Papel Literario

Pepe Esteban, la historia de España en carne viva

por El Nacional El Nacional

Por LUÍS POUSA

A Pepe Esteban hay que visitarlo en el Gran Café Gijón de Madrid, donde lleva medio siglo sentado, escribiendo, conspirando, leyendo y charlando. El fundador de la editorial Turner y antiguo comunista conversa aferrado a su copa de Cutty Sark, que empezó a consumir por recomendación de Ernest Hemingway, y repasa toda una vida dedicada a los libros y reunida en Ahora que me acuerdo (Reino de Cordelia) mientras va fumando sus puritos en la terraza del café y Madrid nos quema las neuronas a 35 grados a la sombra.

¿Cuántos lunes lleva viniendo a la tertulia del Gijón?

—Toda la vida. Nunca he salido de aquí. Vine de pequeño y me quedé. Habrá que tomar una copita, ¿no? Si no, yo no hablo.

Venga. ¿Sigue fiel al whisky desde Hemingway?

-Sí, me quedé en el whisky. No he pasado del whisky.

Porque en el libro explica que el límite superior de un escritor es llegar al vodka. Eso es lo máximo.

—Eso me lo decía Carlos Barral, que insistía en que yo era un bebedor social y me decía: “Hay que llegar al vodka, Pepito”. Pero nunca llegué al vodka. El que llegó fue Bryce Echenique, que es mi cuate. Ahora voy a ir a Lima porque cumple 80 años y vamos a celebrarlo.

Por lo que leemos en el libro, el Café Gijón es su vida.

—El Gijón es una parte de mi vida. Ya desde el principio. Primero vine para juntarme con los rojos. Yo era socialista por mi abuelo y porque me imaginaba que ser socialista era lo más. Y mis amigos se reían de mí porque eran todos comunistas. Aquí estaban escritores como Camilo José Cela o José García Nieto, que iban todos muy bien peinados, así que nosotros nos íbamos a la tertulia del Café Pelayo, porque allí sí que eran todos comunistas.

Del Pelayo de Madrid dice que es el café que pone al Partido Comunista de España en el escenario internacional.

—Sí, así fue. La del café Pelayo fue la primera tertulia a la que yo fui. Luego ya vine al Gijón y me quedé. Y terminábamos la jornada en el Oliver.

Además de su actividad política y de la labor de escribir, también fundó Turner, que no solo era una editorial, sino también una librería, una sala de exposiciones y, más que nada, un lugar de encuentro de la intelectualidad, del exilio interior y de los exiliados que pasaban por Madrid para ver cómo andaba la cosa.

—Ahí estuvo todo el mundo. Muchos gallegos. Venía Cela mucho. Vino Torrente Ballester, que trajo a Cunqueiro. Celso Emilio Ferreiro ya vino poco porque se murió muy pronto. Yo a Celso Emilio lo conocí durante su exilio en Caracas. Lo odiaba la censura. Intenté publicarle algunas cosas, pero fue imposible, veían “Celso Emilio” y ya se ponían malos. Luego ya vino a España y se murió muy pronto. Yo lo quería mucho.

También sale Mariano Tudela, que siempre se dijo que era uno de los negros de Cela, de los que también habla en Ahora que recuerdo.

—Hablo de los negros de Cela, sí. A mí Mariano Tudela nunca me dijo nada de que era uno de sus negros. Pero cuando fue ese escándalo del presunto plagio por lo de La cruz de San Andrés, Cela me dijo: “¡Tu amigo he ha hecho una jugada! Yo no sabía nada, Pepe”. Y cuando apareció ya su segunda mujer, Marina Castaño, una noche fuimos a cenar los tres con mi mujer, Maite, y de repente vimos que estaban a punto de pegarse, con una agarrada tremenda, la mujer de Mariano Tudela y Marina Castaño. Y yo fui a separarlas y Camilo me decía: “Déjalas, que se maten”. Y, de repente, Marina le borró a Mariano Tudela de la lista. Yo iba a ver a Camilo a su casa de Guadalajara, porque me llamaba para todo, y me decía: “Qué raro, no me llama ni me escribe Mariano”. Tudela le enviaba cartas y Marina las destruía. Yo lo sabía, pero no podía contárselo, así que le decía: “Camilo, esto hay que investigarlo”.

