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Para la memoria de una amistad

Cuando Rafael Cadenas recibió el Premio Feria Internacional del Libro de Guadalajara (2009), Papel Literario publicó este homenaje que Manuel Caballero leyó en el VI Coloquio de Literatura Latinoamericana, organizado por el Ateneo de Valencia (2000). El reciente otorgamiento a Cadenas del Premio Reina Sofía de Poesía nos impone volver a publicarlo

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Lo que voy a leerles a continuación no es nada que se pueda considerar una “ponencia”, como se suelen presentar en eventos de este tipo, con una tesis que plantear en una introducción, varias partes y una conclusión para demostrarla, con notas al pie y una bibliografía de preferencia en varios idiomas. No: lo que me propongo es mucho más simple. Se trata de señalar algunas piedras miliares de una amistad cuyo inicio se remonta a unos sesenta años atrás. Quiero decir que Rafael Cadenas acaso sea el único de mis amigos de infancia que continúo frecuentando, o como él mismo lo dijo alguna vez, si estudiamos juntos en la escuela primaria, en el liceo y en la universidad, caímos presos juntos, nos echaron de Venezuela al mismo tiempo, fundamos juntos el grupo Tabla Redonda, hemos sido profesores en la misma facultad, lo único que nos faltó fue haber nacido en la misma casa y del mismo vientre.

Pero no pienso fastidiarlos con el detalle de una amistad, porque dificulto que haya una sola persona en este auditorio que no haya conocido, tratado, intimado y se haya solidarizado con un amigo hacia el cual guarde la misma fidelidad, el mismo inconmovible afecto. Estoy consciente de que he sido invitado aquí menos para hablar de mi amigo que del poeta Rafael Cadenas.

Vengo entonces a hacer trabajar mi memoria (que Rafael suele considerar elefantiásica) para recordar dónde y cómo ha vivido y actuado a través de los años el poeta Cadenas. Vengo a hacer trabajar mi memoria, pues, y esto me faltó decir al principio, no he utilizado fichas ni apuntes como se debe en una ponencia digna de tal nombre.

El niño poeta

Comencemos entonces por el comienzo. Conocí al poeta Rafael Cadenas en 1942. Quiero decir, para utilizar el lenguaje de la época (que era la de la Segunda Guerra Mundial), que ambos habíamos sido enviados a un horrendo campo de concentración que nos hacía vivir en carne propia la crueldad de los nazis. Dicho de otra manera, que nos habían condenado a los absurdos trabajos forzados a que en este perro mundo se condena a los niños por el solo delito de cumplir siete años: nos enviaron a la escuela. La nuestra era, además, la peor escuela de Barquisimeto. Entre sus barrotes, su látigos y sus perros cazadores conocí también a Salvador Garmendia. Cuando digo que se trataba de la peor escuela de Barquisimeto, no se tome esto como ensañamiento con esa pobre escuelita: es que no existe en todo el universo mundo una sola escuela que sea buena, y ni siquiera mala: todas son peores. Mi escuela se llamaba, Uds. lo han adivinado, “Bolívar”, y de allí proviene mi santa detestación por todo lo bolivariano.

Rafael y yo teníamos algunas cosas en común y otras que nos separaban. Comencemos por estas últimas: yo era pequeño y esmirriado, con una cabezota que mis padres se empeñaban en pelarme al rape, lo que la hacía el blanco preferido de los coscorrones de mis delincuentes juveniles de condiscípulos. Rafael era grandote y musculoso. Entre las cosas comunes que teníamos, era que ambos éramos “la sopa” de nuestros compañeros de aquella infantil cárcel: a mí me “caciqueaban” de lo lindo, y con Rafael hacían otro tanto; pero con una diferencia: yo era víctima porque no me quedaba más remedio dadas mis escuálidas dimensiones; Rafael porque se negaba a hacer uso de su fuerza.

Ambos éramos, además, los escogidos para hablar en los actos culturales del Día de la Raza, de la Independencia y esas cosas. Yo lo hacía con mucho gusto, Rafael llevado a rastras por los maestros. Un doce de octubre se me reveló a mí y a toda la escuela no una faz de Cadenas, sino la única que ha tenido desde que comenzó a hablar: se nos reveló como poeta. Ese día, yo hube de pronunciar el habitual discurso donde la única originalidad era que yo también hacía mi descubrimiento: que el año en que Rodrigo de Triana gritó “¡tierra!” y el que estábamos celebrándolo tenían las mismas cifras: 1492-1942.

