Por NILO PALENZUELA
En 2018 apareció El desafío nacionalista, de Daniel Barreto, en la editorial Anthropos. El libro sigue siendo muy iluminador. En él se estudiaba el pensamiento teológico-político de Franz Rosenzweig (1886-1929), el filósofo judeo-alemán que vivió la Primera Guerra Mundial desde las trincheras y que emprendió en aquellas fechas el ensayo Globus (redactado en 1917) y el diseño de La estrella de la redención (1921). El despliegue del pensamiento totalitario nacionalista y la reflexión sobre los estados, incluso cuando estos han sido superados hoy por leyes y prácticas coercitivas que los exceden, tienen aquí un texto para la reflexión. Ya por razones económicas o ideológicas, por el ejercicio expansivo de la alta tecnología o por apurar el horizonte teleológico del universo ilustrado, nacionalismo y Estado avanzan por el mismo sendero y tienden a asimilar a todo ciudadano, a través del convencimiento o de la más brutal imposición. La fuerza coercitiva no se contenta con aquel somos, aquel uno-más-uno-de-tantos, del que habló Juan David García-Bacca desde la sociedad ya masifica de mediados del siglo XX, sino que persiste en disipar la resistencia de los individuos, arrastrados cada vez más por corrientes que escapan a su control.
El desafío nacionalista despliega, con gran precisión conceptual, los diversos campos en los que quiere actuar la filosofía de Rosenzweig. En su ajustada escritura promueve que se escuche una voz distinta, que reflexiona desde dentro sobre el expansionismo del Estado y su alianza con el nacionalismo. A su paso deja ver las redes que anulan cualquier respuesta individual ante la conquista racional de la historia; en tales redes se anula, asimismo, la memoria edificada en siglos, las preguntas antiguas, las indagaciones sobre los textos, el lento aprendizaje del conocimiento. La religión, entretanto, deja atrás sus viejas moradas e irradia con entusiasmo, perdida su memoria primera, los sistemas nerviosos de los Estados, entrelazados en sus inmensos archivos de leyes y de acuerdos trasnacionales. El futuro es entonces la bandera que se alza en manos de la demagogia y bajo el paso demoledor de estructuras que se desplazan sin resistencia, cuando en realidad el fin se agota entre escombros cada vez más desoladores del presente.
Daniel Barreto sigue el pensamiento de un heterodoxo que sufrió la guerra, la brutalidad del estado y el decidido programa de anular la libertad. El mesianismo, que se había colado en el dominio de la historia a través del cristianismo y su progresiva secularización, se queda enredado en los complejos despliegues del pensamiento ilustrado y acaba por metamorfosearse en un proyecto de exclusivo horizonte histórico, con un porvenir sin dioses. O por decirlo de forma entre caricaturesca y trágica: el hombre, convertido en dios, quiere dar al tiempo visos de eternidad. El Estado, por así decir, aúna a los feligreses después de despojarlos de la libertad y de cualquier suerte de alteridad; así vienen a entonar sus cantos nacionales, su fervor religioso de pueblos elegidos para la construcción de la nueva historia. Lo Otro pende ya de sus manos. No hay sombras baja tanta luz. La sombría devastación, no obstante, se impone y debería ser más bien el tema de nuestro tiempo.
Rosenzweig, que había escrito un libro sobre Hegel y el estado, desde el interior de la guerra emprende el estudio de las bases que han llevado a la caída del idealismo. Piensa la guerra y la acción de las naciones y se retrotrae a los fundamentos sobre los que el Estado ha crecido como dominación y poder. El catolicismo, en la estela del mundo hebreo, trasladó desde muy pronto la idea de trascendencia al pensamiento racional, también la voluntad de expansión y el camino hacia un sujeto que, desde Hegel y sus postrimerías, expulsa la memoria individual para instalarse en todos los rincones de la filosofía y del mundo. La racionalidad sostiene los Estados modernos, asimismo sus excesos de violencia. Las ideas de progreso y de horizonte colectivo, amparadas en la entronización del vínculo pueblo-nación, no solo llevan a dejar que se cuele entre los dedos cualquier atisbo de trascendencia, sino que sacrifica oleadas de individuos en las piras de una vocación política cada vez más insaciable. Y en este movimiento no solo arrastra al individuo sino que imposibilita preguntar por la razón que mueve la violencia. El idealismo ha animado un Estado que encarna lo absoluto, que atrae los ideales revolucionarios de 1789 para ponerles límites carcelarios. O para esbozarlo en la paradoja que se abre: o se mete en las cárceles a los que se resisten a su poder o se acepta el Estado como espacio de única protección. Hoy añadiríamos: también obliga a la diáspora. Los estados-nación, como vivió Stefan Zweig inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, impiden cruzar sus fronteras si no se tiene pasaporte o salvoconducto. La huida tropieza a menudo con nuevas tragedias.