Con Cela se ha cometido una cierta injusticia después de su muerte, olvidándose su obra y ninguneando a un personaje que, entre otras cosas, fue un enorme escritor y ayudó a muchos otros autores a pasar la larga posguerra. Quizás quedó esa imagen última suya frívola, casi una autocaricatura.

—Totalmente. No se merece lo que ha pasado con él. Recuerdo lo último que escribió sobre mí Carlos Casares, porque yo llevaba un curso en El Escorial e hice una intervención sobre los prólogos de Cela, y Casares dijo: “Qué gran idea, nunca se le había ocurrido a nadie”. Y yo lo había copiado de Galdós… Los prólogos de Cela son muy importantes, porque esa frase suya, “el que resiste gana”, está en un prólogo. Y Casares estaba entusiasmado con esa conferencia. Y en eso que, en medio del curso de El Escorial, Cela me dijo: “Tengo un disgusto tremendo”. Porque habían firmado una serie de escritores contra él. Por aquella frase desafortunada suya sobre si Lorca era homosexual. Yo le eché una bronca tremenda y él me decía: “Ya sabes cómo soy, me salió así…”. Firmaron todos, hasta Marías pequeño.

El hijo de Julián. Yo soy más del padre.

—Yo ni del padre ni del hijo. Por eso no lo he sacado, porque no quería ponerlo ni bien ni mal.

Pero Cela, en contra de esa imagen, tenía una gran generosidad.

—Claro. Solo hay que ver cómo se portó con Ana María Matute, porque su marido le pegaba y él se la llevó a su casa para protegerla… Yo he querido ser justo con Cela, pero tampoco le lagoteo. Yo le dije un día, por Umbral: “Este gilipollas te va a vender”. Y Camilo me decía: “No, Pepe”. Y yo: “Que sí, que lo conozco desde que vino al Gijón”. Era un auténtico bicho, envidioso, malo, un canalla. Y mira cómo se portó luego con Cela (con la publicación de Un cadáver exquisito).

Es muy llamativo también cuando habla de Fraga, que siempre vendió que con su llegada al Ministerio de Información y Turismo y la Ley de Prensa se había abierto la mano con la censura franquista, y sin embargo usted dice que con Fraga las cosas no solo no mejoraron, sino que incluso empeoraron.

—Es que es mentira que Fraga suavizara la censura. Mentira.

Cuentan que, por ejemplo, usted consiguió que Fraga autorizase la exhibición de una película tan importante como Canciones para después de una guerra, de Basilio Martín Patino.

—Félix Pastor Ridruejo tenía su notaría encima de Turner y era muy amigo de Fraga y mío, era un tipo cojonudo. Y un día me dijo: “Si consigues que Fraga y Cabanillas me aprueben la película, la compramos”. Le dije: “Cómprala ahora mismo”.

¿Y cómo consiguió la licencia? Porque no era una película complaciente con el régimen.

—Yo fui a un pase privado de la cinta en un sindicato del espectáculo, en un chalecito que había hacia la calle Castellón. En una salita muy pequeña, de pronto me veo sentado entre Fraga y Pío Cabanillas. Dije: “Trágame, tierra”. Y Félix Pastor, al lado de Fraga. Empezaron a pasar la película y yo miraba a la cara de los dos a ver qué cara que ponían. Tenían la cara impertérrita, esa cara de gallego, que no sabes si le gusta, si no le gusta. Y ya termina y se acerca Félix a preguntarles qué tal y le dicen: “Muy bien, ya hablaremos”. Yo confiaba más en Pío Cabanillas que en Fraga. Fraga le dijo a Pío Cabanillas: “Hay que llevársela al jefe”. Y luego me contaron: “La Llorona ha llorado y es buena señal”. A Franco le llamaban La Llorona porque Franco lloraba por todo. Y, efectivamente, a los pocos días me llama Félix Pastor y me dice que Fraga había dado permiso para su exhibición. El estreno fue maravilloso, invitamos a toda la progresía, a toda la rojería, a los demócrata-cristianos que estaban surgiendo porque Franco estaba ya para morirse. Y fue un éxito brutal en toda España. Las canciones eran muy buenas.