Después fue anunciado Rafael Cadenas para leer un poema, como se dice, “de su propia cosecha”. Por supuesto que no recuerdo nada de unos versos que oí distraído: solo que hizo rimar “misterios” con “cementerios”, por lo que deduzco que fuese un poema gótico. Pero a partir de ese punto y momento, la actitud de los otros muchachos hacia Rafael cambió : lo dejaron tranquilo y hasta lo respetaban, lo que hizo que yo tuviese que aguantar sin compartir con nadie las crueldades de los otros niños. ¿Era que la poesía los había aplacado, como la música a las fieras? Nada de eso: es que ese mismo día, y en otro escenario, Rafael había conectado un jonrón convirtiéndose desde entonces en el cuarto bate titular del equipo de la escuela.

No es mucho más lo que yo pueda decirles del niño-poeta que ya empezaba a jugar y a sufrir con las palabras. Fue Rafael Cordero, que, aunque más joven que yo, lo conoce también desde entonces, quien recordó un madrigal escrito por Rafael en aquellos años:

“Mi corazón será como una rosa

que una pareja abandonó en un parque”.

En 1946, ya ambos en el liceo, por esas razones de organización que nos ponían en aulas y secciones diferentes, estuvimos algún tiempo sin vernos, o muy poco. Pero no era solo por esa separación administrativa: Rafael dedicaba sus horas libres a pasearse por las asoleadas calles de Barquisimeto en compañía de Salvador Garmendia, unos pocos años mayor que él, quien le prestaba libros y le hablaba sobre ellos. Porque cuatro de los años que nosotros habíamos desperdiciado en la escuela, Salvador los había pasado postrado en una cama por la tuberculosis, leyendo y haciéndose leer por su hermano Herman, una biblioteca entera.

En esos años, conocen a una señora que tuvo una gran significación en el desarrollo cultural de Barquisimeto: Casta J. Riera. Tenía una academia comercial, la “Mosquera Suárez”, que pese a su nombre y a su árida intención pedagógica, se convirtió en un pequeño ateneo en aquel poblachón que Guzmán Blanco había definido medio siglo antes como “una ciudad de pulperos enfranelados”: allí se pronunciaban conferencias, se escuchaban conciertos y colmo del sacrificio en aquel terreno cultural baldío, se publicaban libros: allí se imprimió la ópera prima de Alí Lameda, la de Elisio Jiménez Sierra, la de Salvador Garmendia y la de Rafael Cadenas.

La plaquette de Cadenas tenía un título muy simple, que ya parecía anunciar lo que sería una constante en su labor poética: el ahorro en las palabras. Se llamaba Cantos iniciales, y de ellos no conserva un ejemplar ni siquiera el propio poeta. Cuando hace algunos años, y contra sus protestas, lo desempolvé para escribir un artículo en la prensa, me serví de una fotocopia obtenida en la Biblioteca Nacional gracias a Dios y a la obligación de depósito legal. Escribí entonces lo siguiente, treinta años después de su publicación:

“en una prosa que mucho ha andado desde entonces, lo constata Salvador Garmendia en las parcas líneas del prólogo… ‘para este poeta de los Cantos iniciales, la poesía es vocación y norma de vida. Su juventud (apenas data de 1930) es siempre un fecundo reverdecer de poesía, lograda en trance de la más estrecha comunión interior…’”.

Escrito con las torpezas y banalidades, con los poncifs del escritor primerizo, como lo era también él entonces, Salvador Garmendia se revela allí profético sin haberlo pretendido siquiera. Podría haber escrito esas palabras en 1972, porque continúan siendo exactamente definidoras de la actitud de Rafael Cadenas, de su compenetración absoluta con la materia poética. Esa batalla implacable contra el ego, que hoy consume sus mejores energías, es tanto más desoladora cuanto absolutamente inútil: pocas veces, si ninguna, hemos conocido alguien en quien sean tan inseparables vida privada y vida poética.