La consecuencia última del idealismo es el fortalecimiento de los Estados contemporáneos en medio del crecimiento del totalitarismo europeo. También lo es en su reverso materialista: El estado y la revolución, redactado por Lenin en 1917, casi al mismo tiempo que Globus, de Rosenzweig, muestra hasta qué punto se afirma la naturaleza violenta del Estado en el año que irrumpe un modelo soviético que tanto fascinaría en las siguientes décadas y cuyas tristes consecuencias padecemos todavía. Con mayor o menor visibilidad del poder totalitario, el mundo contemporáneo se ha constituido con la guerra y con la aplicación sistematizada de la violencia, en Estados fuertes o bajo leyes e instituciones que levantan sus propias estructuras de dominación transnacional.
El proceso nacionalista, la naturaleza de las redes coercitivas de poder contemporáneo, las quimeras y seducciones de defensa de los pueblos, el horizonte porvenirista siempre pospuesto, reciben, antes del nazismo, del estalinismo y de los Estados aparentemente ajenos a las expresiones más violentas, una respuesta de este heterodoxo filósofo que, sin embargo, espera de la tradición de hermeneusis judía y su noción de pueblo, una salida, una posible redención. Se trata de aguardar a que el judaísmo, aunque también otras culturas, introduzca en el tiempo una idea de trascendencia y unos horizontes éticos que no se vacíen en lo gregario sino que afirmen la libertad del individuo en la colectividad, no como sujetos, no como uno-más-uno-entre-tantos, sino como seres que pueden comprender y resistir los discursos totalitarios. Se trata de una aportación hebrea que Rosenzweig sabe que enseguida, como en el cristianismo, vendría a secularizarse.
El tema es complejo y a ello dedica Rosenzweig sus obras y Daniel Barreto su discurso filosófico. Sin referente trascendente, sin memoria de la unidad y de una colectividad que recuerde la distancia entre tiempo e infinitud, historia e intemporalidad, entre ética y acción política, entre sociedad e individuo, todo se desliza por el circuito de Estados que campan sobre la naturaleza y las personas sin posibilidad de crítica, así en el periodo moderno o en medio de una posmodernidad que hoy no logra disimular el rostro violento de la globalización. Parece, a pesar de que Rosenzweig quiere apartarse de la dialéctica hegeliana, que con su llamada sobre la condición judía, sobre los textos hebreos, sobre la idea de colectividad y redención, puede sobrevenir una salida, pero la llegada de un nuevo y reiterado giro dialéctico parece posible. En cualquier caso, Rosenzweig piensa en el pueblo judío y la diáspora, en la ausencia de patria y en una lengua común, como espacios que pueden frenar el frenesí de las expansiones nacionalistas y de sus Estados racionales —de soterrada o palmaria violencia—; piensa en la naturaleza judía, ajena a la historia y a las patrias temporales, y considera que desde aquí se puede aportar un medio que ataje los excesos de dominación de los Estados, sus alianzas, sus intereses. Pero el sionismo, al que no estaba cercano, acabaría por desmentir algunos años después de su muerte parte de su pensamiento sobre el destino judío, su visión ecuménica, su crítica a la historia, la condición intemporal que retenía y orientaba a los movimientos históricos.
