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Performance, instalación y magia en Alirio Oramas

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“Le interesaba ponerse a prueba, apartar los hábitos sociales —la oferta y la demanda—, y saltar hacia temporalidades míticas”

Por HUMBERTO VALDIVIESO

“Desde que los generales ya no mueren a caballo, los pintores no están ya en la obligación de morir ante el caballete”

Marcel Duchamp

¿Es necesario expandirse hacia otras especies, tecnologías o identidades para poder situarse en el mundo hoy? ¿Debemos ir más allá de aquello llamado por la tradición “el arte” para encontrar las ficciones, conceptos y experiencias indispensables para elaborar una obra? ¿Hay que apartarse del “yo soy” y asumir un “nosotros vamos siendo” para ser artista? ¿Podemos olvidarnos de ser sujetos históricos y convertirnos en energías mágicas, alquímicas, para alcanzar una dimensión estética? No tenemos todas las respuestas. Pero podemos decir con Octavio Paz que volver a la magia es “restablecer nuestro contacto con el todo y tornar erótica, eléctrica, nuestra relación con el mundo”. Eso es lo que Alirio Oramas hizo a lo largo de su vida feraz.

Este maestro caraqueño solía deshacerse, diluirse como un filtro mágico, en la materia del mundo y del inframundo: “La manzana, Magritte y yo somos uno”. Le interesaba ponerse a prueba, apartar los hábitos sociales —la oferta y la demanda—, y saltar hacia temporalidades míticas. Acostumbraba experimentar, a todo riesgo, en espacios donde su cuerpo hacía las veces de santuario mágico: “Mi cuerpo es un templo”. Para él, ideas, gestos (signos que circulan en el espacio-tiempo), energías y rituales integraban una misma acción. Obra y cuerpo eran inseparables: “Es a través de mi cuerpo que fluyen las ideas que van a gestar la obra”. Pero ese templo-cuerpo era el de los augures (un espacio abierto en el cielo) y no un edificio cerrado para el culto. Si consideramos que el étimo de augurio es augere (crecer, incrementar), podemos estimar que su cuerpo expandido en los performances y las instalaciones era producto de una energía mágica que le permitía ser, indistintamente, Alirio, Peter Müller, Adán o Mercurio: “Yo me dejo llevar por la influencia de una segunda personalidad o por las vibraciones que percibo en el taller”.  

Cuerpos, movimientos, pinturas, luces, incendios, palabras y tecnologías constituyen el devenir de las metrópolis. Infinidad de materias y energías integran el flujo de lo cotidiano. De ellas extraía lo necesario para tejer vínculos y generar situaciones creativas. Las manzanas, por ejemplo, las encerró en una jaula bajo cadenas y candados (Manzanas de Hong Kong, 1966), las sirvió en un plato de estaño (El Edén de Adán, 1966) o pintó con spray (Simposium de manzanas, 1966). En su trabajo nada estaba fuera de la vida. Los demonios y los dioses mismos eran llamados a este plano por él. Todo permanecía atado a la experiencia como acción fáctica, real y simbólica. La trascendencia era indiscernible de lo cotidiano: “El artista siempre tiene que integrar lo más simple y darle trascendencia para que automáticamente se convierta en símbolo de alguna cosa”. De ahí que le dedicara una obra y un homenaje a la pintura Sapolín (1982). 

El performance, la instalación y el ensamblaje fueron en este artista el resultado de investigaciones minuciosas y procesos creativos sin protocolos pre-establecidos. Provenían de las vibraciones percibidas en sus viajes y talleres (San José del Ávila y Naiguatá 1948-51, París 1951-61, Roma 1961-63, León de Oro 1965-68, Puerta de Caracas 1980-1989, Parque Central 1990-2006 y La Candelaria 2003-2016). Su trabajo constituía una acción, un instante, capaz de expandirse al infinito. Así fue El coito de Adán y Eva (1981), un objeto sexual-mágico-temporal, donde la pareja primigenia estaría un siglo amándose. El contenido oculto, esotérico, al interior de una caja sellada con cadenas y candados, debía ser revelado al pasar cien años. Luego de ese período debía abrirse el séptimo candado y liberar a los amantes. Hoy la obra está perdida, pero nos queda la sospecha de que continuarán su coito al infinito.

El trabajo de Oramas no duplicaba lo vivido ni hacía registros de la historia. Cada obra provenía de una investigación muy personal y de su cuerpo en movimiento. De extender lo humano más allá de sí: “El pie, siempre el pie, como prolongación de mí, es la raíz del árbol”. Partía de sí mismo para ampliarse hacia todo lo que le permitiera indagar en los misterios de lo visible y lo invisible. De ahí sus sombras, sus múltiples identidades y la curiosidad por los enigmas en las obras de Reverón, Magritte y Durero. No le interesaba “el mundo romántico de la tela, del caballete, del olor a trementina”. Sentía el llamado de la calle, los medios y la tecnología. En el Manifiesto expansionista de 1967, del cual fue autor junto a Omar Carreño, Andrés Guzmán y Rubén Márquez, estaba latente esa idea: “Nuestro puente es la cibernética. La cibernética en tanto que medio (…) La obra debe integrarse a la vida misma del hombre”. 

A cien años de su nacimiento, cada performance —El coito de Adán y Eva (1981), La creación de Adán (1982), El asesinato de la paleta (1985), El paseo de Mercurio (1985)— y cada instalación —La era del Sapolín (1982), El camino de las estrellas (1983), La Casa Amarilla (1989)— continúan siendo un misterio y una revelación. Son gestos que nos conducen hacia “la parte oculta del artista”.  

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