“A los 15 años, Rafael Cadenas parecía llevar ya como hábito lo que hoy le señalan como inseparable característica críticos y simples lectores: la rigurosa austeridad de sus medios expresivos”.

“Cadenas nunca será un poeta torrencial, y la corta edad del Garmendia prologuista no halla otro símil que el muy manoseado del ‘manantial de agua fresca, limpia, que corre y se derrama fluidamente sin asperezas ni tumbos’. Esa frescura, sin embargo, era más la de la casa umbría a donde se llegaba después de haber atravesado a pleno sol aquellas calles blancas y derechas, sin un árbol y con los aleros estrechos. Casa imponente, como silenciosa y, ya señorial:

“Mi casa está sola
la dejamos un día entre lastimosas
despedidas de madre
tocamos y nadie contesta,
mi casa está sola, nuestra casa hermano,
está sola
y ni sé qué habrá quedado allá
adentro”.

De paso, Cadenas revelaba que su escritura poética era, desde tan temprano, más que una simple insolación erótica: ya seguía los consejos de Rilke, evitando –no siempre, desde luego: ¡son quince años!– escribir poemas de amor. Ya presentía la soledad del artista:

“Esta noche mi corazón
–que es un corazón–
está solitario,
solo el ruido del viento
–mocetón nocturno–
entre los árboles dormidos.
En mi recinto, libros abiertos,
una flor desgarrada
y mi corazón, que es un corazón,
está solitario”.

Estos textos tienen más de medio siglo. La madurez poética, ¿no parecía traerla consigo desde aquellos versos de la recién estrenada pubertad?”.

Ese libro primogénito de Rafael Cadenas produjo lo que no es demasiado hiperbólico considerar un pequeño terremoto literario: Carlos Augusto León leyó esos poemas, se dio cuenta de que había allí un poeta excepcional, y con un texto introductorio, lo hizo publicar en el Papel Literario de El Nacional. Es decir, que aquello a lo que todos los emborronacuartillas de provincia aspirábamos acceder alguna vez, acaso en nuestra madurez o en edad provecta, ser publicados en El Nacional, Rafael Cadenas lo lograba a los quince años.

El “camarada Ríos”

Un hecho histórico vino a estrechar una vez más nuestra amistad: el 24 de noviembre de 1948 es derrocado el gobierno de Rómulo Gallegos. Entonces Rafael y yo comenzamos a vernos casi a diario no solo en las aulas del liceo, sino en reuniones clandestinas, en manifestaciones contra la dictadura y, por supuesto, en algunos, por nuestra juventud, breves períodos de cárcel. Porque por ese entonces ya Rafael había ingresado a la Juventud Comunista y había cambiado de nombre por un seudónimo fluminense: se llamaba “el camarada Ríos”. Sobre su actividad en esos años, bromeaba mucho después Salvador Garmendia: “Aquello tenía que fracasar, me decía: imagínate que yo era el secretario general de la organización juvenil comunista en Lara, Cayetano Ramírez [un periodista valenciano que era uno de los hombres más desordenados que yo haya conocido] llegó a ser secretario de organización y Rafael Cadenas era …¡secretario de agitación y propaganda!”. Ahora, para todo el mundo, Rafael Cadenas era un dirigente político y pese a que todos reconocíamos su erudición literaria y su insaciable tragalibrismo, se tendía a olvidar que era sobre todo poeta. Pero lo volvieron a recordar una vez, con motivo de una especie de Juegos Florales (sin flores) que se hicieron en el liceo para celebrar la elección de la “novia” (porque nuestro republicanismo jacobino nos hacía rechazar lo de “reina”) de los estudiantes. Los poemas debían enviarse con seudónimo, y la recompensa eran las obras completas de Rómulo Gallegos. El concurso lo ganó un soneto que comenzaba así:

“Es tu trono de miel y fantasía
irónica sonrisa graciosa
por el remedo de la monarquía
tu boca frágil y pequeña esboza”.

Cuando se abrieron las plicas, se supo que el autor de aquel soneto entre enternecido, irónico y con perdón, algo cursi, era Rafael Cadenas, lo que no dejó de provocar calladas protestas de los derrotados: “¡Pero si ese es un profesional!”. Era la misma protesta que, años antes, provocaba entre sus adversarios en el béisbol: ¡aquel bateador grandote tenía que ser seguramente un “coleado” de las ligas juveniles en un equipo infantil!

