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Pequeña serenata amorosa

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Por ARMANDO ROJAS GUARDIA

1

¿Qué amo en él? Sin duda, no una belleza que responda a los estúpidos estereotipos de mi cultura; no un determinado valor de cambio en la economía del gusto vigente.

Amo un cuerpo transfigurado por una psique, una historia existencial y un desarrollo ético. Lo que mantiene encendida mi incandescencia pasional es la multitud de resplandores súbitos e incesantes que iluminan su carne desde adentro, en una rotación de fogonazos vivos que no acaba nunca: cierta especialísima manera de mirar, con intensidad impregnada de dulzura, los objetos; una risa tan pulcra y ebria como la de un niño; una forma de la gravedad que lo desampara, lo deja a la intemperie, humilde y conmovido; un modo de caminar que revela, en solo unos segundos, su voluntad de sobreponerse a la vacilación innata; una torpeza manual que, misteriosa y milagrosamente, no puede sino confraternizar, en el dibujo de un mismo gesto o ademán, con la elegancia espontánea; una fuerza viril en perpetuo estado naciente, ruda y suave, bulliciosa y tersa como la del agua.

En fin, amo el movimiento de inocencia que se desplaza por su cuerpo, animando inconfundibles ángulos, concretos relámpagos carnales.

2

Junto a él percibo con exactitud por qué soy homosexual.

Él presencializa ante mí y, más aún, dentro de mí, un acorde de la ternura. Pero este acorde es esencialmente viril: sólo un hombre puede manifestarlo. La mujer es capaz de alcanzar una inmensísima gama de matices de la ternura; pero no lograría nunca expresar ese, que en él me fascina, me arroba.

Resulta muy difícil describir tal tonalidad afectiva. Pero trataré de hacerlo.

El acorde al que me refiero es el de la ternura erotizada del compañerismo viril. Plutarco lo ha evocado al narrarnos todo lo concerniente al llamado “batallón sagrado de Tebas”, integrado exclusivamente por amantes y amados (la cultura espartana fue sabia en la comprensión, la pedagogía y la canalización civilizatoria de este tipo de erótica afectiva). Whitman lo celebra como nadie en su “Calamus”.

Se trata del afecto deseante que despierta un camarada. Una súplica tácita se ha instalado en mi cuerpo desde la infancia, movilizando y focalizando el desplazamiento de mi afectividad y mi erotismo: que venga el varón a romper el circuito cerrado de simbiosis con la madre, ese circuito prolongado incesantemente en la atmósfera emanada por la presencia avasallante de mis hermanas, de mis tías, de mis primas, atmósfera cuyo totalitario, urobórico predominio ahogaba la independencia de mi identidad viril.

Aquel clima simbiótico era, para mí, atrapante. Frente a él, el afecto viril constituyó, por el contrario y siempre, un don liberador.

Este afecto me quiere independiente y suelto, me acoge sin esclavizarme, no me embadurna sino que me limpia, no me entierra sino que me airea, me vuelve ligero y al mismo tiempo compacto, me rescata de la indistinción hacia la exactitud desapegada, no tolera en mí desfallecimientos lacrimosos pero me desea también generoso, obsequiante.

Él me ha dicho siempre: “Somos amigos; después, amantes”. He allí una ecuación amorosa que tiene que atraerme irrevocablemente, porque toca uno de los núcleos primordiales de mi psique: ser amante en la medida, y solo en la medida, en que se es amigo. Esa ecuación, ese precipitado psíquico, y cultural, al que alude la frase de mi compañero, me convoca, desde todos los ángulos de mi arqueología interior, hacia una camaradería erotizada con mi pareja, por momentos casi fraternal (¿el vacío del hermano masculino que no tuve, el que tanto ansiaron mi niñez y mi adolescencia?), densamente oblativa, igualitaria. No soporta jerarquías. No soporta roles predeterminados.

Sí, desde luego: de algún modo, arde por debajo de todo este discurso la nostalgia del padre. Pero resuelta dentro de una dirección del amor y de la sexualidad que me equilibra, me compensa, me expande y me sosiega.

