Por MAYLEN SOSA SILVA
Pensar el imaginario petrolero del país es hacer una inmersión en las aguas profundas y turbias de nuestra historia contemporánea. Expresado casi siempre como sueño, aunque las más de las veces como pesadilla, despertamos del falsamente bucólico mundo agrario para desembocar a una modernidad apresurada y veloz motorizada por una fuente de energía que movió el mundo durante la segunda revolución industrial (como señala Jeremy Rifkin), ahora cuando tenemos en el horizonte los perfiles de la tercera.
Con la dulzura leve del romance para decirlo en palabras de Paulette Silva (quien a su vez lo toma de Sarmiento y de Doris Sommer) que hace tragar la crítica, junto al cuestionamiento político y social, encontramos este vasto collage de seres, vicisitudes, lugares, tragedias, rutinas, amores, etcétera, en el que se van desplegando ante nuestros ojos las diversas facetas de este imaginario, conformando un paisaje en el que está siempre presente la riqueza, el caudal de la renta petrolera, y está ahí explícita o implícitamente, de manera evidente o subyacente, porque aun cuando nuestra literatura contemporánea parece a veces ensimismarse y verse el ombligo, ese gesto también es consecuencia, derivación, resultado, de la abundancia y el derroche petrolero, como gesto de negación o resistencia a los valores desarrollistas que atraviesan nuestro país durante casi todo el siglo XX.
Por eso cuando Gustavo Pereira cuestiona los símbolos de la factoría Disney en su poesía (“Esto que recorre el mundo es el Pato Donald / de cuya cola/ cuelgan los imbéciles.” 1999; p. 42) o Montejo interpela la transformación de las ciudades (“Tan altos son los edificios / que ya no se ve nada de mi infancia.” 2005; p. 141) ambos están haciendo poesía de esa realidad que los rodea cotidianamente, realidad forjada a pulso por el Estado rentista, sus dioses, sus mitologías, sus símbolos.
1 Condiciones iniciales para la explotación
En la VI parte de Viejos y nuevos mundos, titulada “Regreso de tres mundos” y que es una suerte de texto de naturaleza autobiográfica, Mariano Picón Salas contará, en referencia a los años 20:
Hasta formas económicas distintas se oponen al quieto estilo agrario, […] Ya se buscaba ansiosamente petróleo en Venezuela; se erigían en la cuenca del Lago de Maracaibo los primeros taladros […] años caóticos, de hacinamiento, riesgo y azar de la industria petrolera (1983; p. 549).
El aún joven escritor sale de su natal Mérida hacia Caracas y puede observar con toda la tragedia que supone para alguien vinculado desde su cuna al trabajo de la tierra, ver la desaparición de ese mundo conocido y cercano que se va a tragar de modo brusco y agresivo la economía del petróleo.
La extrema pobreza del país también la menciona Asdrúbal Baptista Troconiz en el apartado “Venezuela y su mercado” del libro Un esbozo de la historia del pensamiento económico venezolano:
La Venezuela de 1920 es un país misérrimo. Por décadas sin fin su movimiento histórico no ha hecho sino repetir las típicas condiciones del estancamiento pre-capitalista. Ocasionalmente, algún vaivén azariento en los precios de exportación de café o del cacao rompe la monotonía de la tendencia, y altera la certidumbre económica de las pocas familias que participan en el intercambio mercantil. (1985, p. 28)
Un tipo de país dará paso a otro y de esos ritmos lentos de vida, de toda esa pobreza prácticamente general de siembras y cosechas que era Venezuela, el país entrará de lleno en el mercado mundial y la importación de café o cacao pasarán rápidamente a un segundo y marginal plano. Luis Ricardo Dávila lúcidamente profundizará en el asunto en “Petróleo, cultura y sociedad en Venezuela”:
Hacia 1917, el petróleo revienta en las riberas del Lago de Maracaibo, en la región del Zulia, con profecías de abundancia. Muy pronto, en 1926, el nuevo mineral desplazará por vez primera al que hasta aquel momento había sido el principal producto de exportación y, por ende, generador de riqueza: el café. Además, y lo que es más importante, aquella cultura legítimamente agraria, con cuatro siglos de historia, comienza a impregnarse de otra cultura que no tardará mucho en justificarse ante la mirada y las actitudes del hombre venezolano. (2005; p. 3)
