Por RAFAEL CASTILLO ZAPATA
I
Una de las primeras emociones que despierta este Adriático elocuente es el goce que provoca el despliegue jubiloso de esa toponimia cargada de resonancias afectivas que lo puebla. Los nombres de lugares, de un lado a otro de los mares, se entrecruzan para crear luminosas letanías celebratorias: San Vito, Forracesia, San Nicola, Vómero, Napoli, San Domino, Aleppo, Montegranaro, vibran melodiosamente con Carenero, Cayo Sardina, Cata, Carmen de Uria o el Gran Roque:
Nos acompañaron los perros
cuando subimos
la breve montaña
del Gran Roque.
En el camino,
esperaba que apareciera
la cabra de San Nicola,
que era también esta isla
donde un faro envejecía en la cima.
La poesía crea archipiélagos imposibles.
La poesía une las islas separadas, provoca nuevas cartografías imaginarias a partir de la síntesis simbólica de lugares distantes y distintos que mantienen, por supuesto, sus bellos nombres originales pero para aludir ahora a territorios y climas traslocados, que solo viven y perviven en la memoria y en el afecto. Cada nombre que se nombra es un pequeño altar en el que se adora algún lar ligado a la tierra ancestral, la tierra adriática del padre y de la madre, pero también a los dioses nuevos, los hallados, los encontrados y a la vez construidos como templos, en la tierra de gracia bañada por el otro mar, tierra del Caribe y de caribes, desde donde el canto anuda sus cordajes armónicos, sus acotadas melodías reverentes. Y así los nombres de animales y de plantas, la magnífica flora de los trópicos y sus aves llamativas de canto escandaloso están presentes en las escenas que el poema dibuja, con la mirada puesta en la lontananza adriática constante:
Entrar con los ojos cerrados.
Quedarse inmóvil
mientras los insectos
vibran y el mundo
se detiene
ante el trópico
que respira.
Gritan las guacharacas a lo lejos.
Este ir y venir, fluir de un mar a otro mar, en perenne travesía, geográfica y verbal, con la memoria del viaje iniciático del padre que se lanza a la aventura más allá del terruño, planta su casa, engendra, nutre y puebla las acogedoras estancias de la tierra de llegada, y adopta sus costumbres y se aclimata a sus ritmos y sus idiosincrasias. De este Ulises pionero, le viene a Saraceni la avidez del viaje, la perenne nostalgia del retorno a casa, la insistente confianza en la promesa del mar. Todo Adriático es una elegía al padre, una elegía, serena y precisa, al fundador de la familia, desplegada en una longitud de onda que la emparienta, inevitablemente, con uno de los libros tutelares de nuestra poesía moderna, Mi padre el inmigrante (1945), de Vicente Gerbasi, punto de referencia obligado a la hora de cantar, entre nosotros, las sagas paternas, las fábulas legendarias del viaje migratorio y el encuentro con el asombro y la maravilla de las vastas regiones nuestras, equinocciales.
Así, Adriático arraiga sólido en un suelo poético muy fértil y convive en él, entonces, con los avisados poetas láricos que ha ido acumulando nuestra tradición: Ramón Palomares, José Barroeta, Luis Alberto Crespo, Yolanda Pantin, Igor Barreto, entre otros. Es un libro, pues, que dialoga con una vena sustanciosa de la poesía venezolana. Y no solo con ella: también resuenan en él voces menos provinciales, digamos, menos rurales, más urbanas, como la magnífica voz que puebla la poesía de Márgara Russotto, otra hija de inmigrantes que ha sabido asumir en su trabajo el desafío de integrar dos culturas a través de un idioma nuevo, que inaugura una nueva expresividad impregnada de ironía y de elegancia enunciativa. Raíces que se entreveran en el humus nutricio donde hunde sus tobillos firmes la poesía de Saraceni, al lado de una Antonia Pozzi o de una Luz Machado, por ejemplo. Al lado de poetas, de una y otra vertiente de los dos mares con sus lares y avatares, como Antonio Gamoneda, Umberto Saba, Eugenio Montale y Eugenio Montejo. De esta rica y poderosa familia viene Adriático, a esa parentela se une, a esas presencias se acoge, se resguarda bajo su sombra, y se proyecta hacia un descampado donde crece a sus anchas, en plena luz, golpeado por los más emotivos vendavales marinos.