3

Mozart se entrelaza hoy, desde el disco familiar, acompañante, con la huella de tu inasible ligereza. Dichosamente leve, te siento evolucionar en mi interior como una onda expansiva, a la que no puedo manosear sin corromper su gracia.

A veces, al aludir yo a ciertos temas, te impregnas, todo tú, de una transparente gravedad. Percibo cómo asciende hasta tus ojos un clima envolvente de atención absorta. Entonces accedo junto a ti a una intimidad sagrada. Pero, gracias a tu presencia redentora, aquella gravedad no se hieratiza nunca. Así como Mozart desarrolla la blancura de su enorme velamen en la atmósfera limpia de febrero, tú concretas una inmensa levedad que roza lo serio y trascendente para airearlo, para abrirlo al viento de humor, a la risa esencial que es la verdadera sustancia del espíritu. Mi terca pesantez se orea, de pronto, volátil ya al conjuro de tu vibrátil alegría.

4

Le pertenece el reino del relato: él sabe que domina allí, sin pausa y sin rivales. Relatar es su misión en esta comunidad que nos vincula. Yo, cargado de abstracciones, aprendo de él el alfabeto narrativo.

Escuchándolo, conozco que en la comarca del relato vive el héroe (y es claro, observando la pasión con la que me despliega el paisaje ancestral de esa comarca, que todos estamos llamados a ser héroes, hasta los animales, incluso los insectos). Hay siempre en la historia que me cuenta un nudo conflictivo que debe ser desatado, algún tesoro oculto, un eco de princesas o mendigos suplicantes, un injusto agravio al inocente, cuyo reclamo a la conciencia moviliza toda la aventura. El protagonista vence o es derrotado, pero permanece el trayecto moral de su gesta, un ademán, una palabra sabia demorándose siempre contra el transcurrir del tiempo, tercos en la memoria que registra su nobleza. Porque el reino del relato es cabalmente aristocrático: noble es su clima interno; nobles son sus principales pobladores: solo los villanos se exilian, acechantes, de él. El héroe, aunque rodeado a veces de enemigos, conoce la lealtad de alguien que lo quiere, amparándolo. Me asombra, en la boca de mi compañero, encontrar a cada instante ese momento narrativo, el de la aparición de la amistad. Me asombra por la entrañable magnitud del paradigma, aplicable también a nuestro vínculo. El amigo le recuerda al sujeto de la gesta, cuando este está a punto de extraviarse, sencillamente quién es y por qué salió de la casa paterna. Así, en los instantes en los que el trayecto heroico se pierde o se bifurca, he allí, puntual, la brújula viva que representa el amigo.

El narrar desarrolla la genuina condición existencial de mi compañero. Contando se comunica con mi alma, aherrojada por los conceptos inmóviles, incapaces de colorear el movimiento vivaz de una experiencia. Su anecdotario múltiple, sin cesar recomenzado, abarca desde epopeyas cotidianas hasta fábulas inventadas ex profeso. Aquí solo dejo su decantación abstracta, su ociosa moraleja.

5

El Maurice, de E. Forster, versión, si se quiere, homoerótica de El amante de Lady Chatterley, me pareció siempre un libro utópico, en el peor sentido de esta palabra. El lord y el obrero, pareja que redime la diferencia y desigualdad de las clases sociales, me volvían suspicaz: demasiado literarios, me decía, demasiado tipológicos.

Y, sin embargo, henos en este momento a ti y a mí: dos formaciones humanas tan disímiles, dos “educaciones sentimentales” contrapuestas, dos órbitas de la cultura tan incapaces de rozarse, dos lenguajes espirituales asimétricos, cuyos códigos respectivos nombran el mundo de manera tan distinta que, en ocasiones, me agita la sensación de que entre tu universo mental y el mío no existe traducción. ¿Qué ha hecho posible nuestra química unitiva? ¿Cómo denominar a esta biología de la carne y el espíritu que nos mantiene, no solo juntos, sino en comunión centrípeta?

“Eros es un dáimon”, enseñaba Diotima a la avidez intelectiva de Sócrates. Como no puedo alcanzar el trasfondo motivacional de mi afecto, y tampoco el del tuyo; como no podemos escogerlos sino que se nos imponen por sí mismos, concluyo que aquel misterio fusionante, disolviendo en su espacio omnipotente toda diferencia social y cultural, es un “fatum” indiscernible. Ontológica, literalmente sagrado.