Son unas memorias literarias, pero no solo literarias.

—Lo que me ha indignado es que hay un gilipollas que ha dicho que estas memorias, más que de un escritor son de un editor, lo cual me parece una idiotez. Y que le recuerdan a las de Herralde, con las que no tiene nada que ver.

Recoge un anécdota maravillosa con su amigo Domingo Dominguín, comunista y hermano Luis Miguel, el famoso torero.

—Domingo Dominguín era muy amigo mío. E íbamos a casa de su hermano Luis Miguel a beber su whisky, que era muy bueno. Cuando llegaba y nos veía, decía: “Aquí está el sanedrín”. Y salía pitando. Un día, en una recepción, Luis Miguel Dominguín fue a saludar a Franco, y Franco le preguntó: “Maestro, en su casa ¿cuál de los tres hermanos es el comunista?”. Y Dominguín le respondió: “Los tres, mi excelencia. En mi casa somos todos comunistas”. Se portó muy bien ahí. Luis Miguel era un hijo de puta, y se portó muy mal con Domingo. Domingo se suicidó por él. Pero ese día se portó muy bien. El rico era Luis Miguel, era el que ganaba pasta, era el que toreaba, pero Domingo toreaba muy bien de capa, lo que pasa es que tenía mucho miedo a la hora de matar. Y el otro hermano, Pepe, ponía banderillas como Dios, pero luego era un desastre.

Dice que Dominguín era el primer torero que hacía las faenas como si fuera una coreografía, que tenía todo cronometrado.

—Ese era Joselito. Lo de Joselito era un balé, lo tenía todo medido, todo el ritmo era perfecto. A mí Luis Miguel no me gustaba. A mí me gustaban los toreros artistas, como Curro Romero, Antonio Ordóñez y Rafael de Paula. También me gustaba mucho Joselito. Y de los recientes el único que me gusta es José Tomás. Ahora ya no voy a los toros, aunque me dicen que hay gente joven que lo hace muy bien.

Y cuenta en el libro que una tarde acabó toreando con Cantinflas.

—Se me había olvidado, pero mi editor, Jesús Egido, me regañó y me dijo que lo pusiera en el libro, porque es una historia muy bonita. Parece increíble, pero es cierta. Si alguien no miente, soy yo. Estábamos en Ciudad de México y Canfinflas apareció en el hotel porque era un tipo muy listo y tenía negocios de publicidad, que debían de ser los más importantes de México, y apareció allí en nuestro hotel porque había un congreso de publicidad. Y allí estábamos nosotros, todos los golfos españoles de entonces. Alguien le dijo que había unos escritores españoles en el bar y él dijo: “Ah, pues los quiero conocer”, y allá se vino con nosotros. Lo vi muy pequeñito, en el cine salía un poco más alto. Estuvimos hablando un rato y un cotilla dijo: “¿No sabes quién es Pepe Esteban? Es torero”. “¿Eres torero? Pues mañana vienes a torear a mi finca”. Y allá nos fuimos a la mañana siguiente a una finca enorme, cerca de México ciudad. Mandó tres o cuatro coches y allá nos fuimos. Pepe Caballero Bonald estaba entre los que fuimos. Estaban deseando que me pillara el toro. Y yo les decía: “¿Pero sois gilipollas? A mí el toro no me pilla, porque yo lo sé manejar”. El toro no lo matamos, porque yo nunca he matado un toro. Era un novillete y salimos los dos y toreamos el alimón, de rodillas, así puestos, y me dijo Cantinflas: “Pepe, eres un modesto, toreas mejor que yo”. Y yo le dije: “No, toreas, tú mejor”. “¿Y por qué lo sabes?”. “Lo sé porque mi maestro, El Estudiante, que fue quien me enseñó a torear, cuando toreábamos al alimón, el toro se iba a su lado. Y claro, es que movía mejor que yo, citaba mejor, y siempre se iba a su lado”. Y Cantinflas me dijo: “Esa razón me está convenciendo”. Pasamos una tarde muy agradable, hicieron un asado y así. Y la gente pregunta: “¿Dónde están las fotos?”. Es que entonces no había fotos, no es como ahora. Estoy de fotos hasta los cojones. En dos años me han hecho más fotos que en ochenta. Por ejemplo, cuando fuimos a ver a Hemingway, no hay foto de eso. ¿Por qué? Porque ¿quién tenía una cámara de fotos en el año 1956? Nadie. Tenemos la del entierro de Baroja porque la hizo el hermano de un amigo. Y no había esa costumbre de hacer fotos como ahora.

