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Paradojas de mala fe

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Por SAMUEL ROTTER 

En su libro El ser y la nada, el filósofo existencialista Jean Paul Sartre establece que la mayoría de los seres humanos aprecian apasionadamente la libertad pero fracasan en asumir su potencial y, subsecuentemente, su autenticidad como individuos. Las razones por lo cual esto ocurre, de acuerdo a Sartre y otros pensadores contemporáneos como Karl Jaspers y Albert Camus, son múltiples y complejas. No obstante, a veces adentrarse en un solo elemento influyente, un solo nudo en la gran telaraña de factores que constituyen a una persona, podría permitirnos entendernos mejor y obtener beneficios psicológicos y espirituales.

Estar anuentes de nuestros mecanismos psicológicos nos ayuda a comprendernos mejor y a superar ciertas trabas y obstáculos mentales que nos impiden prosperar. En su libro, Sartre dedica una gran sección de su trabajo a elaborar un concepto que denomina mauvaise foi (mala fe). En él, escribe que el único aspecto intrínseco en el ser humano es su libertad. Es importante aclarar que el concepto de libertad para Sartre difiere del entendimiento coloquial de la palabra. No se refiere a ser un ciudadano “libre” o la libertad otorgada a un reo. En su mundo, connota a un ser sin una esencia preestablecida a su conciencia, es decir, que no posee una forma específica de ser al nacer.

De la mano de esta carencia de esencia está también el constante  cuestionamiento de nuestro control. Aunque nacemos sin una esencia prescrita, entramos a un mundo que nos precede y promueve ciertos constructos sociales subjetivos como formas “aceptables” de ser. Según Sartre, este cuestionamiento constante del límite de nuestra autonomía surge de la tensión existente entre la imagen presentada por la sociedad y una autenticidad añorada. Esto ocurre aun cuando no estemos conscientes de ello. Pueden pasar años sin necesariamente buscar una justificación a una gran cantidad de rituales sociales exacerbados y repetidos, tal vez propulsados por nuestro deseo de manada y pertenencia. Nuestra supervivencia, después de todo, depende de ser aceptados por nuestra comunidad. Tanto en la prehistoria como en la modernidad, el exilio significa el fracaso y la falta de supervivencia. Sin embargo, si indagamos conscientemente en la razón de ser de nuestro entorno, nos sentimos un poco perplejos a la hora de establecer si esas ideas provienen de nuestro interior o simplemente han sido traspasadas a nosotros sin mayor consideración. Y basta hacernos esas preguntas para emprender una gran aventura individual de cuestionamiento interior que conduce a infinitos destinos.

Un catalizador de este cuestionamiento y deseo de significado, según Sartre, es la muerte. En El ser y la nada escribe: “La muerte nunca es aquello que le da a la vida significado; al contrario, es lo que remueve todo el significado de la vida”. Una visión poco romántica en su superficie pero de gran valor implícito. No es la muerte la que le da significado a la vida o una realidad externa a la vivida. El otorgador de significado es la persona,  por lo que, recae en nosotros asumir la responsabilidad que usualmente otorgamos a Dios en cuanto a  destino y propósito se refiere. Y continúa diciendo “La libertad humana precede la esencia del hombre y la hace posible; la esencia del ser humano es suspendida en su libertad. Lo que nosotros llamamos “libertad” es imposible de distinguir de la “realidad humana”. El ser humano no existe para subsecuentemente ser libre; no existe diferencia entre ser humano y ser libre”.

Dentro de esta visión del mundo y del ser humano, la vida adquiere un renovado potencial para ser cualquier cosa que deseemos que sea dentro de lo humanamente posible. Inicialmente, esa libertad radical es muy atractiva. Caemos en cuenta que somos una especie con una capacidad impresionante para la autoderminación y la libertad, que implica, en términos más sencillos, la habilidad de decidir nuestras creencias y cursos de acción. Por lo tanto, las posibilidades de quiénes podemos llegar a ser se vuelven ilimitables. Pero es precisamente frente a este espacio infinito que enfrentamos un terror existencial que nos deja perplejos y en shock. ¿Cómo tomar una decisión frente a infinitas posibilidades? La libertad radical se transforma de prospecto emocionante, a una fuente de ansiedad y confusión, y es precisamente en esta encrucijada psicológica de infinitas vertientes, donde nos enfrentamos con los mecanismos de la mala fe.