Y esta nueva cultura no es otra que una que tiene a Norteamérica como ideal a imitar y no a Francia, o Europa, como había sido hasta ese entonces, y que generará unos cambios veloces en la vida venezolana. Al poseer algo que estaba en el punto de mira de la economía mundial como fuente energética privilegiada, el petróleo, señala Dávila, le abría un camino único a nuestro país para insertarse al mercado mundial:
En su calidad de propietario de un bien precioso para el resto del mundo, la nación logró consolidar sus relaciones con la moderna economía capitalista. De esta manera, se abrían nuevos horizontes para aquella Venezuela tradicional, agraria, atrasada y paupérrima. El país comenzó rápidamente, quizás demasiado rápido, a transformar sus estructuras económicas, sociales y mentales. Las grandes transformaciones estuvieron a la orden del día: el país dejó de ser rural para convertirse en urbano, dejó de exportar productos de la tierra para importar los bienes de la modernidad capitalista; el Estado, por su parte, dejó de ser pobre para convertirse en el omnipotente agente de progreso que ha sido hasta hoy día. Y todo esto ocurrió en un tiempo histórico relativamente corto. Porque 30 ó 40 años en la vida de una sociedad no puede ser considerado más que un breve lapso. (2005; p. 5)
De tal manera que nuestra inserción en el orden capitalista mundial, que se encontraba en su etapa temprana tuvo como referente de excepción un recurso que dormía hasta ese momento en nuestro subsuelo, y gracias al cual dejamos de ser sociedades agrarias y latifundistas para pasar a ser sociedades urbanas, consumistas y capitalistas, por intermediación de un poderoso estado rentista que se abocó al enriquecimiento de algunos así como a la modernización del país, expresada en saneamiento, carreteras, escuelas, hospitales, edificios, así como obras de ingeniería civil costosas y monumentales, tales como la Ciudad Universitaria, los edificios del Silencio, (ambas de Villanueva) en Caracas o el Puente sobre el Lago de Maracaibo.
Para Rodolfo Quintero la aparición del petróleo en el país separará en dos momentos bien delimitados nuestra historia:
a) la época prepetrolera; b) la época de la cultura del petróleo. Entre los rasgos de la primera puede señalarse un pausado progreso tecnológico; ausencia de progreso social; falta de cambios económicos, sociales y culturales de importancia. A la segunda época corresponde un progreso técnico acelerado; pausado progreso social; desintegración de las culturas criollas; frecuentes tensiones y conflictos. (2007; p. 68)
Y es relevante lo que señala Quintero porque vemos que si en la primera época se reseña la ausencia de progreso social, en la segunda se trata de un progreso pausado, y así como se valora el progreso técnico se condena la desintegración de las culturas criollas así como las constantes tensiones y conflictos propias de esta cultura del petróleo.
Javier Lasarte hace referencia a estos cambios, ahondando en los rasgos de la narrativa que emerge en estas fechas, la cual será un testigo privilegiado para tantas transformaciones importantes que estaban ocurriendo en el país, por lo que el proceso modernizador encontrará en el lenguaje realista de un Pocaterra o vanguardista de un Julio Garmendia una expresión plástica adecuada y en consonancia para su expresión:
Más allá de diferencias, la narrativa posterior al modernismo se muestra como una unidad, no sólo por explorar nuevas fórmulas expresivas, sino como activa respuesta a lo que se vivió como cambio irrevocable: el proceso modernizador. La Caracas de los años 20 y 30, que Aquiles Nazoa llamase irónicamente «la París de un piso», conocería a la vez de nuevas formas tecnológicas de la vida social y cultural —la radio o el cinematógrafo—, las manifestaciones callejeras de estudiantes y trabajadores, los efectos dinamizadores de la explotación y comercialización petrolera o la transformación del rostro humano de la ciudad con la incorporación progresiva de nuevos sujetos sociales, entre los que sería cada vez más relevante la figura del inmigrante proveniente de áreas rurales y semirurales, destinado en su mayoría a nutrir la masa de los marginados urbanos. (2019; p. 7)
Para Lasarte esa movilidad humana, no sólo del interior del país, sino también de fuera, sería un rasgo característico de este proceso modernizador, que inaugura nuevas formas de marginación y miseria inéditas hasta ese momento en Venezuela.
