Francia es un pueblo destrozado por el alcohol, la sífilis y el periodismo.
(El Duce, 13 de mayo de 1938)
Como una expresión opuesta a los modelos de la civilización occidental –sensiblemente estimulados ahora por la globalización– o en la definición de Wolfgan Sauer “como el movimiento de los perdedores en el proceso de modernización”, lo cierto es que el fascismo y el nazismo como fenómenos políticos, sociales y culturales no murieron con las aparatosas desapariciones físicas de Benito Mussolini y Adolfo Hitler. Si bien es cierto, que con el final de la Segunda Guerra Mundial dejó de ser un instrumento de poder que colocaba al pie del patíbulo a grandes masas inocentes, y que hizo del odio y la intolerancia una melosa ideología, la herencia encarnada por los dictadores italiano y alemán, sigue latente en las entrañas de las sociedades modernas y cobra, en cierto momento, la forma de una espantosa amenaza.
Sin embargo, nunca como ahora el neofascismo o el “fascismo genérico” como lo han calificado algunos de sus más notables investigadores, ofrecen signos de resurrección. Y es que si alguna característica tuvieron los regímenes italiano, alemán, español y portugués (los dos últimos sobrevivientes de la conflagración de los años cuarenta), es su elasticidad y su capacidad para mimetizarse y matrimoniarse con las realidades nacionales. Existe el estereotipo cinematográfico de las dictaduras sangrientas, los prisioneros famélicos y las extravagancias de unos gobernantes con delirios operáticos, pero el fascismo, el nacionalsocialismo, el franquismo, el salazarismo y hasta el estalinismo (aunque este haya sido su contracara en los términos concretos de la guerra) contaminaron y ahora lo hacen de nuevo a diversos pueblos y continentes por la simpleza y elementalidad de sus fundamentos: la profundización de los odios racionales y el uso de la fuerza bruta.
No es por azar que estudiosos de la materia como Stanley Payne establezcan criterios altamente controversiales: “la paradoja de todo esto es que los analistas serios del gobierno totalitario reconocen hoy en día que la Italia fascista nunca llegó a ser totalitaria, (término que, por cierto, acuñaron en 1925 Mussolini y su copartidario el filósofo Giovanni Gentile). En la década siguiente al establecimiento del sistema de Mussolini, la dictadura leninista en la Unión Soviética se vio transformada implacablemente por Stalin en un sistema completo de “socialismo de Estado” con un control dictatorial de facto casi total de la economía y de todas las instituciones oficiales. Unos años después, la maniática ambición de poder del régimen de Hitler en Alemania, con su eficacia policíaca, su poderío militarista, su sistema de campos de concentración y, con el tiempo sus políticas de exterminio en los territorios conquistados, pareció crear un equivalente nacionalsocialista no comunista del sistema stalinista de control. Ellos dos aportaron los modelos dominantes de lo que los analistas políticos, especialmente entre 1940 y 1960, tendían a calificar como “totalitarismo”. La Italia de Mussolini, sin embargo, se parecía muy poco a ninguno de los dos.
La historia recuerda también que durante un tiempo del régimen fascista, en Italia, las grandes empresas, la industria y las finanzas gozaron de autonomía, el sistema judicial premosuliniano quedó en gran parte intacto y con autonomía parcial; la policía siguió siendo dirigida por funcionarios del Estado y no por los jefes del partido como en la Alemania nazi ni cristalizó una élite policial como en la Rusia soviética. Pero no solo eso. El Tratado de Letrán de 1929 estableció un “modus vivendi” con la Iglesia Católica que siguió vigente pese a los conflictos entre la institución eclesiástica y el Estado en los primeros años de 1930, y nunca se trató de imponerle a la Iglesia la sumisión total como en Alemania o en Rusia.
Es decir, el fascismo no fue un modelo rígido y vertebrado, sino que conoció etapas blandas y duras, de allí su capacidad de contagio en el mundo entero y no solo en la Europa de la entreguerra; y de allí también su naturaleza recurrente. En los últimos años es notorio el rebrote de las tendencias nazifascistas ya no solo en los países europeos sino también en Estados Unidos e incluso con importantes síntomas en América Latina. Aunque las organizaciones neofascistas en Francia están fuera de la ley siguen existiendo, las votaciones consecutivas del “Frente Nacional” de Marine Le Pen heredera de su padre Jean Marie Le Pen, con planteamientos de ultraderecha, tiene un inocultable aliento nazifascista. Curiosamente, en Francia nació el concepto de nacionalismo socialista con la propuesta electoral de Maurice Barrès en 1898, que había tenido expresiones organizadas previas como las pandillas del Marqués de Morés y la Action Française, de modesta representatividad legislativa.