6

Él es un mito. Temo exponerlo a una opinión mundana que lo desacralice. Me produce terror pánico que la maledicencia casual o el mero chisme puedan rozarlo. Escuchar un comentario indigno sobre él me causaría el mismo asco que genera ver escupir a alguien en un templo.

Al amar, irremisiblemente mitifico. Pero esta mitificación cumple una función cognoscitiva y aun metafísica: Borges agradece “al divino laberinto de los efectos y las causas” el amor, “que nos hace ver a los otros como los ve la divinidad”.

¿Quién aceptaría sin más, en el momento único de ver con esa mirada, que ella se profane, se profanice, se confunda con los ojos cotidianos, los mismos ojos que miran automóviles, vidrieras, avenidas, la masa indistinta de las cosas?

7

Una manera de profanar al mito vivo sería convertirlo en simple literatura. La única garantía de que mi insaciabilidad estética no va a devorar la “imago” concretísima que él encarna para mí es solo ésta: mi compañero nunca leerá estas páginas (porque, gracias a Dios, no las entendería); o, en caso de leerlas, no les otorgará más importancia que a un obsequio cotidiano. Si yo empujara a la inocencia radicalmente aliteraria de su mente hacia el centro de mis fatigosas formalizaciones artísticas, destrozaría la imagen dinámica, específica, inasible, “intratable” (en el sentido de Barthes) que él hace presente para mí más allá (¿o más acá?) de toda intelectual argucia descriptiva.

8

El cuerpo de mi soledad, mediante un arte del gozo que debe fraguarse siempre en el dolor, te cede espacio: anda, desplázate, muévete hacia dentro de ti mismo, baila tu propia danza incomprensible –que, sin embargo, me fascina–, retoma continuamente tu alada liviandad, ante la cual sé que no puedo seguirte, sino solo asentir, desde lejos, mientras acojo ese movimiento que me marca y me abandona.

Me complace, sin dejar de aterrarme –abrazo del miedo y la ternura– que permanezcas ante mí, como yo mismo ante ti, “indeciblemente solo”. Así formulaba Rilke lo que es ahora, en nuestro caso, una comprobación delicada, una enorme cortesía. Ni mi cuerpo, que deseas; ni la energía amorosa de mi espíritu, a cuya sinfonía de detalles te entregas y abandonas, podrán jamás sustituir esa región abismal donde te aguardas, sin testigos ni cómplices posibles, grávido de tu intransferible destino. Amo esa soledad que me regalas. Yo te quiero libre.

9

A veces, a tu cuerpo, como polifonía carnal de tu presencia, se lo traga un clima psíquico y físico dentro del cual te vuelves áspero, de pronto endurecido, sin brechas por las que pueda filtrarse mi afán de ti, constante.

Una irritación sensorial –vapor exhudado por nuestro roce continuo, la proximidad ya un poco ahíta de sí misma– me desintoniza de tu carne. Tu dermis más profunda se me escapa: me separa de ella la membrana invisible, pero sólida, de esa ausencia en la que te has convertido.

La tentación, entonces, consiste en permitir que aquella imprevista disonancia ascienda hasta el espíritu, abandonarse voluntariamente a ella, concederle a la rutina un imperio absorbente y decisorio, transformar en actitud aquel hiato abierto entre los cuerpos. No sucumbo. Por el contrario, exploro ángulos inéditos de visión y contacto, oblicuos compases de acercamiento, nuevos registros en el habla que nos vincula, asertivas dislocaciones de los hábitos.

De repente, mi insistencia se abre en paraíso: encuentra un flujo por el que advienes otra vez, resucitado. ¡Con qué dulce asombro erótico disfruto ese minuto en el que me sorprendes con un gesto de apertura, volviendo dúctil y porosa una anatomía hasta entonces enconchada!