El efecto igualador de esta bonanza petrolera, por otra parte, será apuntado por Miguel Ángel Campos en Las novedades del petróleo como uno de los aspectos positivos de esta transformación que genera la aparición del petróleo:
El advenimiento del petróleo operó en lo inmediato como una influencia igualadora, igualdad no de hecho sino como tendencia, funcionó como instrumento expulsor de los últimos resabios nobiliarios. […] La riqueza monetaria creó la ilusión de una democracia de base consumista. (1994; p. 21)
Dos palabras me interesan particularmente de esta cita de Campos, la primera la referencia a una “igualdad” no de hecho sino como tendencia, es decir, como inclinación general, y por otro lado la riqueza monetaria que crea la “ilusión” de una democracia consumista, destacando así el carácter superficial de esta capacidad de consumo del país. Pero también es interesante lo relativo a un proceso que sirvió para terminar de rematar ese antiguo sistema económico latifundista que funcionaba hasta entonces, con sus “grandes cacaos” o terratenientes, así como las masas de pobres campesinos.
Esta cultura que se impone en el país también será señalada lúcidamente por Gustavo Luis Carrera en su insoslayable y pionera obra La novela del petróleo en Venezuela: “El petróleo no sólo transforma las bases económicas y políticas del país, sino que además aporta una “cultura” nueva.” (2005; p. 95) Y específicamente los aspectos relativos a esta cultura nueva son los que iremos viendo desarrollarse en esta literatura estrechamente imbricada a dicho proceso de modificación general.
Si pensamos en estas narraciones sobre los comienzos de la explotación petrolera en Venezuela, vemos que ya se perfilan en ellas aspectos que luego se verán recurrentemente en los relatos posteriores. Por ejemplo las relaciones entre gobierno y empresas extranjeras, la alianza autoridad-empresas ante las exigencias de los trabajadores, que son hombres venidos de todas partes del país, pero también de países aledaños como Trinidad y Colombia, así como la mirada negativa ante el espacio urbano viciado que procrean los poblados petroleros, entre otros.
Varias de estas novelas admiten estudiarlas desde el enunciado escogido por Paulette Silva en su extraordinario texto crítico De médicos, idilios y otras historias (2000) para introducir el tema de su obra, al decir siguiendo a Raymond Carver, “¿De qué hablaban cuando hablaban de amor?”, porque tanto de Elvia, como de Mancha de aceite, Mene, La bella y la fiera, Casas muertas y Oficina Nº 1 podría decirse que:
Una primera lectura podía hacer pensar que eran los sentimientos y el amor los asuntos que preocupaban a los narradores; pero una revisión más detenida indicaba que sus intereses estaban en otra parte: la ciencia, el progreso, las ciudades, los conflictos sociales y políticos, la degeneración o la decadencia. (2000; p. 19)
Y partiendo de esta interrogación, se pregunta la autora “¿De qué hablaban los escritores venezolanos cuando hablaban de amor?” (2000; p. 25), en el caso de Elvia de Daniel Rojas (1912) podríamos señalar que se habla del romance fundacional entre dos jóvenes de origen acomodado y similar, pertenecientes a las mejores familias de Caracas, pero también de ese cambio de orientación respecto al país a imitar, que ya no sería Francia sino Norteamérica. El personaje del padre de Elvia, en su constante ataque a las intenciones de este gobierno respecto a Venezuela, deja clara su posición al respecto desde un principio, ya que no ve con buenos ojos a esa nación.