Ese día fue el que conoció a Hemingway, ¿no?

—Sí, y nos dijo que al día siguiente fuéramos a verlo a El Escorial. Fuimos en una Vespa que eran del hijo de un notario que estudiaba conmigo Derecho, Ignacio Sotelo, y tenía no un 600, tenía una Vespa. Allí pedimos vino para todos y sacaron un Rioja. Y entonces Hemingway me preguntó: “¿Tú qué quieres ser?”. Y yo le dije: “Escritor”. Uno quería ser farmacéutico, otro economista… entonces yo me convertí en la estrella de la reunión. Y me dijo Hemingway: “Entonces nada de vino, si quieres ser escritor, tienes que beber whisky”. Y fue mi primer whisky. No me gustó nada. Tenía 19 añitos.

Pero ya nunca lo dejó.

—Ahora llevo muchos años con el Cutty Sark.

Es muy interesante esa catalogación de los escritores según lo que beben: vino para Claudio Rodríguez…

—Es que Claudio no pasó del vino. Todos pasamos del vino al whisky y otras cosas.

Qué bien escribía y qué olvidado lo tenemos.

—Era el mejor poeta de todos. Recuerdo que le había hecho una entrevista en El Mundo y la titulé: “Queremos tanto a Claudio” y él me dijo que era la mejor entrevista que le habían hecho nunca.

Don de la ebriedad es una maravilla.

—Es lo mejor que ha hecho. Tiene poca obra, pero muy buena. Yo quería mucho a Claudio, aunque era más amigo de Ángel González. Lo que le pasaba a Claudio es que tenía un vino malo. Entonces, por ejemplo, nunca tenía dinero, porque Clara, su mujer, no le daba para que no lo gastara. Entonces Ángel o yo le pagábamos. Y una noche, en el Oliver, estábamos en la barra y veo, con terror, que Claudio se está bebiendo el whisky del señor de al lado, que era inmenso. Lo vio, lo agarró, lo levantó en el aire y la que se armó… Yo le dije a Claudio: “Mira, gilipollas, cuando te tomes el whisky del de al lado, que sea bajito y pequeño”. Esa anécdota no le he contado en el libro porque yo quería que Claudio quedara muy bien.

Con Ángel González hay otro episodio fantástico sobre que usted, al tercer whisky, empezaba a hablar en vasco.

—Un día, estando con Ángel González en el País Vasco, nos encontramos con Xabier Arzalluz [antiguo presidente del Partido Nacionalista Vasco] y González le dice que yo sé hablar vasco, porque Ángel insiste en que yo, cuando me emborracho, como no se me entiende, hablo vasco. Entonces le dijo Arzalluz: “Ah, pues vamos a hablar vasco”. Y me preguntó; “¿Dónde lo aprendiste?”. Y yo le contesté: “En el seminario”. Pensando para mí, cuando se vaya Arzalluz, al que yo le tenía mucho miedo porque entonces decían que era el jefe de la ETA y todo, a González le voy a meter.

También recuerda a José Bergamín, hoy también caído en el olvido total.

—A Bergamín lo llevaban los de Herri Batasuna a los mítines de estrella. Ellos decían: “España no existe, no somos españoles” y Bergamín decía: “Aquí está España, por eso estoy yo aquí, porque somos españoles” y todos decían “Bravo, bravo” y aplaudían y lo jaleaban. Y luego bajaba del estrado y me decía a mí: “¿Ves qué fácil es torear?”. Porque era un gran orador.