La votación obtenida por Norbert Hofer en las elecciones de 2016 en Austria, con un claro planteamiento ultraderechista, no fueron una sorpresa ya que se emparentan con el anterior liderazgo de Joerg Haider, quien asumió con anterioridad planteamientos cercanos a las fórmulas del Tercer Reich. El polémico Silvio Berlusconi en Italia en los últimos años ha representado una propuesta que de ninguna manera se aleja de la típica visión “musoliniana” que es compartida por el Partido Nacionalsocialista Ruso en Rusia, el Amanecer Dorado en Grecia, el Partido Popular Nuestra Eslovaquia en Eslovaquia y movimientos como Alternativa para Alemania y el Partido Nacionaldemócrata en territorio alemán. En los Estados Unidos el movimiento neonazi se ha dispersado a través de minorías culturales, los blancos no hispanos y afroamericanos que se consideran como la causa de problemas sociales como la delincuencia y el desempleo. El sorpresivo caudal electoral del candidato republicano Donald Trump en las elecciones de 2016 para muchos analistas es una vertiente cercana al racismo propio de las propuestas nazifascistas; así como en Canadá han surgido con movimientos que asumen ideas similares. Sin contar con expresiones políticas, si bien aún minoritarias que funcionan en Uruguay, Argentina, Brasil, Chile, Perú, México y Costa Rica. El “fascismo de nuestros días” como lo llama Vargas Llosa se diferencia, lógicamente, en sus causas y formulaciones de los regímenes que ensombrecieron la historia del siglo XX. Pero ahora, si bien el objeto no es la voracidad territorial ni la medición de la musculatura bélica entre las naciones, exalta, sin embargo, sus componentes más perversos: el desprecio por la condición humana y las prácticas del odio en sus formas más execrables.
Ya no se trata de imponer formatos políticos ni de establecer nuevas concepciones económicas. La sintomatología fascista se presenta por igual en gobiernos democráticos, autoritarios, sultánicos o tribales, salvando espacios geográficos y niveles de desarrollo cultural. ¿Cómo entender que la democracia norteamericana –la más desarrollada y emblemática del mundo– reaccione ante la agresión terrorista de manera primitiva, reeditando la política del rearme unilateral; y que la permisividad racial que le confirió la condición de ser una suma de nacionalidades libres se vea empañada por amagos de xenofobia? ¿Qué distancia existe entre el racismo de Milošević en Yugoslavia y la contumacia homicida de Sharon en Israel? ¿Las guerras religiosas no son cada vez menos santas y cada vez más cercanas a los ritos macabros? ¿Caben diferencias entre los crímenes de Pinochet en Chile y las ejecuciones de la guerrilla colombiana?
La herencia del fascismo se constata no solo en la pérdida de la libertad y la destrucción material de naciones, sino también en los efectos morales y psicológicos sobre sus poblaciones, es “la promesa de ser, no era posible nada mejor”, como dice Sebastian Haffner. El fascismo y todas sus versiones suponen la fractura de la psiquis colectiva; la instalación del desencanto como una manera de vivir y desatan una sensación envolvente, inescapable, como si se habitara en una terrible cárcel humana. El filólogo Victor Klemperer en su estudio “LTI, La Lengua del Tercer Reich” escrito a manera de diario (quizás la mejor manera de contar las tragedias) profundiza en esos cambios casi imperceptibles pero que fijan huellas eternas en el comportamiento humano. Dice Klemperer: “El nazismo se introducía más bien en la carne y la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponían repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente”. Ya antes, Stefan Zweig había dejado su conmovedor testamento en El mundo de ayer. También observador privilegiado de los dos conflictos mundiales no pudo superar el desasosiego y la angustia que le producía la absurda matanza que presenció en Europa. El escritor austriaco, junto con su esposa, se quitó la vida en Brasil un día de carnaval de 1942. Juraba, entonces, que las sombras del fascismo cubrirían finalmente al planeta.
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