II
Por eso, el paisaje es tan importante en esta poesía profundamente visual: todos los poemas de Adriático aluden a un escenario geográfico cautelosamente calculado. Leyendo a José Watanabe, otro de sus poetas tutelares, Saraceni ha aprendido a enfocar la mirada sobre la naturaleza para captar en ella lo esencial. Lo que dibujan sus poemas más perfectos, me parece, tiene el aire de familia de los poemas estacionales de los grandes maestros japoneses, Basho, Kobayashi:
Los manglares viven
a flor de agua,
abrazan el mar por dentro.
En estos paisajes, siempre aparece un animal en el Adriático. Hay una predisposición anímica en Saraceni a tomar el partido de la bestia, una predisposición que es al mismo tiempo admiración y compasión, extrañeza e intimidad, cercanía profunda, compenetración. Algunas veces esta proximidad se manifiesta en el relámpago de una epifanía contundente:
El saltamonte
desaparece
con un brinco.
Su existencia se mide
en la ráfaga de un salto,
en su elástica presencia
en el mundo.
Otras, la cercanía extrema con el animal se organiza bajo la forma de una conmoción compartida, como cuando contempla un cuadro del pintor colombiano Ricardo Gómez Campuzano y escribe:
Una vaca llora en el paisaje.
Nadie escucha su bramido
que colma el abismo
donde el becerro cayó.
Su desolación
es blanca como la leche,
dura como el picacho.
Es muy tarde
para que algo
aparezca.
Mira lejos
la vaca del sufrimiento.
III
Pero no solo ha cumplido la poeta el mandato de la abuela materna que, en uno de los memoriosos poemas del libro, le señala: “Guarda la natura”, como una ley de vida; y, obedeciéndola, la heredera ha contemplado a fondo la naturaleza y se ha compenetrado con ella, agreste y salobre, piadosa y sensual, levantando a pulso sus leves y breves paisajes japoneses. También es posible encontrar, como delicadas tablas holandesas, en algunos de sus poemas, sutiles escenas de interior, donde un sesgo de visión captura un instante doméstico lleno de dramática pulcritud:
El silencio de mi madre
es un paisaje:
blanco
solo
irreparable.
Nadie oye
la vejez.
IV
En una poesía tan plástica, tan visual y sensual, no podía faltar, por supuesto, la mirada de Eros: en este Adriático de amplias vertientes y corrientes de mareas que dialogan de un extremo a otro de dos continentes, de dos climas, de dos lenguas, el humano amor no se separa de la exuberancia de esa natura colmada de significados de la que pende y depende la voz de Saraceni:
Los mangos crecen amarillos
en el corazón que me dejas
cada noche entre las manos.
Te cumples en mi sangre
como materia que cae
y golpea la vida
en el extremo de la lengua.
Cuando un mango
toca la tierra
enloquece el amarillo
y grita el jugo de su pulpa
para que vuelvas.
Libro de amor en muchos sentidos: de amorosa memoria de las raíces ancestrales de la casa familiar, de amorosa exaltación frente a la plenitud existencial del animal, de amorosa veneración y celebración del cuerpo en la fiebre de sus lujos, Adriático se cierra con un poema sorprendente, organizado como un mito. El amor tiene a veces la fuerza de crear un mito, de provocar un relato que no puede ser de otro modo que legendario, fabuloso, terrenal y, a la vez, extraterreno, fantástico, misterioso. Saraceni no tiene miedo de seguirle la corriente a esta impulsión mítica del amor que se levanta temerario, dispuesto a todo, y hace, entonces, del Adriático un personaje, cifra del amado y del amante, con el que celebra bodas felices. Bella corona para un libro como este, sensual y gozoso, que no hace más que tentar la plenitud.
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