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Pedro Lastra: Imágenes de escenas olvidadas

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Por MIGUEL GOMES

La carrera como poeta de Pedro Lastra (Quillota, Chile, 1932) se inicia históricamente un poco antes de 1954, cuando publica su primer libro, La sangre en alto. Si adoptamos una perspectiva más personal, sin embargo, no conviene ignorar que el autor rechazaría esa obra juvenil y que, cinco años después, con Traslado a la mañana, comenzaría un nuevo proyecto creador que de alguna manera aún no se detiene, pues casi cada una de sus colecciones poéticas posteriores forman parte de un libro único, revisado a lo largo de los años y jamás del todo cerrado. El conjunto varía, desaparecen poemas, se agregan nuevos; a veces, una pieza se reescribe de modo radical o un libro se compone íntegramente de inéditos que convivirán con poemas previos o nuevos inéditos en el siguiente volumen. Solo al aparecer su Poesía completa editada en 2016 por la Universidad de Valparaíso puede decirse que esa progresión incesante adquiere un aspecto definitivo. La época moderna ofrece numerosos ejemplos de ese tipo de aspiración: Les fleurs du mal de Charles Baudelaire, Leaves of Grass de Walt Whitman, La realidad y el deseo de Luis Cernuda y Libertad bajo palabra de Octavio Paz, para mencionar algunos. En el caso de Lastra el movimiento continúa, puesto que antologías ulteriores como Cuaderno de la doble vida (1954-2018) incluyen inéditos y estos circulan en otros medios. No me parece accidental que dicho título provenga de un libro que publicó en 1984. Lo cierto es que el espacio donde opera tal estética puede caracterizarse como coherente a la vez que expansivo, itinerante.

Estamos ante una poesía a primera vista poblada de exilios, pérdidas o carencias físicas y metafísicas, edades o reinos desaparecidos; todo bajo el peso de una pesadumbre constante que una lectura superficial asociaría al Romanticismo. Lo anterior sería un equívoco, desmentido por la disciplinada contención de sus versos, casi clásica, aunque también porque la emergencia del sentimiento nunca trae consigo dudas ni excesos teatrales y mucho menos ilusiones de autenticidad. Lastra sabe que el lenguaje literario es autónomo; sabe que el poeta, como diría el Fernando Pessoa ortónimo, «es un fingidor» o, la manera de Ezra Pound, un actor que recita enmascarado. La melancolía a la que me refiero recuerda aquella del desengaño Barroco, por más que evite los laberintos retóricos, los lugares comunes religiosos o concentre su atención en la ascesis espiritual y verbal del artista que rechaza los espejismos de la originalidad para aceptar que pertenece a una tradición.

Y en esa condición transpersonal, de una inspiración donde el «yo» se torna elusivo, espectral —«indeciso»: Marcelo Pellegrini tiene gran razón al destacar este adjetivo como esencial en la cosmovisión de Lastra—, confluyen la añoranza o la postración con sentimientos contrarios que abarcan el sosiego, una ternura traspasada de espiritualidad y diversas facetas del amor. No escasean, por eso, los cantos paradójicos, donde percibimos una mezcla asombrosa de tonos. La ambigua, etérea levedad de «La despedida» nos brinda un buen ejemplo:

A mitad de camino

a través de la niebla que cubría

carreteras fantasmas,

que no hace mucho tiempo recorríamos

con la alegría de ver árboles rientes

y apenas agitados en su diálogo

por el viento que venía de la costa cercana,

íbamos y vivíamos ahora el desconcierto

de viajar en el contrasentido

de la felicidad.

En el canon lastriano «Ya hablaremos de nuestra juventud» es tal vez un poema emblemático por esos entrecruzamientos, coronados de amarga dulzura:

Ya hablaremos de nuestra juventud,

ya hablaremos después, muertos o vivos

con tanto tiempo encima,

con años fantasmales que no fueron los nuestros

y días que vinieron del mar y regresaron

a su profunda permanencia.

Ya hablaremos de nuestra juventud

casi olvidándola,

confundiendo las noches y sus nombres,

lo que nos fue quitado, la presencia

de una turbia batalla con los sueños.

Hablaremos sentados en los parques

como veinte años antes, como treinta años antes,

indignados del mundo,

sin recordar palabra, quiénes fuimos,

dónde creció el amor,

en qué vagas ciudades habitamos.