Ser-para-si

Una vez entendido el concepto de libertad de acuerdo a Sartre, podemos indagar con mayor profundidad en las maneras en que lidiamos con esta revelación tan abrumadora. Mala fe es, resumidas cuentas, el mecanismo de mentirnos a corto plazo para evitar el sufrimiento psicológico actual, pero pagando en el proceso, un dolor mayor a futuro. Nos forzamos una mentira convencidos de que no existen otras opciones. Pero la realidad más dolorosa de todas, la más rechazada e ignorada y sujeta a nuestra mala fe, es el reconocimiento de que nuestras vidas dependen vitalmente de nosotros para ser constituidas.

Es la creencia de Sartre en que la mala fe se manifiesta cuando actuamos como un ser-en-si en vez de un ser-para-si. Pudiésemos definir el ser-para-si como un ser  humano consciente de su libertad. Esta forma de ser está basada en una conciencia pre-reflexiva, lo cual se puede entender como el estar consciente de uno mismo y las implicaciones de poseer una conciencia. Por otro lado el ser-en-si hace referencia a la naturaleza inanimada de los objetos. Al carecer de conciencia, el ser-en-si jamás podrá ser otra cosa. Es un estado que simplemente es. Cuando nos vemos como un ser-en-si, un humano-objeto, es que caemos en mala fe. En nuestro caso,  son las etiquetas sociales las que permiten nuestra transformación en humano-objeto. El ejemplo más famoso de una persona en-si que da Sartre es el de un mozo en un café. Escribe:

“el mozo de café no puede ser mozo de café desde dentro e inmediatamente, en el sentido en que este tintero es tintero, o el vaso es vaso. No es que no pueda formar juicios reflexivos o conceptos sobre su condición. El sabe bien lo que esta “significa”: la obligación de levantarse a las cinco, de barrer el piso del despacho antes de abrir, de poner en marcha la cafetera, etc. (…) soy en cierto sentido un mozo de café; si no, ¿no podría llamarme igualmente diplomático o periodista? Pero, si lo soy, no puede ser en el modo del ser. Lo soy en el modo de ser lo que no soy.”

La economía y la sociedad nos hacen jugar a ser otro, como el mesonero o el periodista, y tanto es nuestro miedo a nuestro potencial que llegamos a creer que aquello es uno de los factores más importantes de nuestra identidad. Nos tornamos en seres-en-si al reducirnos a lo que la sociedad nos ha denominado. En la era moderna y la actualidad el trabajo representa una gran parte de tu identidad; es un factor socialmente reconocido como influyente y capaz de afectar la percepción de otros hacia ti. Este aferrarse a la profesión, ya seas abogado, doctor o científico ganador del Nobel, constituyen un acto de mala fe. Además, esto no ocurre exclusivamente en relación a lo profesional. También somos víctimas de la mala fe en cuanto a muchos otros aspectos como la religión, la nacionalidad, el género, la sexualidad, los trastornos psicológicos, las creencias políticas o la raza, etc. Cualquier etiqueta capaz de proveerte la ilusión de una identidad absoluta es producto de la mala fe. Para Sartre, nuestra única identidad es la humana individual; un ser radicalmente libre, incapaz de ser categorizado o aislado, salvo a través de la mentira o el engaño.

La posibilidad de reinventarse y asumir nuestra condición para-si siempre está en la mesa. Nadie dice que sea instantáneo, fácil o una cuestión de simplemente quererlo. Es un proceso largo, complicado y difícil, pero posible. No obstante, la gran mayoría de nosotros permanecemos en shock ante el prospecto, justificándonos incluso con las teorías de Freud, quien acusa al “subconsciente” de ser el verdadero maestro de nuestras decisiones y el provocador de nuestros deseos e impulsos y por tanto el responsable de nuestra falta de control sobre nuestra vida. Pero para Sartre esto es una gran mentira, o si acaso, un mecanismo de defensa sofisticado y orgulloso, propiciado por la resistencia a admitir que  no son nuestros impulsos incontrolables, una sociedad injusta o la mala suerte lo que nos ha traído hasta acá, sino que cada uno de nosotros somos los responsables de nuestras vidas. Esto no implica, como bien pudiere malinterpretarse, que Sartre aboga por un darwinismo salvaje o un reproche a los menos afortunados en una sociedad. Existen ciertas realidades tan miserables que ninguna revelación psicológica o decisión puede cambiar o destruir. Sartre se refiere a una persona cuyas necesidades básicas estén cubiertas y tenga el privilegio de indagar en sí mismo y su entorno.

