servicios de transporte público, agua, gas, electricidad y hasta Internet. Es un negocio.
Pero la milicia es mucho más que eso, y nos dice mucho de lo que hemos aprendido a llamar “bolsonarismo”.
Cuéntanos, Bruno. Creo que Adriano Magalhães da Nóbrega, uno de los personajes que citas en República de Milicias, es un ejemplo perfecto para explicar este fenómeno. Pero posiblemente tengas otro en mente.
Bruno Paes Manso: El fenómeno de las milicias se desprende de la historia del narcotráfico en nuestro continente. En Brasil, es un problema que tiene más de 40 años, de la época cuando en Medellín se empezaron a exportar drogas por todo el mundo, convirtiéndose en un importante corredor de venta y tráfico. Hoy en día, somos el segundo mercado consumidor de coca en Latinoamérica.
Como consecuencia, los empleos pasaron a asumir la informalidad del mundo del crimen, siendo las milicias una especie de gobiernos criminales, que surgieron como una forma importante de supervivencia, muy lucrativa. En los años 80 y 90 el tráfico de drogas en Río de Janeiro fue muy importante, ya que había control de los territorios en las favelas porque era ahí donde iban las personas ricas a comprar drogas. visitadas por personas ricas que iban a ellas para obtener sustancias ilícitas.
Pero en la disputa por estos territorios había fuego, balas y violencia. Si se quería más mercado, se intentaba invadir un territorio. La ciudad de Río de Janeiro era muy violenta, con tiroteos en pleno centro de la ciudad. Entonces las milicias de la policía surgen como un discurso de defensa, como una posibilidad de producir orden en los territorios más pobres. Los policías vivían en estos territorios, y argumentaban que querían evitar la llegada de las bandas de tráfico a sus barrios. Había legitimidad en estos discursos.
Al comienzo de las milicias en el año 2000, los políticos daban apoyo a estos grupos porque eran vistos como grupos de autodefensa, con participación de la policía. Había una especie de credibilidad y un sentimiento de seguridad territorial. Entonces fueron expandiéndose y comenzaron a dominar diversos territorios. Para sustentarse, cobraron dinero a la población haciéndose con los servicios. Posteriormente pasaron a dominar la venta de drogas aliándose con el narcotráfico.
En Río de Janeiro, 50% del territorio está controlado por milicias. Otro 25% es controlado por el narcotráfico, Adriano Magalhães da Nóbrega era un policía importante que participaba de las fuerzas especiales de policía de Río, de brigada de operaciones especiales. Entre 2004 y 2005, lo apresaron. Jair Bolsonaro era congresista en aquel momento y pidió su absolución, argumentando que era un héroe por haber matado a un narcotraficante. En Brasil, la idea de que la violencia puede producir orden tiene mucho arraigo. Bolsonaro se valió de este discurso de guerra para impulsar su campaña electoral. Después de la prisión, Magalhães da Nóbrega se dedicó al crimen porque no tenía futuro dentro de la policía; es así como se convirtió en uno de los mayores criminales de Brasil.
Además de tener aliados en el mundo del juego clandestino, tenía un escritorio de sicariatos y asesinaba por encomiendas a los enemigos de las mafias en los juegos. Además, tenía alianzas con numerosas milicias. Se sospecha que fue uno de los organizadores del asesinato de la concejal de izquierda Marielle Franco.
Además, trabajaba en el escritorio político de Jair Bolsonaro y de su hijo, ayudándolos a dividir el dinero del escritorio político para enviarlo a sus familiares. Fue muerto en 2019 con todas estas sospechas. El libro se llama República de Milicias porque, después de la nueva república y los 30 años de democracia, el sistema entró en crisis. Bolsonaro ganó la presidencia de Brasil con un discurso de guerra y violencia contra sus enemigos políticos, que fue clave para construir su autoridad. República de Milicias explica un nuevo tipo de república que existe actualmente, y que creó a su vez un nuevo tipo de autoridad.
Jon Lee Anderson: Óscar, ¿este tema te resuena algo? Si en Brasil hay una república de milicias y en Venezuela una de pranes, ¿qué hay en El Salvador?
Óscar Martínez: En El Salvador hay algunas particularidades. Las organizaciones criminales más grandes son las pandillas. La más famosa es la Mara Salvatrucha, que recientemente Donald Trump hizo célebre tras los asesinatos en Long Island, usándola como caballo de batalla para subirse al ring con un enemigo al que evidentemente iba a derrotar.
Pero, ¿cuáles son las particularidades de las pandillas en El Salvador? Primero, describo en números qué son. Somos un país bien chiquito, de 21.000 metros cuadrados. Si en El Salvador corres muy rápido, te sales del país. Somos 6.5 millones de habitantes, tenemos 2.5 en EE UU y existen 70.000 pandilleros activos. Así que estamos hablando de un porcentaje alto.
Ahora se vive un momento muy particular en el que no voy a entrar porque tardaría mucho en explicarlo, pero yo te escuchaba a vos cuando hablabas de estos periodos de guerra donde la cuestión política y social tenían todo que ver. Las pandillas son herencia de la guerra civil centroamericana. No una herencia ideológica, sino una herencia de abandono. Durante 12 años, en El Salvador nos matamos de una forma bárbara, con todos los aprendizajes latinoamericanos de la barbarie de Argentina, pasando por las represiones de países sudamericanos y centroamericanos, con un ejército sumamente violento que reprimió a una población que quería un poco más de oxígeno para vivir. Cuando tras 12 años se dieron cuenta de que no iban a lograr matarse los unos a los otros, hicieron acuerdos de paz. Pero fueron acuerdos políticos.
