Paradiso, de Lezama Lima, es la fascinante expresión de la hazaña de lograr convertir la imagen en la base y en el principal recurso narrativo de una novela de más de 600 páginas. Una lluvia de imágenes, un proceso torrencial, inacabable, en medio del cual unas se van generando de otras, en un tour de force creativo que no está ahí de gratis, no es un simple juego –aunque es un juego complejo, ciertamente, entre otros aspectos–, no es la gratuidad surrealista, puesto que tras de la preponderancia masiva del significante late el significado, aunque muy lejano, hay que alcanzarlo tras múltiples mediaciones. Un significado que no se entrega fácilmente, es más, como extraordinaria poesía que es, no siempre termina por entregarse, está ahí en sí misma y por sí misma, y ese es su más alto valor expresivo.
Probablemente resulte extraño hablar de poesía. ¿No se trata de una novela, acaso? Pienso que Paradiso logra de una forma asombrosa fundir en un solo texto –creo que no hay ninguno con el que pueda compararse, en cuanto a ese aspecto– la poesía y la novela, en una fusión de géneros inimaginable. Poesía lírica, no épica, pero que es capaz de alimentar una estructura narrativa, aparentemente fragmentaria, pero que, a partir de sus elementos subyacentes, se constituye en una arquitectura articulada y construida con mano firme, hasta lograr convertirse en la catedral lingüística, social, cultural, histórica y política que es.
Cada imagen nos va remitiendo a otra, en una cadena en la cual los elementos van girando, se contaminan y van transformándose, diseñando el móvil universo en el cual asistimos a la novela iniciática del protagonista, José Cemí, a su infancia, su adolescencia y su juventud, al decisivo hecho de la pérdida temprana del padre, tan joven y vital, y al no menos decisivo encuentro con otro de los personajes fundamentales de la obra, Oppiano Licario, testigo de la muerte del coronel, el padre de Cemí, quien, antes de fallecer, le encarga la educación de su hijo. Al final de la novela, junto al cadáver de Licario, Cemí inicia una nueva etapa en relación al mundo, con la famosa frase que cierra el texto, para dejarlo abierto a un proceso infinito, en correspondencia con la indetenible secuencia de imágenes que lo constituyen: “ritmo hesicástico, podemos empezar”.
Fernando Aínsa nos dice que “el paraíso al que alude Lezama es el espacio que se construye con la escritura. Paradiso crea una eternidad: la vivencia de la imagen. La imagen es la ‘realidad absoluta” (1).
Junto a esta visión acerca de lo verbal, está presente también, a lo largo del proceso vital de José Cemí, la sexualidad, el festivo regocijo de lo dionisíaco, lo cual adquiere su punto culminante en el famoso capítulo de un adolescente de fabuloso pene, cuyas hazañas son dignas de los mejores momentos del Decamerón. El erotismo omnipresente, los prodigios sexuales del muchacho, como en los cuentos de Bocaccio, se narran con humor, ingenio y espíritu vital. La maestría de Lezama Lima ha trazado unas páginas memorables, en un crescendo de eventos salvajes y aventuras alegres y benéficas, festivas en el sentido bajtiniano, rabelesiano.
Pero la novela iniciática gira y se dirige hacia otros derroteros, hasta que culmina en el reencuentro con Oppiano Licario, el cual ha cumplido la misión que le encargó el padre moribundo de José Cemí. Lo dionisíaco queda atrás, como expresión vital necesaria, pero no como objetivo final. En la última línea de la novela se dice, como ya he mencionado: “ritmo hesicástico, podemos empezar”, y con ello José Cemí, que ha sido guiado por Licario, ingresa al mundo apolíneo del arte, del tiempo sin límites, del conocimiento a través de las imágenes poéticas, de la sabiduría poética, de la serenidad del ritmo hesicástico, que se proyecta hacia la eternidad, fuera del tiempo, como es aspiración de toda obra de arte.
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Notas
(1) Fernando Aínsa. “Imagen y la posibilidad de la utopía en Paradiso, de Lezama Lima”. En: Revista Iberoamericana, Nº 123-124, abril-septiembre 1983, Pittsburgh, p. 265.