Ya nos habían expulsado cinco o seis veces del liceo por revoltosos, y a la última, el director, para salvarnos el año, nos dio boleta de retiro y el Gobernador del Estado nos expulsó del territorio larense. El único director que, en toda Venezuela, consintió en recibirnos fue Enrique Vásquez Fermín, del liceo “Pedro Gual” de Valencia. Allí terminamos nuestro quinto año, por primera vez en nuestra vida con unos notones, y conocimos a Manuel Matute, a Enrique Izaguirre, a Gert Kummerov y Rodríguez U.

Un furibundo “tomista”

Al ingresar a la Universidad, nos mudamos a la misma pensión, de doña Julia Zajía, en el número 26 entre las esquinas de Pelota a Abanico. Pagábamos doscientos bolívares mensuales por techo, las tres comidas y ropa limpia. Aquella pestilente zahurda fue bautizada por algunos chuscos como la “Pensión caraota”, pues era ese el plato único. Sin embargo, allí se reunía el Comité de Huelga universitario integrado por Luis Herrera Campins, Héctor Rodríguez Bauza, Manuel Alfredo Rodríguez y José Vicente Rangel. Allí se decide nombrar un grupo de doce personas (que al final fueron trece, porque se coló uno), para “tomar” la sede de la UCV en San Francisco como protesta contra el gobierno. Estaba integrado, entre otros, por Guillermo Sucre, Eleazar Díaz Rangel, Juan Zeiden, Pedro César Izquiel, Ismael Rodríguez Salazar (este era el “coleado”) y lo comandábamos Rafael Cadenas y yo. Cumplimos nuestro cometido y fuimos presos. De modo que ese Rafael Cadenas que uds. están viendo ahora, sereno y taciturno, fue en 1952 un vociferante “tomista”, solo que no “apoyado por”, sino “en contra” del gobierno.

Después de seis meses de cárcel, el exilio nos separó: yo me fui a Francia y Rafael a Trinidad. Durante seis años, pese a que ni él ni yo somos de esos grafómanos que escriben cartas a diario y a todo el mundo, sostuvimos una correspondencia bastante frecuente. Esos años allí, pese a las penurias, a las estrecheces del exilio, fueron para Rafael un período de gran paz y relativa felicidad. Eso se puede inferir del hecho de que al evocarla, no hay ninguna pena ni resentimiento, sino un deslumbramiento por aquella isla caribeña:

“Isla, deleitable antífona
Horma de los cuatro puntos
Asilo de los vientos sin paz”,

la llama en una de las más bellas páginas de Los cuadernos del destierro que, también, estoy citando de memoria.

Después de la caída de la dictadura, volvimos a encontrarnos y en los próximos años, participamos en la efervescente política de entonces. Fueron años muy duros: con nuestras carreras universitarias truncas, sin trabajo, y en general, sujetos a los vaivenes de una depresión psicológica que en Rafael, con su sensibilidad de poeta, llegó a ser muy profunda, casi patológica.

El caballero de la Tabla Redonda

Con todo, comenzamos a darnos cuenta de que nuestra vida no iba a ser la de una pelea por el poder, que es el centro de toda política, sino el de un combate con las palabras, que es el de toda escritura. Fundamos entonces el grupo Tabla Redonda, junto con Jesús Sanoja Hernández, Arnaldo Acosta Bello, Darío Lancini, Jesús Enrique Guédez, Ligia Olivieri, Jacobo Borges… Nuestra primera hazaña, luego de publicar una revista, fue editar un poemario de Rafael, Los cuadernos del destierro. Aquí es necesario precisar algo. Cuando digo “editamos” en vez de decir “Rafael publicó” es porque aquello se atiene más a la verdad. Rafael trajo unos manuscritos que todavía no parecía haber ordenado como un solo texto continuo. No le sugerimos que lo publicara: de hecho se lo impusimos, y publicamos su parte inicial en el primer número de la revista, con una extraordinaria ilustración de Ligia Olivieri, que ponía en líneas de limpio trazo la imagen de “un rey [que] como en exilio se fastidia”.