Lastra tiene un repertorio de voces líricas cuya reaparición de un libro a otro produce la sensación de que nos hallamos en presencia de personajes esquivos, de los cuales desconocemos casi todo sobre su vida exterior y cotidiana, pero que abren para nosotros enteramente las puertas de su mundo interior, en particular sus afectos. Acompañamos las reflexiones de aquel que se siente derrotado o al margen de las personas, relaciones y lugares fundamentales; oímos al discípulo que rememora las enseñanzas y la amistad de los ausentes a quienes admira por haberle revelado la dimensión humana de las ideas; escuchamos, asimismo, el monólogo del lector impenitente —criatura poética a la que Borges también recurrió—; no faltan los sujetos inmersos en un Eros ya sea exultante o herido; y, por último, no ha de soslayarse la figura del extranjero, que comienza a imponerse como una de las más significativas en varios títulos de sus libros: Diario de viaje y otros poemas (1998), cuatro versiones diferentes de Noticias del extranjero (1979, 1982, 1992, 1998), Algunas noticias del extranjero (1996) y Canción del pasajero (2001). Creo imprescindible, de hecho, detenerme en ese personaje para una comprensión integral de la poética de Lastra.

Los escritores que se identifican con el forastero no siempre recuerdan que este es capaz de ofrecer instantes luminosos, así como penas y tinieblas. Se trata de un ser liminar que se desplaza entre lo propio y lo ajeno, el pasado y el presente, lo conocido y lo desconocido. Es, igualmente, no solo quien pierde, sino quien descubre o encuentra. Su condición iniciática se dilata; en ella el sentido de identidad se imanta con avidez para atraer el entorno, rozarse con él pacífica o tortuosamente, a medida que se aparta del origen. El extranjero es el Otro, consciente de serlo para aquellos que lo reciben en una nueva tierra y consciente de serlo sobre todo en su intimidad más profunda, pues puede dar testimonio de las transformaciones que generan en sí, además de diversas costumbres o el uso de diversas lenguas, múltiples y disímiles visiones de la realidad. El saberse extraño, no obstante, corresponde en la poesía de Lastra a una inquietante heterogeneidad anímica, en la que viajamos —ya lo hemos visto— en el «contrasentido» de lo que pensamos sufrir, como si el ser se construyera mediante disonancias que elevan la autoironía a nuestro único presagio de trascendencia.

«¿Existen forasteros felices?», se preguntaba Julia Kristeva en Étrangers à nous-mêmes, para enseguida ofrecer una respuesta ambivalente: «La condición de extranjería exige una nueva idea de felicidad, entre la fuga y el origen; un frágil límite, una homeostasis temporal. Formulada, presente, a veces palpable, dicha felicidad reposa, no obstante, en la certidumbre de su efimeridad, como un fuego que brilla porque consume». Lastra, sin duda, comparte esa visión. Aunque deba aprender a sobrevivir en medio del desprecio, el miedo o el recelo, el extranjero evocado en sus versos obtiene formas para él inusitadas de descanso y hasta de placer, al reconocerse —más allá de las atávicas ilusiones de pertenencia— en un tránsito equiparable al destino humano. Si nuestra vida es incierta, llena de mudanzas, y el puerto de esa travesía es la muerte —sardónica plenitud, finalidad que se erige en auténtico fin—, el avance nos garantiza la oportunidad de actualizar las privaciones, convertirlas en una fuente de permanencia, tal como acontece al niño del poema «Paraísos», que en el efímero presente asienta en la memoria lo que después admitirá no haber poseído:

El niño que construye

en el mundo visible

su pequeño paraíso

velozmente

se adelanta a los días

e instala en su memoria

el paraíso perdido

Acaso por eso la elocución de Lastra subraya y sujeta a asiduas variaciones metafóricas los viajes y las peregrinaciones, descritos como objetivos en sí mismos. «Marginalia» lo hace muy explícito:

Libros de mal augurio han venido a decirnos:

la primavera ha dado

noticias ciertas de su despedida.

Todo lo anuncia:

el vuelo de los pájaros que saben su destino

y las hojas que caen

una a una sin término.

Luego vendrá la lluvia

maldita y despiadada.

Nos iremos de aquí, nos iremos de aquí

por caminos que fueron

dicha de peregrinos.

Los mismos que ahora empiezan lentamente a borrarse.

La travesía es nuestro destino: de esta coincidencia de los contrarios se nutre la palabra que permite al poeta hablar consigo mismo y con su circunstancia sin virtuosismos superficiales ni experimentos estridentes, puesto que el blanco de sus esfuerzos consiste en retener siquiera la intuición de una región de evanescentes confines, exenta de tiempo. Y lo consigue, con versos discretos a la vez que visionarios, capaces de vislumbrar, como lo sugiere «Resplandor», el aura de lo que abandonó para siempre este mundo:

Veíamos

la caída del sol a la orilla de un río

de lentísimo curso:

ahora recordamos

ese instante entre árboles

que eran parte de un sueño,

el fulgor de la imagen

de una escena olvidada.

La poesía, en manos de Lastra, se parece a la impresión que deja la luz cuando cerramos los ojos: un vestigio de la plenitud en quien solo atesora un manojo de queridas ausencias.

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