Se trata de una novela que adolece de una trama sólida, que se queda a medio camino entre narración y discurso político, aunque debemos concordar con Paulette Silva en que las novelas de la época poseen “las intenciones moralizantes, las polarizaciones, las lágrimas o las largas digresiones, es decir, todos los rasgos de las novelas de ese entonces” (2000; p. 41), elementos, por otra parte, también presentes en novelas coetáneas como Peonía o Ídolos rotos, entre otras. Pero en esta ocasión no se evidencia una destreza en el manejo del instrumento verbal, ni tampoco en lo que respecta a la debida orquestación formal de la novela.
No obstante, sobresale el pasaje referido a la subida al Ávila, como escena de costumbres en la que se pueden explorar los modos de vida de la época, la manera como los habitantes se relacionaban tanto en los espacios públicos como en los privados, así como también sus indumentarias y medios de transporte (caballos y tren), lo que siempre resulta sorprendente para profundizar y entender cómo era la vida en esa época de comienzos del siglo XX en Caracas.
El núcleo de la trama lo compone la historia de amor entre Enrique y Elvia, alrededor de la cual se organizan toda una serie de datos relativos al momento histórico; la arquitectura de Caracas, el sistema político, así como también la economía. Obviamente el asunto petrolero emerge, enlazado a una intriga alrededor de los amantes. Enrique recibe una breve esquela anónima donde se le acusa de pretender a Elvia por su dinero, para hacer fortuna a costa de este ventajoso matrimonio.
El joven, abatido, entiende que la gente pueda pensar algo así, porque él sólo posee terrenos de un valor inferior a la fortuna del padre de Elvia. Pero rápidamente este conflicto se resuelve en la novela, porque llega a su casa uno de los empleados de su hacienda con una noticia que lo regocija: “Vengo a decirle que allá en la montaña de El llano he descubierto una gran mina de asfalto, que tiene que ser nuestra por hallarse en la hacienda” (2017; p. 67)
Este descubrimiento en sus tierras supone golpe de suerte, y el joven se plantea entonces las opciones que este hecho suscita: “Bustamante andaba ya ocupándose de explotar la mina, y vacilaba entre hacerlo por cuenta propia o por medio de alguna compañía extranjera de las tantas que ambulan aquí en pos de contratos y negocios del país” (2017; p. 69).
Estas dos posibilidades se le abren al protagonista, porque evidentemente eran las dos vías potenciales para alcanzar riqueza por medio de esa mina de petróleo. Bien lo apuntará Luis Ricardo Dávila: “Nuestros tesoros yacen en el fondo de la tierra porque no hay capitales para sacarlos a la superficie” (2005, p. 8). Este es el contexto en el que se comienzan a entregar las primeras concesiones petroleras en Venezuela, que de pertenecer a nacionales pasan rápidamente a manos de extranjeros, como hará Enrique al vender su mina a Mr. Smith.
De manera casual, dando un paseo por El Calvario, famoso punto en el que terminaba la ciudad de Caracas para esos años (ahora está en el centro, deslucido y evidenciando años de antigüedad y abandono) se tropieza con un norteamericano que había conocido fuera de Venezuela y entabla conversación con él. “Míster Smith se mostraba anheloso de conocer las tradiciones arqueológicas, los productos naturales y las riquezas principales de la nación” (2017; p. 69). Desde esta conversa incipiente, se dirigen hacia el punto al que seguramente el norteamericano deseaba llegar desde el principio, pero al que aviesamente se va acercando de modo paulatino, en cierta forma casual, como sin premeditación. “¡Calla! —dijo Míster Smith— ahora recuerdo que usted es el dueño de la mina de asfalto recién descubierta” (2017; p. 70). Al desembocar en este hecho crucial y determinante del diálogo ya el lector sabe hacia dónde se encamina la trama, que es a la oferta del extranjero para comprarle la mina.