Genética y experiencia

Al ser radicalmente libre, se puede entender a un ser humano no solo por quien es sino también, como señala Sartre, como “todos los “yo” que no es y tiene el potencial de ser”. Sin embargo, la mala fe nos convence que nuestra forma de ser es la única viable de acuerdo a nuestra realidad, rechazando por tanto, todas las otras posibles.  Una objeción a este planteamiento es presentada por algunos neurocientíficos y psicólogos, que aseguran que existen ciertas predisposiciones genéticas capaces de influir en la personalidad y vida de las personas. Pero la ciencia no es exacta y en este ámbito sólo hace referencia a un “mayor potencial” por desarrollar ciertos rasgos personales, hábitos y enfermedades mentales. Y en el caso de rasgos personales, únicamente a comportamientos relativamente ambiguos a la hora de ser expresados como lo son la extraversión, la impulsividad, la vulnerabilidad y  la neurosis.

De acuerdo a un estudio conducido a lo largo de veinte años por la facultad de psicología de Minnesota, se concluyó que el factor más influyente en las personalidades de decenas de gemelos, fueron las experiencias adquiridas de manera individual, sobrepasando considerablemente tanto la crianza en casa como los factores genéticos. Cabe destacar que  el artículo sí reconoce una influencia genética en la personalidad; pero al indagar, cae en cuenta que son matices ambiguos, incapaces de caracterizar de manera concreta la personalidad del individuo. Otros factores, como la experiencia por ejemplo, tendrían una mayor relevancia para la determinación de sus creencias y valores individuales.

Si abordamos desde la raíz el dilema de definir la personalidad, el yo, el espíritu o como queramos denominarlo, entramos en territorio de pura especulación. De esto incluso Sartre es culpable. La personalidad, por más que estemos tentados a entenderla, no puede ser disecada y compartimentada en su totalidad. Poseemos ciertos conceptos psicológicos y psiquiátricos muy útiles a la hora de hacer referencia a ciertos comportamientos y fenómenos. Nos dan una pequeña ilusión de entendimiento. Podemos enfocarnos en un solo aspecto y profundizar eternidades sobre el mismo. Pero no tenemos la capacidad de entender el gran mecanismo de influencias en su totalidad, particularmente porque es siempre cambiante, existiendo en múltiples tiempos, siendo afectado por lo biológico y lo psicológico y aumentando y reduciendo sus influencias de acuerdo a cada momento.  Por tanto, nuestra predisposición genética no es excusa para justificar la inacción. Si nuestra mayor influencia es la experiencia, entonces alineemos nuestra vida para ser influenciados para mejor. Interactuemos, intelectual y personalmente, con personas de ideas provechosas, capaces de hacernos estar más en contacto con nuestra autenticidad.

Lo bueno, lo malo y lo feo

En relación al trauma y cómo éste moldea irracionalmente nuestras experiencias, Sartre no lo trata a profundidad pero no niega que podamos ser influenciados por estos eventos. Sin embargo,  mantiene la posición de que uno puede tener algo de control incluso sobre sus traumas y sus influencias, especialmente a la hora de tratarlos terapéuticamente. Su objetivo al decir esto no es hacernos sentir mal sobre nuestra realidad o culparnos por ella. Existen traumas insuperables; pero incluso el más terrible no debería ser  capaz de adueñarse de nosotros. Tenemos el poder de hacer algo al respecto. Tal vez no erradicar su dolor, pero al menos recordar que al ser libres, ni lo más terrible ni lo más sagrado y revelador, nos define absolutamente. Siempre existiremos más allá de ellos, por encima de sus limitaciones.

A pesar de la dura crítica de Sartre a la mala fe y sus efectos psicológicos, otros la defienden y reconocen su sabiduría, toda vez que nos provee, en cierta medida, un alivio ante el  terror de la libertad sartreana. Pensadores como Alfred Mele y Samuel Guttenplatt alegan que nos permite evadir el shock emocional (ya sea éste causado por el terror de nuestro potencial o un evento traumático) para poder continuar sin rompernos psicológicamente. A veces conviene contemplar  y procesar emociones lentamente y no de golpe y  dejarse llevar y fluir, o estar en el presente o seguir el Tao por un tiempo buscando claridad a nuestros deseos. Es en estos momentos que la mala fe se destaca como un gran protector de la conciencia. No obstante, esta no debe ser, como comúnmente hacemos, abusada hasta el punto de la despersonalización.

Estemos o no de acuerdo con Sartre y su visión del ser humano o su conciencia, vale la pena tomar en cuenta su posición, así sea como un ejercicio hipotético. Asumir por un momento que tenemos el poder de transformar nuestras vidas y otorgarle propósito. Quién sabe, puede ser una gran ayuda para alguien sumido en la confusión; un alguien, que bien pudiera especular, puede ser cualquiera de nosotros.

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