Rosenzweig siente las consecuencias de la Gran Guerra en Alemania, se resiste a que el judío se vuelva nacionalista en Centroeuropa, cosa entonces cada vez más notoria, pero enseguida continúa la marcha de la maquinaria del Estado en sus diversas expresiones europeas y americanas. Con el nazismo se siega la expectativa de Rosenzweig, también la resistencia de un importante sector del pensamiento judío: los nazis sabían que en este entorno estaba una repuesta radical a los hechizos de un mundo superior. También esto lo sabría muy pronto el estalinismo. Después de la Segunda Guerra Mundial el sionismo encontró finalmente su patria y las acciones que Rosenzweig mantenía como horizonte de crítica, de defensa del individuo y de una universalidad dialógica y compartida, recibieron un reverso importante: el Estado retornaba en su expresión histórica a la violencia, a su fervor nacional, a su fuerza expansiva.
El desafío nacionalista, en el análisis del pensamiento teológico-político del filósofo alemán, está lleno de sugerencias, de pasajes que debieran citarse, de motivos para el diálogo y el debate. En estos tiempos de historicidad con horizontes dispuestos, hasta la saciedad y con cinismo, en el progreso y en una igualdad con que los Estados y la alta tecnología enmascaran su ejercicio coercitivo, Daniel Barreto retorna al pensamiento de Rosenzweig para recordar que existen discursos de resistencia en el interior del pensamiento europeo y desde las fuentes de una cultura hebrea que fluye junto al curso histórico desde el comienzo de la cristiandad. Se trata de discursos que pueden reabrirse incluso en la laicidad de las sociedades post-ilustradas. Sin duda, el tiempo de El desafío nacionalista es otro tiempo, el actual, en el que los nacionalismos crecen y los Estados contienden entre sí bajo la maquinaria de la globalización y en violento crecimiento. Esta globalización que busca una estructura absoluta de Estado parece imposible de detener desde la filosofía y desde el pensamiento crítico; su razón, que es también resultado de una dilatada cultura, todo lo absorbe y lo encamina hacia sus fines.
Pero Daniel Barreto recuerda ideas que nos son comunes, que promueven el diálogo, la traducción o la resistencia crítica. Rosenzweig, como Walter Benjamin y otros pensadores de origen judío, cree que hay una lengua primera y universal que acoge la diversidad de las lenguas y les permite reconocerse entre sí. Daniel Barreto recuerda la necesidad de la escucha y la traducción de lo que está en otra ladera, porque hay un sustrato humano y trascendente que unifica y que permanece al margen de los ejercicios de coerción.
Sin duda, traducir, recordar, volver a nuestra lengua el pensamiento de Rosenzweig, es una manera de entender que la universalidad se funda en el diálogo y en una naturaleza primera que ha crecido por los diversos ramajes y por las diversas idas y venidas de la cultura europea. Traducir al otro, trasladar sus creencias, recordar sus horizontes trascendentes, es desactivar la idea del sujeto con que cómodamente se alimentan las maquinarias estatales, nacionalistas, siempre expansivas en su violencia contenida o en su expresión más brutal. Traducir el pensamiento de los otros y recordar que el tiempo no es solo historia, racionalidad y pragmatismo da espacio y respiración a los individuos, a estos que ni se sujetan ni son sujetos por completo. Dialogar y traducir a los otros ensancha el espacio ético y da lugar a una convivencia no servil.
La lengua primera es hoy un sueño ante la variedad de lenguas de los diversos continentes y sus expresiones identitarias, pero la lectura del pasado y de sus libros recuerda que somos fenómenos, destellos visibles, frágiles seres que aparecen y desaparecen…, y no solo sujetos para alimentar a los Estados, a sus modelos productivos, a su globalizada tecnología, a los descomunales archivos de leyes que promueven la sumisión. Como supo el autor de Globus, por mucha dialéctica ascendente que se añada, la violencia está presente; está aquí y allá, en el entorno familiar de Europa, en Latinoamérica y en otros continentes. Solo falta no prevenirse para que veamos su rostro más terrible, este que parece encapsulado, casi imperceptible, en la violencia cotidiana que se ejerce sobre los individuos, o el que irrumpe en su dimensión trágica. El viejo mesianismo, en su paso al cristianismo, trasmutó en histórico. Acaso El desafío nacionalista recuerde que olvidar la crítica a la historia es dejar el mesianismo en manos de quien olvida lo que trae y lo que se trae entre las manos.
*El desafío nacionalista. El pensamiento teológico-político de Franz Rozenzweig. Daniel Barreto. Presentación de Reyes Mate. Editorial Anthropos. España, 2018.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional