Cecilia Ortiz ha sabido mantenerse fiel a la experiencia poética. La lectura de cada uno de sus libros nos trae el estremecimiento de una poeta entregada a lo que la palabra tiene de fervor y conjuro.
A lo largo de sus ocho poemarios, confirmamos la persistencia de lo lírico en estos tiempos marcados por la urgencia de lo banal. Por lo menos, ese es el semblante que nos muestra, en cuya fragilidad reconocemos un rostro tomado, muchas veces, por la emoción y, muchas otras, por el quebranto.
Ortiz parece no tener miedo de mostrarse como un cuerpo afectado, febril, marcado por la pérdida y la ausencia. Sus versos certeros, de tono trémulo, entre elegíaco e irónico, logran convencernos de ese desespero suyo que en ocasiones roza el delirio. Sobre todo su tono, la pasión de la voz, puede llegar a capturarnos.
Basta con escucharla recitar. Aunque en un primer momento pueda parecernos demasiado dramática, por no decir intempestiva, nadie queda indiferente cuando Cecilia toma la palabra. Con su voz lenta, concentrada, atenta a cada sílaba que pronuncia, nos obliga a prestarle oídos.
En una breve entrevista que tuvimos la oportunidad de realizar, nos confiesa: “Pretendo llegar contundentemente al público. Me esfuerzo porque cada palabra sea bien dicha, bien centrada. Esa es la idea, la idea de hacerme sentir”. De esto no hay duda. Para Cecilia, se trata de sentir junto con el otro.
No obstante, la poesía no reside solamente en ese vínculo entre poeta y lector, también la reconocemos en la extraña comunión con aquella presencia que el poema convoca.
“Reverso de un nuevo día
el despertar
flor gamada
En estridencia por otro ser”.
Así como este, un poema abre un espacio desconocido, en el que se entreteje el mayor sosiego con una rara estridencia. Puntual y súbito, el poema nos interpela de una manera que no logramos explicar. ¿Cómo golpea y se explaya en nosotros? ¿Cómo se encarna su reverso? Porque, aun cuando refiere lo inasible, el poema no deja de ser concreto, se hace presente a fuerza de nombrarse, de darse en imágenes.
Ortiz explora por medio de la palabra el “recóndito lugar que armoniza”. Sus poemas parecen surgir más de la errancia que de la pasión que sobrelleva. Así lo confirmamos en su más reciente libro, La edad de la templanza, en el que nos encontramos con una voz centrada en la búsqueda de un sentir más genuino:
“Ando y desando
con esta palabra
que es fin y comienzo”.
Vivimos una época muy dura, que nos exige ser radicales, tomar posición en cualquier ámbito, de una manera tan brutal que llegamos a olvidar que es tan válido sentir como disentir.
Una poeta como Cecilia Ortiz se planta ante estos tiempos aciagos, no para registrar los acontecimientos en una especie de crónica en versos, sino para transformarlos en un “fecundo decir”, para atesorarlos en su plenitud, la hondura de lo que persiste tras el paso de los años:
“Quiero la edad de la templanza
El conocimiento precoz
que ronda al ser
vivo y amoroso
¡Cómo he aprendido hasta ahora!
Saber lo máximo
y dejar libre el entendimiento
para esperar las horas
Con la plenitud
de una conciencia ideal
Frutos selectos
demorados y olvidados”.
Cecilia no solo se prepara para la virtud de la templanza sino que se traslada de un extremo a otro de su quehacer poético, de una época dedicada a la espera y los “desafueros amorosos” pasa a este momento de contención y recogimiento. Ella misma nos dice: “La edad de la templanza es un tiempo de reflexión, conmigo, con la edad”.
La poeta ahora se detiene en lo más elemental de esta realidad: los recuerdos, los sueños, cierta esperanza; no parece interesada en los detalles circunstanciales, si acaso en los afectos y “el deseo que va / detrás de otro deseo”. Porque la poesía, que “le viene de una forma tan violenta” como ella confiesa, no estaría convocada para registrar la mera actualidad. El poema nos devolvería un “presente añorado”.
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La edad de la templanza
Cecilia Ortiz
Dcir Ediciones
Caracas, 2018
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