El padre de Elvia, que desde el comienzo de la novela se revela como un antinorteamericano furibundo, no obstante considera buena la oferta que recibe Enrique:
Mister Smith propuso a Bustamante comprarle la mina por ciento cincuenta mil pesos al contado y el veinticinco por ciento del producto líquido. Don Roberto encontró la oferta muy aceptable, hasta por no existir en el país dinero ni vías de comunicación regulares para explotar nuestras riquezas espontáneas, y por vivir pendientes como ahora, de que los movimientos revolucionarios detengan o arruinen las empresas criollas, lo cual da al extranjero dobles derechos y ventajas. (2017; p. 71)
Esta cita nos proporciona información valiosa sobre las condiciones del país para esos años en los que transcurre la novela, ya que se plantea que no teníamos ni el capital ni las vías de comunicación necesarias para realizar esta explotación y por otro lado la inestabilidad política tampoco era de mucha ayuda para desarrollar una empresa nacional. Obviamente estas razones pesaban para que se prefirieran las concesiones a empresas extranjeras por encima de la explotación nacional.
Para el gomecismo fue muy claro desde un primer momento, la importancia que el petróleo iba a tener para la economía del país, así lo destaca Luis Ricardo Dávila:
A partir de 1917 se va a hacer evidente, para quienes dirigen el Estado, el particular interés que la nueva materia prima tenía para el mundo industrializado. “El asunto petrolero es de lo más importante actualmente en el mundo”, le informa un cercano colaborador al general Gómez en 1920. El petróleo se convertirá en el futuro inmediato en fuente de ingreso para la nación venezolana. (2005; p. 4)
De la misma manera apuntará Picón Salas, junto a la condena del petróleo, la importancia de éste para sostener y apoyar el gobierno del dictador: “Mas el diabólico negocio del petróleo iba a fortalecer al duro y tosco pastor que dominaba en la Venezuela de 1920, y [que] se llamaba Juan Vicente Gómez” (1983; p. 551).
De tal forma que es en la década del 20 cuando el cultivo de la tierra va a pasar a convertirse en una actividad residual (según las categorías de Raymond Williams) dentro de la economía del país, (luego de haber sido durante la colonia y en el primer siglo de la república la actividad económica hegemónica) para dar paso al nuevo combustible emergente que arrasa aceleradamente con el mundo asociado al trabajo agrícola, y que viene junto a una forma de vida expresada como cultura del petróleo, como actividad económica central y estilo de vida nuevo.
2 El país como ámbito para el despojo
Cubagua (1929) de Enrique Bernardo Núñez explorará a través de su novedosa mezcla de tiempos y personajes, el tejido histórico que posee la isla, y en ella, el personaje de Leiziaga sueña con esa prosperidad petrolera que le podría permitir dejar Venezuela e irse a disfrutar de la vida en Europa: “De una vez podría realizar su gran sueño. En breve la isleta estaría llena de gente arrastrada por la magia del aceite. Factorías, torres, grúas enormes, taladros y depósitos grises: “Standard Oil Co. 503”. (1972; p. 41) En el territorio sin tiempo de la isla veremos emerger las distintas riquezas, primero las perlas que enloquecieron de codicia a los conquistadores, ahora la ilusión petrolera.
En la misma línea de los sueños de Leiziaga está El señor Rasvel (1934) de Miguel Toro Ramírez, aunque Rasvel se las ingenia para conseguir hacer dinero a través de los extranjeros e irse a Europa con una de sus queridas. Y su caso no es más que uno más de los muchos que aspiraban y lograron obtener beneficios de esta explotación.
Se trata de una obra satírica, burlona, en la que los personajes resultan caricaturescos, intencionalmente exagerados en sus líneas. Aquí se desplegará ante nuestra vista el entramado de subalternos, de secundarios que siendo venezolanos, se asocian con el extranjero para su propio beneficio. “Ellos tienen muchos millones. Juegan con el petróleo venezolano porque siempre ganan. Todos juegan y ninguno pierde.” (2019; p. 217) Aunque los personajes no ostentan una particular veracidad, en cambio lo que se cuenta si posee carne de realidad, resulta de una verosimilitud total. En personajes como Rasvel podemos reconocer a la caterva de seres que desde sus comienzos han minado la historia del país, actuando siempre pensando en su beneficio personal y en desmedro del país y del resto de sus pobladores. Bien lo expresará Rasvel al decir: “Esta tierra es más o menos como una vaca y la leche no nos cuesta nada. Era un venezolano rancio, pero sin idea de patria” (2019; p. 218).
