Por MARÍA RAMÍREZ DELGADO (1)
Thomas de Quincey fue ese escritor que durante años Jorge Luis Borges confundió con la literatura y es el autor de Los últimos días de Immanuel Kant, texto que cuenta los años finales de la vida del autor de La metafísica de las costumbres.
El texto (¿novela, crónica, ficción documental?) fue publicado por primera vez en el Blackwood’s Magazine en 1827, 23 años después de la muerte del filósofo. Es uno de los escritos más conocidos y comentados del inglés e, incluso, en 1993 fue adaptado al cine por Phillippe Collin en una fascinante versión en blanco y negro que puede verse en YouTube.
Hoy, a propósito del tricentenario de Kant, es oportuno volver a leerlo. Se basa en los relatos y biografías escritas por los alumnos de Kant, en particular del teólogo Ehrenboth Wasianski, quien además fue el copista, albacea, administrador y cuidador de la casa de su anciano profesor y que llevó un recuento de esa época junto a su maestro. De Quincey también tomó fragmentos del trabajo sobre Kant realizado por Friedrich Theodor Rink, trozos de la biografía de Reinhold Bernhard Jachmann que fue expresamente escrita a petición de Kant, y de la de Ludwig Ernst Borowski, que fue revisada por el propio profesor, quien las leyó y editó personalmente, y cuyas correcciones fueron ignoradas luego de su muerte, cuando se publicaron en 1804.
Los últimos días de Immanuel Kant nos habla de la cotidianidad de su protagonista, permitiéndonos observar el dominio que las costumbres tenían sobre sus actividades diarias, espiar sus conversaciones y amistades. Un aspecto fascinante de la narración de De Quincey es que buena parte de la novela está acompañada por varias notas al pie de página que nos hacen transitar del plano del anecdotario al plano erudito y que funcionan como una metáfora del propio pensamiento kantiano.
Pero ¿qué es lo que aún hoy, casi 200 años después, resulta tan emocionante de este relato? Comencemos por recordar que Immanuel Kant, ya antes de su muerte, gozaba de un aura de trascendencia no solo entre aquellos que compartían su vida en la universidad de Königsberg, como por ejemplo sus estudiantes, sino principalmente por el “giro copernicano” que produce en el pensamiento filosófico al poner sobre la mesa de la filosofía al “sujeto trascendental” y señalar que: “En el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella”, como dice en la Crítica de la razón pura. Esta observación, y otras muchas que no corresponde a este artículo señalar, lo llevaron a ser conocido fuera de las fronteras de su ciudad.
Pero hoy nos interesan, sobre todo, las anécdotas que lo hicieron popular entre sus vecinos, pues nos invitan a conocer un poco su humanidad, que se hace cercana con la lectura y que nos recuerda que los filósofos también son personas propensas al error, la decadencia y la vejez.
La aproximación que nos hace De Quincey a Kant como hombre es enternecedora, incluso para un lector que desconozca completamente la importancia de sus ideas.
El Kant de Thomas De Quincey es muy distinto al Kant de las lecturas filosóficas, que resulta difícil, casi impenetrable, seco. Este Kant anciano y cotidiano se acerca más a un profesor querido que deseamos acompañar en esos años en los que necesita del cuidado de su hermana y de sus alumnos, y es así como se transforma de un ser real a un personaje literario.
Todas las lecturas despiertan en nosotros sentimientos, emociones y reflexiones, como una forma de ensayar lo que podemos experimentar en nuestra realidad (2). Ciertamente no es la persona, pero nos aproximamos a ella.
Así surge un carácter poético, en el sentido creador, en este Kant narrado por De Quincey. Ya que no es el “Yo” que era Kant, obviamente, sino “Otro”, una recopilación (creación) producida por la narración de sus estudiantes, luego por lo que cuenta De Quincey, y más tarde por lo que nosotros imaginamos. Un Kant digerido, cuya identidad está diluida en un cuerpo de palabras que reviven en nuestras mentes, pero que nos permite hacer que su vida participe en la nuestra a través de lo leído. Personalmente hoy en día no puedo evitar, al invitar a algunos amigos a mi casa, pensar que Kant, inspirado por Lord Chesterfield, tenía por norma que “el número de los comensales, contando con el huésped, no debe ser menor al número de las Gracias, ni superior al de las Musas”.
También aparece ante nosotros cuando encontramos afirmaciones como aquella que señala que “Kant no sudaba nunca” o su afición a los pájaros. También podemos sonreír al intentar imaginar el curioso artilugio que inventó para mantener las medias en su sitio sin necesidad de usar ligas, la forma como se arropaba antes de dormir o su propia consciencia de su fin, cuando le dijo a sus alumnos: “Caballeros, soy viejo, débil y pueril, y deben ustedes tratarme como a un niño”, que fue una de las razones por las que empezó a llevar apuntes de sus conversaciones con sus visitantes, para no repetirse.
Otra de las anécdotas reveladoras sobre el carácter de Kant tiene que ver con su trato con el que fue su criado: Lampe. Se había vuelto descuidado en la atención a Kant, por lo que el filósofo se vio obligado a despedirlo; sin embargo, cuando Lampe le pidió una referencia, Kant se encontró en un dilema: ¿cómo darle una referencia a alguien que no había cumplido su deber? En este caso, Kant prefirió limitarse a señalar que Lampe había sido un buen criado, pero que no tenía las cualidades para atender a una persona mayor como él.
Celebramos 300 años del nacimiento de Immanuel Kant (Königsberg, 2 de abril de 1724), pero no solo del filósofo sino también de esa persona que fue y a la que, entre otras cosas, “le gustaba pensar en su cumpleaños” al punto de que celebró sus 80 años unos días antes de cumplirlos, ese cumpleaños “que no habría de ver”, ya que murió el 22 de febrero de 1804.
Notas
1 Departamento de filosofía. Universidad Simón Bolívar
2 El doctor Raymond Mar, del Departamento de Psicología de la Universidad de York, en Canadá, realizó un estudio sobre la actividad cerebral y la lectura. Concluyó que nuestro cerebro tiene dificultades para diferenciar la experiencia leída de la experiencia vivida, esto quiere decir, que cuando leemos algo, en nuestro cerebro se activan las mismas zonas que se activan al experimentar alguna cosa, esto es lo que nos lleva a que establezcamos relaciones tan estrechas con los personajes literarios.