Durante esos 12 años de guerra, decenas de miles, principalmente de jóvenes centroamericanos abandonaron la región para buscar un lugar donde vivir en paz. Y la mayor parte de esa gente llegó al sur de California, en los Estados Unidos, por la facilidad del lenguaje, de la adaptación y la rapidez con la que se conseguía empleo. Se fueron allá buscando la paz de una guerra que en gran medida fue financiada por el gobierno del país al que emigraron.
Pero estos jóvenes llegaron a unos guetos extremadamente violentos. En California había 64 pandillas negras, supremacistas, asiáticas, entre otras. En una especie de reacción alérgica, estos muchachos que habían huido de un país violento se organizaron y así nació la Mara Salvatrucha, como una forma de defenderse del entorno. Buscaban paz, pero como no la encontraron y dijeron: “¿Hay que ser violentos? Sabemos hacerlo”. Muchos habían sido combatientes con 12 años. Luego, esos jóvenes son deportados a El Salvador justo en los años en que estábamos haciendo los acuerdos de paz, y esa es la inyección más letal que los Estados Unidos nos pudieron meter en el cuerpo centroamericano. Recibimos 4.000 pandilleros deportados, cuando en el país no había ni siquiera instituciones públicas.
La segunda particularidad de las pandillas en El Salvador es que, a diferencia de los grupos de los que he escuchado hablar, estas no tienen esencialmente un fin económico. No se hacen ricos. Entras en la pandilla y no recibes un salario. Tiene que ver con algo de identidad cultural: ¿quién soy yo en este mundo? Nadie quiere ser un muchacho, hijo de un campesino pobre, nieto de un campesino pobre, bisnieto de un campesino pobre. Pero en la pandilla, estos muchachos encuentran una forma de renombrarse y de habitar el mundo de una forma distinta. Una forma violenta, asesina, pero en vez de ser Miguel Ángel Tovar puedes ser El niño de Hollywood, tener un arma, el respeto de la gente. Y de repente ya no eres una basura, como usualmente has sido toda tu vida. Si no te dejan espacio para ser alguien, lo vas a buscar por otras vías. Y es una reacción violenta a intentar habitar en el mundo. Esa gente quería dejar de ser quienes eran, y solo lo encontraron en la peor expresión posible.
Esas son las pandillas. Espero haber explicado más o menos su complejidad.
Hay Festival Cartagena: una fiesta para pensar
Los números expresan la dimensión del Hay Festival Cartagena que acaba de concluir en el caribe colombiano, los últimos días de enero. 180 invitados, 40.000 asistentes, 140.000 visionados digitales, un millón de usuarios que siguieron los encuentros desde diferentes esquinas de América Latina. Una celebración del pensamiento. Cinco premios Nobel, algunos de los mejores novelistas del mundo, poetas, economistas, músicos, científicos, activistas, periodistas, filósofos y artistas, sorprendieron al público con espacios dedicados a pensar y conversar sobre ideas transformadoras. Entre los invitados internacionales destacaron el Premio Nóbel de Literatura 2021, Abdulrazak Gurnah, así como Bernardine Evaristo, primera mujer negra en alzarse con el prestigioso Premio Booker. Narradores como Rachel Cusk, Jean Baptiste del Amo, Giovanna Giordano y Parinoush Saniee, fueron descubiertas por el público que acompañó estas charlas. También autores como Leonardo Padura (Cuba); Lydia Cacho, Brenda Navarro y Yasnaya Elena Aguilar (México), Alia Trabucco (Chile); Olga Montero Rose (Perú) y Mariana Travacio (Argentina), mostraron diferentes realidades del continente latinoamericano. Los retos para la humanidad se discutieron. Tal es el caso de la seguridad alimentaria, con dos exponentes de la mayor relevancia: Dan Saladino y Juan José Borrell. Cristina Romera llamó la atención sobre el impacto de los microplásticos en los mares, Yayo Herrero sobre el cuidado del planeta y el ecofeminismo, y Santiago Beruete sobre la conexión entre la utopía y la jardinería. El premio Nobel de Física, Serge Haroche, habló sobre el papel de la luz para la comprensión del universo, y Richard Firth-Godbehere sobre las emociones en la historia. Dos premios Nobel de Paz, María Ressa y Oleksandra Matviichuk, hablaron sobre la guerra y la barbarie. La actualidad de la reciente guerra de Ucrania fue cubierta también en la serie Hay Festival Lviv BookForum, con la participación de la artista y escritora Victoria Amelina y el escritor, novelista y ensayista Andréi Kurkov. Hubo charlas sobre periodismo. Se destacaron la española Esther Paniagua, especializada en temas de ciencia y tecnología, así como Óscar Martínez (El Salvador), Emma Graham Harrison (Reino Unido), Jon Lee Anderson (Estados Unidos), Ronna Rísquez (Venezuela), Bruno Paes Manso (Brasil) y Patricia Nieto (Colombia), quienes conversaron sobre la importancia del periodismo para investigar problemas aún sin solución en América Latina.
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