Volviendo los ojos al pasado, Miguel Ángel Campos cita a Uslar Pietri para enfatizar que casi toda la historia de Venezuela antes del petróleo es de pobreza, pero que luego de las guerras de independencia esta pobreza será aún mayor,
Y este país miserable es el que se reparten los hombres de la Independencia, salvo dignísimas excepciones, sujetos torvos sedientos de mando y altamente preparados para ejercer la humillación y el robo. (1994; p. 23)
De esta tradición de sujetos torvos sedientos de mando, y especialmente preparados para ejercer el robo y el pillaje, derivan estos otros seres de la época petrolera, que como el personaje de Rasvel, ven al país como una vaca de la que robar impunemente una leche que no les cuesta nada, sin idea alguna de patria o de honor. Recalcará Campos como de esos fundadores del estado venezolano se derivan las prácticas que suponen la patria como un botín a cobrar por los servicios prestados:
Ese verdadero educador es el Estado y sus iniciales formuladores, los redentores que se apropian la patria como botín, los constructores de nuestro orden civil republicano. A los Páez suceden los Antonio Leocadio Guzmán, al cacique con su caballo, sucede la “camioneta del gobierno”, símbolo del nuevo gamonal de la ciudad. (1994; p. 23)
De una época a otra, los mismos roles y funciones se van a ir ejerciendo por diferentes personas, y en diferentes escenarios nacionales, donde se repiten una y otra vez como en un martirio tantálico los mismos gestos de rapiña y corrupción.
En Los Riberas (1957), única novela escrita por el más conocido como ensayista Mario Briceño Iragorry, observaremos un enfoque novedoso de la cuestión petrolera, aunque entronca con facilidad con lo antes planteado, en el sentido de que los protagonistas forman parte de una familia afín al gobierno de Juan Vicente Gómez, por lo que se beneficia a manos llenas de las concesiones petroleras. Pero permite ver una óptica diferente de este personaje de la política venezolana, no tan cargado por las tintas oscuras de Blanco Fombona. Se nos muestra así a un hombre del campo metido a las arenas de la política y que conservará sus hábitos de labriego hasta el fin de sus días.
Pero también se muestran los negocios por medio de los cuales se enriquecen los allegados a Gómez, a través de las concesiones otorgadas a empresas extranjeras. El relato comienza en 1918, dentro de una familia de comerciantes y empresarios andinos, oriundos de Mérida, sumamente ilustrativo será el trayecto del hijo mayor de la familia, Alfonso, de su tierra natal hacia la capital, para reunirse con el resto de su familia, por todos los detalles que proporciona acerca de los modos de desplazamiento para la época, primero en caballo, luego en tren, después en barco. Así también son interesantes los diferentes paisajes que atraviesa, las ciudades, los lugares de paso, la gente que frecuenta durante el largo recorrido, al igual que los diálogos y diversos puntos de vista sobre el país y sus problemas.
Una vez en Caracas, su padre, Vicente, cercano al círculo de amistades del dictador, lo introduce en el mundo comercial y empresarial caraqueño, gracias al que muy velozmente hace riqueza. Así como lo afirma también Miguel Ángel Campos en su ensayo, lo expresará Briceño Iragorry,
Los mejores aliados de las poderosas empresas internacionales eran los criollos empeñados en hacerse pagar su entreguismo. […] es absurda la conducta de quienes festejan con la boca a Bolívar, a Páez y a la República, mientras hipotecan su libertad económica a los consorcios forasteros y entregan su propio porvenir político a la tutela de las absorbentes potencias. (1983; p. 369).
Con motivo del festejo de los 100 años de la batalla de Carabobo, el 21 de junio de 1921, el autor expresa su crítica respecto a esos venezolanos que por un lado dicen querer al país y sus símbolos y por otro lado se enriquecen hipotecándolo: “Bolívar y la Patria poco han valido cuando colinden con ellos los intereses de la sórdida clase empeñada en enriquecerse y en gozar de la impunidad garantizada por su daltonismo moral” (1983; p. 370).
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