Puede ser un instantáneo reposo de tus manos (puedo contemplar como por primera vez el dorso blanco de la izquierda, sombreado por el vello). Puede ser una palabra cualquiera, un oírte llegar, una fatiga. Puede ser el movimiento de abrir levemente las piernas, para dejarme hacer en torno al esplendor maduro de tu sexo. Puede ser un relajado desentumecimiento muscular, que te expansiona con donaire junto a mí.

Te respiro de nuevo. Y me trepa la agolpada gratitud.

10

Estar con él representa, en un primer instante, horror al tiempo, náusea de la historia. Yo quisiera fundar, a su contacto, una zona clausurada, imbatible frente a la acción desacralizadora de los días. ¿No es el espacio donde ocurre lo sagrado, según la definición ya clásica, un misterio “tremendo y fascinante”? Como los dos protagonistas del filme de Bertolucci, uno quisiera emparedar metafísica, existencial y aun materialmente el cuarto donde a él lo desnuda mi sed de maravilla; donde mi mirada lo recorre, delatándolo. En la densidad ritual de nuestro cuarto, su ser vive oxigenado, y una vibrante lucidez lo retarda, salvadoramente, en todo aquello primigenio, atípico, no-convencional que nos mantiene despiertos contra la somnolencia gregaria y maquinal: allí, cada roce carnal es genésico, cada palabra inaugura el mundo, cada sueño atrapa el corazón de lo real. Leo entonces en su piel dibujos arcaicos, como los bisontes rupestres de Altamira; un simple ademán suyo me devuelve al humus paleolítico, mientras retrocedo hacia el orgasmo primero, hacia la primera mordida de la fruta, cuando la delicia era un dios sin dejar de ser delicia.

Cuesta emerger desde la gruta hasta esta conciencia empapelada con noticias de periódico.

Al sentirme regresar, temo por él, mi pánico creciente lo ve ya retomar su flux y su corbata, su rostro en el espejo del baño al afeitarse, su bocanada de anhídrido carbónico, que va intoxicándolo otra vez de gestos aprendidos, de palabras manoseadas, de roles asignados, de uniformes perceptibles, de lugares comunes del espíritu, y toda esa contaminación del alma invade también a la materia amada de su carne (ahora vuelvo a ver las pecas en su pecho, la demasía rotunda del mentón, la longitud desproporcionada de los brazos), y quisiera escapar de la indigencia temporal que comienza a sustraerlo, a llevárselo consigo, no sé a dónde.

11

Para el homosexual, constituye empresa titánica construir la espiritualidad de una pareja. Y ello porque pertenecemos a una estirpe amorosa para la que no existe, diseñado, un orden cultural. El afecto y la erótica heterosexuales encuentran ante sí, efectivamente, una cultura que les sirve de soporte y vehículo: paradigmas, ritos, estadios iniciáticos, códigos coherentes y modelos sancionados por la experiencia milenaria. Incluso cuando la tradición de esa cultura parece entrar en crisis, dentro de la casuística individual o de las revoluciones colectivas, un eje sólido y solar, universalmente aceptado, permite una base o plataforma sobre las cuales asentarse.

Los homosexuales carecemos de ese orden. Si dejamos atrás, como una pesadilla, los paradigmas que nos hacen leer nuestro deseo bajo los rótulos de la patología o la abyección, no encontramos nada dibujado frente a nosotros, ninguna geometría civilizatoria que nos otorgue puntos de referencia, líneas de conducta organizada. Obligados a tantear lo inexplorado, andamos a merced de la anarquía instintiva y de las pulsiones del afecto que aún no respira en moldes cultivados. ¿Cómo extrañarse, entonces, ante el hecho de que muchos de nosotros sean potencialmente terroristas, francotiradores del amor?

Lo terrible es que, al no ostentar un orbe cultural donde expandirse, la homosexualidad no puede distinguir todavía su intrínseco orden moral. No poseyendo la necesaria comodidad de ese orbe, nuestro esfuerzo ético se duplica en exigencia. ¿Quién podrá recriminarnos los inevitables desfallecimientos de tal esfuerzo?