Es que, al final, el País vasco es lo más español que hay: comer, jugar a las cartas, ir con la cuadrilla de chiquitos, los toros, el fútbol…

—Es lo más español, claro. Eso decía Bergamín, que España se había quedado en el País Vasco. También lo decía Unamuno, que España estaba ahí.

El de Bergamín es, con diferencia, el capítulo más largo de Ahora que recuerdo.

—Sí, es que en Turner recuperé casi toda su obra, cuando en España estaba completamente olvidado. Ese capítulo me gusta mucho.

El Nobel Vicente Aleixandre, que parecía que vivía aislado en su mundo, tuvo una influencia enorme en los escritores jóvenes, como cuenta en el libro.

—Esa fama que tiene es inmerecida. Él estaba en su casita, en Velintonia, e íbamos todos a visitarlo. Y tenía una botela de coñac grandísima, un magnum, y a veces no te daba, se lo bebía él para animarse. Y lo que te contaba de la Academia era maravilloso. Contaba historias de la RAE, de la gentuza que había allí… Fue un personaje muy significativo para mí. Pasaba un pánico tremendo para firmarme los manifiestos que le llevaba, pero luego siempre firmaba, porque además como era de la A, siempre salía de primero en la lista de firmantes. Eran manifiestos contra la dictadura que a Fraga le sentaban fatal.

Uno de los temas de los que trata en el libro y que me parecen de los más interesantes es la conexión entre la literatura de España y la de América Latina, una comunicación que ahora, a pesar de las apariencias, me temo que ha desaparecido… Y luego hay un fenómeno muy curioso que me comentaba en cierta ocasión Claudia Piñeiro, que a veces hay más fluidez entre España y Argentina o entre España y México que entre Argentina y Chile, otra paradoja…

—Es verdad. Tuvimos mucha relación con los autores de esos países, hicimos el congreso para tender puentes, que fue importantísimo, histórico. Conocí a Rulfo, a García Márquez, a Vargas Llosa, a Bryce Echenique. Y se nos ocurrió organizar, en 1970, en Las Palmas de Gran Canaria un gran encuentro que reuniese a escritores españoles y americanos. Le pusimos como lema “La situación actual de las literaturas en lengua española”. Conseguimos que Juan Carlos Onetti presidiese aquel primer Congreso de Escritores de Lengua Española, que creó mucha expectación tanto en España como en América.

De Vargas Llosa apunta que lo conoció cuando estaba escribiendo La ciudad y los perros.

—Sí, lo conocí en la tertulia del Café Pelayo cuando empezaba a escribir, muy cerca de allí, La ciudad y los perros.

Y a García Márquez…

—Sí, con Gabo estuvimos en México y nos ayudó, pidiéndoselo al mismísimo presidente de la República, a buscar la tumba de Luis Cernuda, que ya nadie sabía donde estaba enterrado.

Y de Ernesto Sábato relata una curiosa teoría sobre un Kafka que no habría muerto, sino que se habría exiliado en Buenos Aires.

—Sí, Sábato sostenía que Franz Kafka había huido de Praga a Buenos Aires y que un día lo vio porque estaba trabajando en la central telefónica.

Cuenta que se puede clasificar a los escritores españoles de finales del siglo XIX dividiéndolos entre los que comprendían la bohemia y los que no. Ortega no la comprendía, Valle sí. De usted dicen que es el último bohemio.

—Me parece una gilipollez que me llamen el último bohemio. La bohemia es eterna. Con eso está dicho todo.  Esa chorrada del último bohemio no te la permito, siempre habrá otro más. Y la clasificación de los escritores del 98 en bohemios y antibohemios nadie la ha hecho, es original mía.

Dice que ya no es comunista, pero que tampoco es anticomunista.

—Fui comunista, quizá no volveré a ser comunista, pero nunca seré anticomunista. Por eso canto una canción de Carlos Puebla: “Anticomunista yo nunca seré , que lo ha sido Hitler y Mussolini también. Y lo son Franco y Trujillo, y hasta Kennedy lo es, anticomunista yo nunca seré”.

¿Por qué nunca será anticomunista?