Cuando esos manuscritos se convirtieron en un libro, Rafael quería, con su sencillez característica, que se llamase Cuaderno de un desterrado. Me opuse con toda la energía de que soy capaz, y le hice ver que así se iba a parecer a unos de esos héroes y mártires de la dictadura que en esos días se mostraban en todos los periódicos. Rafael terminó por aceptar el título que le propuse, Los cuadernos del destierro. El cual podía parecer un tanto presuntuoso, como modesto era el que el propio Rafael le había dado.

Pero creo, y pienso que todo el mundo cree hoy, que la apuesta se reveló ganadora, y ese libro es uno de los clásicos de nuestra lengua. Como dice Ana Nuño en su prólogo a la antología española de la poesía de Rafael, todo venezolano culto conoce de memoria las frases iniciales de ese poema:

“Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor. Pero mi raza era de distinto linaje. Escrito está y lo saben –o lo suponen– quienes se ocupan de leer los signos no expresamente manifestados que su austeridad tenía carácter proverbial. Era dable advertirla, hurgando un poco la historia de los derrumbes humanos, en los portones de sus casas, en sus trajes, en sus vocablos. De ella me viene el gusto por las alcobas sombrías, las puertas a medio cerrar, los muebles primorosamente labrados, los sótanos guarnecidos, las cuevas fatigantes, los naipes donde un rey como en exilio se fastidia”.

De este conocidísimo texto, solo quiero retener una frase, tal vez siempre inadvertida, pero que ha sido el tema de largas conversaciones nuestras. Lo que Rafael llama allí “la historia de los derrumbes humanos” es, en otras palabras, la historia de las grandes –y pequeñas– civilizaciones. Está presente allí lo que Hegel decía advertir en sus Lecciones sobre la filosofìa de la historia: que al estudiar la historia de los pueblos, se sentía como paseando en un inmenso panteón, en un monumental cementerio, en un parque de ruinas. Es el horror por la historia, el mismo que Juan Liscano confesaba sentir.

Esta no es, ni mucho menos, una conjetura o especulación semi-filosófica: quiero recordar lo que dije al principio, que este es un trabajo menos interpretativo que descriptivo. Es que ese horror por la historia que está presente ya al inicio de Los cuadernos del destierro, se manifestó más abierto en esos mismos años en uno de sus poemas más famosos y emblemáticos.

“Derrota” que es por una parte una confesión de la debilidad individual frente al peso arrollador de la historia; pero que es también una fiera asunción del peso de la voluntad y sobre todo de la conciencia individual frente a la ceguera colectiva. Podemos ver como una secuencia, en el final de ambos textos (Los cuadernos… y “ Derrota”). En el primero, el poeta cierra de esta manera:

“No puedo predecir lo que vendrá. Enredado en los hilos como un personaje mal llevado por su autor, esperaré el advenimiento de mi libertad, sentado sobre un cofre de cartón, en el extremo menos iluminado de la escena”.

Pero en “Derrota”, Rafael aclara que esa actitud suya no es de abulia, de desesperanza resignada e inútil. No: parte del reconocimiento de la debilidad, de la derrota personal ante la historia, para escarnecer la incomprendida derrota de todo el mundo, del invidente colectivo: “me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final”.

Sigamos con nuestra memoria, que llegará hasta el momento en que la de Rafael Cadenas deje de ser individual para transformarse en memoria colectiva. Un día, a finales de 1966 o acaso a principios del 67, yo vivía en un cuchitril sobre la Avenida Miguel Ángel de Colinas de Bello Monte. Rafael me visitó allí; no traía un manuscrito, sino las pruebas de página de un libro: era Falsas maniobras.

Confieso que esta vez me desconcerté: no era por supuesto un lenguaje extraño a quien hubiera venido siguiendo el de Cadenas desde los lejanos tiempos de Cantos iniciales.

Por otra parte, yo sabía muy bien que “Mi pequeño gimnasio” no era una pura criatura de su imaginación, porque ese pequeño gimnasio yo lo había conocido y me había burlado de él en su apartamento de San Bernardino. Pero sí había un desfase –preferimos llamarlo así, y no ruptura–con el lenguaje de Los cuadernos del destierro, donde dejaba entrar el mundo que le asaltaba los ojos:

“Mi frente que se enferma con los ojos de los

ciegos…
Calles zumbantes.