Tú y yo hemos sido misteriosamente rescatados de tanto sexo desceñido y tanta incoherencia del afecto. Edificamos, día tras día, un imaginario, un lenguaje, una simbólica: los nuestros. Nos amamos. Pero ojalá nunca olvidemos, bajo la amnésica facilidad del menosprecio, a tantos de nuestra misma especie cuya fuerza interior, no estructurada por la forma y la medida aportadas desde afuera, sucumbió y sucumbe a la compulsión, al desperdicio.

12

“La homosexualidad, exactamente como la heterosexualidad, comporta todos los grados, todos los matices: desde el platonismo hasta la suciedad, desde la abnegación hasta el sadismo, desde la salud gozosa hasta la morbosidad, desde la simple expansión hasta todos los refinamientos del vicio” (André Gide, Corydon).

13

Ahora, cuando tu amor y el mío desembocan en amistad erótica, quiero decir, cuando el primer enamoramiento cede su espacio a una ternura sólida, más flexible y sutil, pero no menos densa, que aquella fruición enamorada, no hemos de pensar que la pasión ha concluido.

En Occidente, la cotidianidad se ha convertido en el verdadero antípoda del amor, en su enemigo mortal. Tememos “aburrirnos” con el ser amado, como si la existencia cotidiana compartida a conciencia con él nos hurtara las irrupciones festivas del encuentro. Sobre nuestro enfoque del hecho amoroso gravita secularmente el imaginario fijado por la fábula mítica de Tristán e Isolda: el del rapto propiciado por un brebaje seductor, símbolo de una clase de trance que se sitúa en el extremo opuesto de la realidad erótica y afectiva asumida como vida cotidiana. Se trata del delirio, musicalizado sublimemente por Richard Wagner en la ópera que les consagra a esos dos amantes medievales, el cual disuelve todas las posibles conjugaciones del verbo durar dentro de la fantasmática efervescente que sugiere el infinitivo en apariencia opuesto: arder.

Nuestra herida, la de ambos, tatuada a fuego vivo en la carne de los dos, comienza a ser cicatrizada por el cauterio sosegador de la costumbre y la terapia balsámica del hábito. No hemos de temerlos. Ellos –costumbre y hábito– son, por supuesto, rutinarios, pero del mismo modo en que lo llega a ser toda ontológica persistencia, toda afirmación del ser. No puede haber ningún florecimiento de identidad –erótica, inclusive– sin la paciencia que sostiene a la realidad y la trabaja desde adentro, madurándola.

Después de nuestro ardor enamorado y enamorante, henos aquí, henchidos por una comunión callada de los cuerpos y una combinatoria sutil de las voluntades. La experiencia pasional continúa íntegra, transmutada en un estadio de registro emocional y mental más amplio –más lleno de matices– pero de movimiento menos ágil y ritmo menos notoriamente vivaz. No se trata, tú lo vez conmigo por encima de toda palabra, de una “calma chicha”, sino de un sosiego cuya redondez requiere, para permanecer rezumante, de una actitud y aptitud que no experimentábamos en el enamoramiento inicial: la capacidad para entrar en una nueva, laxa y distendida cadencia. Esta cadencia es un material psíquico elaborable, trabajable. Comienza, amigo mío, el verdadero arranque del ars amatoria, de esa física ensayada por la inteligencia al servicio del amor que explora el campo de fuerzas, bienhechoramente lento, abierto entre nuestros cuerpos. Disfrutar con tacto, lujo y parsimionia de ese campo de fuerzas es la exuberante posibilidad que ahora se nos ofrece.

Recurro, no al mitológico flechazo de una deidad cualquiera, sino a las fuentes mismas de mi fe cristiana: ella me hace leer nuestra historia en común nada menos que como el símbolo y el sacramento del nexo nupcial del Absoluto con el ser humano. En la fiesta de bodas a la que esa noción convoca –el afecto entre tú y yo es sacramentalmente el mismo que une a Dios y su criatura– me prometo a tu acogida, una vez más, como compañero, es decir, como fidelidad entrañable. Dios es fiel.

Tu cuerpo ostenta vastos secretos que obsequiarme. Nuestro abrazo se ha vuelto ducho, además de ser simplemente abrazo. Nada le impedirá seguir haciéndose cada vez más sabio.
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El calidoscopio de Hermes. Armando Rojas Guardia. Alfadil Ediciones. Caracas, 1989.

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