—Porque he visto muchas cosas. He visto a los obreros de la fábrica de Pegaso, que yo defendía como abogado, torturados por Franco. No luchábamos por el comunismo. Eso es una tontería. Sabíamos que aquí nunca triunfaría el comunismo. Sabíamos donde vivíamos, no éramos idiotas. Lo nuestro era odio a la dictadura, era amor a la libertad. Y hay mucha gente a la que ahora le digo: “Tú ahora vives bien gracias a aquellos obreros que fueron torturados y lucharon por tus derechos. Tú vives en libertad porque aquellos señores pasaban veinte años en la cárcel. Soportaron cuarenta años de franquismo, los torturaban…”. A esos señores, a esos comunistas, hay que hacerles un homenaje. No lucharon por el comunismo, lucharon por la libertad, por odio a Franco. Como yo. Yo en el fondo no sabía lo que era el comunismo. A mí El capital me aburría mucho.

Y el viaje a Rusia también le abrió los ojos a que el paraíso soviético no era tal. Sufrió un cierto desencanto.

—Totalmente. Y yo le dije a Carrillo: “No hay que mandar a los jóvenes a Moscú porque vienen desilusionados”. Como yo, que vi cosas que no me gustaron nada.

¿Cómo fue su relación con Santiago Carrillo?

—Yo era el correo entre Comisiones Obreras y Carrillo. Yo sabía dónde estaba Carrillo, que nadie lo sabía. Le llevaba mensajes de Camacho… Porque nadie sabía encontrarlo, pero yo siempre sabía cómo dar con él. Entonces, en París, me llevaba a comer a unos sitios de la hostia. Porque Carrillo siempre vivió como Dios. El líder de los obreros españoles. Era un golfo. Luego yo volvía a España y mis amigos comunistas me preguntaban por él, y cuando yo les contaba, me decían: “¡Nos damos de baja del partido, qué hijo de puta!”. Yo me chivaba a los obreros en cuanto llegaba a España. Porque Carrillo no estaba en el mundo.

Hablando de Carrillo, usted organizó la primera reunión entre Manuel Fraga, ministro de la dictadura, y Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista.

—Sí, esa la organicé yo. Y, según la gente, esa reunión cambió la historia de España. Es una idiotez. Un día, el notario Félix Pastor Ridruejo me dice: “Pepe, Manolito [Fraga] quiere comer con Carrillo, arréglame esto”. La reunión iba a ser en casa de Pastor Ridruejo.

Y eso fue cuando Carrillo ya le había echado a usted del partido.

—No me echaron. Me abandonaron y yo me abandoné… Tengo un documento en el que pone que me expulsan, me hicieron el vacío y tal. Pero yo conocía a todo el mundo. Así que le conté a Carrillo que Fraga quería comer con él y Carrillo enseguida me dijo: “Ah, sí, Pepe, sí”. Y entonces Fraga, que era ministro, quería cuidarse mucho de que no se enterase nadie, pero se enteró todo Dios y luego me echaba a mí la culpa. En la casa de Pastor Ridruejo, para que nadie lo supiera, había que entrar por el garaje, como hizo Carrillo. Y entonces fuimos cada uno por un lado para que no se supiera. Yo esperé en la librería para asegurarme de que nadie me seguía. Pastor vivía en la calle Fortuny, en una de esas grandes casas de rico, de notario, tremenda. Entonces esperé y fui andando hasta allí y comimos juntos, y luego fuimos a tomarnos unas copas y los dejamos a solas a Fraga y a Carrillo. Todo terminó muy bien. Salimos poco a poco. Carrillo se fue por el garaje y Fraga salió por la puerta porque, al fin y al cabo, estaba en casa de un amigo. Y al otro día llama indignado: “¡Lo sabe toda la policía! ¡Han seguido a Pepe Esteban!”. Y yo decía que no, que a mí seguro que no me habían seguido.

La transición de la dictadura a la democracia tras la muerte de Franco tampoco la considera algo modélico, como se nos ha vendido hasta la extenuación.

—La transición fue un fracaso absoluto y una bajada de pantalones de la izquierda.

Ahora que Recuerdo. José Esteban. Reino de Cordelia, Madrid, 2019.