Civiles multicolores.
Dominio del verde.
El rostro de un verdugo en la taza de té.
Aves, aves, aves celéreas, breves, intonsas”.

En Falsas maniobras, y otra vez desde la negación y la aparente derrota, Rafael recupera el dominio de sus ojos . Como lo dirá más tarde, en una de sus Anotaciones:

“Deja que los ojos
se recuperen de ti.
La única doctrina de los ojos
es ver.
El que enseñó a leer a los ojos
borró el paraíso.

El dueño tiene miedo.
Los ojos solo tienen realidad.

Qué pretensión: darles lecciones a los ojos,
maestros”.

Repito, confieso que con Falsas maniobras me sentí desconcertado. Y buscando una nueva victoria, la misma que creía haber obtenido con Los cuadernos del destierro, me opuse también con terquedad al título que me parecía falso, sin darme cuenta de que era eso lo que se proponía el poeta. Gracias a Dios (al dios de los poetas) esta vez Rafael no me hizo el menor caso, y siguió adelante con su título y su magistral libro.

La travesía del desierto

Quiero ir finalizando, porque ya estamos entrando en el terreno en que Rafael se convierte, del conocido y amigos de unos pocos, en el conocido de todo el mundo de la cultura, en Venezuela y fuera de ella. Pero debo decir que con Falsas maniobras no terminó lo que se podría llamar su travesía del desierto en el mundo de la cultura.

Rafael publicó varios libros más, y aunque todo el mundo sabía que lo merecía, se le escamoteaba, si no negaba, el reconocimiento público. Rafael no lo buscaba ni lo necesitaba, pero eso hacía rabiar mortalmente a quienes sabíamos cuánta injusticia y acaso cuánta mezquindad podía esconderse en esa actitud, cuánta mezquindad podía estar detrás de lo que, en el colmo del furor, nuestro amigo Arnaldo Acosta Bello llegó a llamar “el caso Cadenas”.

Pero Labor omnia vincit, diremos para no ahorrarnos el latinajo. Rafael siguió escribiendo, publicando más en pequeñas que grandes editoriales libros que se agotaban al momento, entre ellos uno de los más exitosos y que confieso que nunca me ha convencido del todo, y sobre el cual hemos tenido ambos largas discusiones: En torno al lenguaje.

A partir de entonces, las cosas comenzaron a cambiar. Desde su atiborrado apartamento de La Boyera, rodeado de nietos, perros y gatos, Rafael ha comenzado a cosechar los frutos de su infatigable trabajo. Rafael comenzó entonces a recibir esos reconocimientos que merecía desde hace mucho tiempo: el Premio Nacional de Literatura, el Premio Internacional “Pérez Bonalde” de Poesía, el doctorado Honoris Causa de la Universidad Central y la de los Andes y la beca Guggenheim.

Sobre todo, su obra comienza a difundirse y a celebrarse más allá de nuestras fronteras: la más grande editorial de América Latina, el Fondo de Cultura Económica, ha publicado su Obra entera (por cierto, pifia dentro del acierto, con una horrenda portada de acto cultural provinciano) y la editorial Visor de España, una antología suya que ha tenido también gran acogida.

Es decir, el Rafael Cadenas de quien Patricio Lerzundi, profesor de Literatura Latinomericana y director de la Escuela de Periodismo del Lehman College de Nueva York, ha escrito estas líneas con la cuales quiero cerrar estas notas para la memoria de una amistad. Lerzundi dice que buscó durante varios años encontrarse con Rafael Cadenas, porque:

“Quería decirle que Octavio Paz sentía una enorme admiración por su poesía, y que es considerado uno de los escritores más notables de hoy por poetas como Eugenio Yevtushenko, Heberto Padilla y Nicanor Parra. Justamente, en viaje que realicé a Chile en enero [del 99], Nicanor, de ya casi 84 años, recordando sus cursos en Nueva York, recitaba de memoria poemas de Rafael”.

Puedo agregar a lo de Lerzundi que una vez en Nueva York, cuando fui invitado por el Instituto Cervantes en compañía del propio Rafael, Román Chalbaud y Ana Teresa Torres, me encontré en el lobby del hotel con Álvaro Mutis, quien me dijo que tenía los de Rafael Cadenas como libros de cabecera.

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