“Ah, bueno, en mis cuentos pasa de todo. Es un país visto desde la adolescencia, desde una casa de familia, como la de los Monegal, desde una calle” / Archivo

Por ALBERTO HERNÁNDEZ 

—Pancho ¿puedo imaginarte?

—Estás en tu derecho y yo también. De modo que igual te imaginaré.

En algún lugar del universo, podría ser en Altamira o Sabana Grande, Francisco Massiani se refugia de un chaparrón (últimamente le ha dado por llover en estas provincias de Dios), pero igual se cobija en las palabras de Florencio, quien de alguna manera sabe que los pajaritos de Angelina, su mujer, saldrán volando del libro y podrán posarse cerca de su ventana o invadir el cielo de Caracas.

—¿Por dónde andas, Pancho?

—Ah, vale, chico, estoy cerca, tanto que me sientes, pero también ando por todas partes, pero tranquilo, estoy cerca, con la cara muy cerca de una ola del mar…

—¡En Macuto!

—¡Ah, ya lo sabes! Sí, por aquí ando entre los pajaritos de Florencio y la ternura de las muñecas de Reverón.

—Te imagino sentado en la orilla de la cama mientras pones una de tus manos sobre la máquina de escribir. Pero también en una silla de ruedas cerca de una playa.

—Estoy en ambas partes. La silla de ruedas me permite pasear con más facilidad. Viajo con todos mis personajes. ¿Imagino que me estás imaginando?

—Sí, espero que igual lo hagas conmigo.

—Ya te tengo en la mira de la imaginación. Jajajaja.

—¿Estás triste?

—No, en este momento no. En el libro de Florencio me pasan las tristezas muy cerca, pero nada. Ya me he recuperado. Angelina y los pajaritos ayudan a entender este instante contigo. Y como somos unos imaginados, podemos hasta volar. ¿No te parece?

—Es decir, nos hacemos unos carajitos.

—Podemos dar un vuelo rasante sobre Caracas.

—Bueno, pero tú llevas el control de vuelo.

—Muy bien. Ahí vamos.

2.-

Caracas parece un cielo invertido. Un poco más allá del lomo de las nubes, el Ávila. Pasamos por el Humboldt y luego bajamos a Altamira. Nos detenemos flotando sobre la gran ciudad. Pancho se acomoda la gorra y se toca el lado hundido de la cara. Se le escapan los cabellos y la barba le ha crecido casi hasta las rodillas, pero de eso no hago tema.

—Mira, allá veo a Carolina, a Marcos y a mí mismo bajo el sol. Eso me suena familiar. Kika no está en la playa. Mira, Julia está sentada en el Gran Café con Carlos. Me da arrechera. Y yo enamorado solo. Pero bueno, son personajes. Los dejo allí. Pero da arrechera. Son tan reales como nosotros duendes que volamos. ¿No te parece?

—Sí, me parece. Nos hemos imaginado y no hay frontera que nos detenga. ¿A dónde vamos, Pancho?

—A aquella avenida donde me di el tortazo.

—No recuerdes eso. Déjalo fuera de esta imaginadera.

—Está bien. Sigamos volando.

—Pancho ¿te sientes en muchas partes, eres ubicuo, transgenérico?

—Una vez Salvador Garmendia me quiso dedicar uno de sus cuentos aparecidos en Crónicas sádicas. Con una mirada bastó para que borrara la dedicatoria. Eso quiere decir que son muchas vainas, pero hasta ahí vale. ¿Ubicuo? Bueno, tú me encontraste? Pero, una pregunta ¿me estás imaginando o en verdad somos reales y nos tocamos?

—¿Qué crees tú?

—Bueno, ambas cosas.

—¿Y transgenérico?

—Siempre. Si me lo preguntas por lo del premio, sí. Claro, uso muchos géneros. La poesía, el ensayo a veces, los cuentos y las novelas. Y hasta me gusta mirar las estrellas. Creo que estás hablando en serio. Si es así, claro que soy transgenérico, aunque pongo en duda que sea ubicuo. ¿En qué me ubicas tú?

—Eres uno de los mejores narradores y seres humanos de mi país?

—Coño, no sabía. Y con todas mis porfías.

3.-

—Pancho ¿qué pasa en tus cuentos?

—Pero bueno ¿tú no los has leído?

—Sí, pero recuerda que te estoy imaginando y se supone que soy un imaginado que no sabe nada de nada.

—Ah, bueno, en mis cuentos pasa de todo. Es un país visto desde la adolescencia, desde una casa de familia, como la de los Monegal, desde una calle. Desde una borrachera. Desde un país. Todos esos libros son Venezuela.  Podría decir que Caracas es un ensayo de mis personajes: ellos relatan la ciudad, el pedazo urbano que les toca, y yo me dejo muchas veces llevar por ellos. Eso de transgenérico me va bien. Me gusta.

—¿Te gusta por qué?

—Aunque no uso traje, me gusta cambiarme de gorra, de maquillaje, de género. El narrador es muchas personas. Un artista es hombre y mujer. Es genérico, dual. Es dos porque fue parido por mujer y por hombre. Uno es carne doble. Y si hablamos de literatura el escritor se desdobla, se hace muchos: escribe un poema y narra una historia. Habla de la ciudad y hace un ensayo. Se emborracha y vuela. Es decir, ser transgenérico significa ser muchos. En mis cuentos soy Florencio, pero también su mujer. Y quien lea esos relatos verá que allí hay poesía, ensayos para aprender e historias que contar. Lo que debe hacer el lector es afilar la mirada.

—¿Y desde cuándo te pasa eso?

—¿Qué cosa?

—Ser transgenérico.

—De toda la vida. Desde que nací. ¿A ti nunca te cambiaron los pañales? Eso me pasa desde que escribo. Desde mi más tierna edad. Desde que también soy el señor de la ternura. Soy uno y múltiple. Genero muchos géneros.

—¿Pero en tu literatura crees que el desdoblamiento te conduce al uso de varios géneros literarios?

—Claro, chico. En mi libro ganador de la Fundación no soy yo y soy. Puedo contar como cantar. Así como ahora volamos. Uno mete el ojo en las casas, en la ciudad desde la intimidad de uno mismo y se convierte en gente que no conoce y termina siendo ella. Así pasa cuando escribes. Eres poeta, narrador, historiador, cronista, narrador, loco y hasta sobrio. ¿Me explico?

—Muy bien, Pancho.

—¿Se puede decir que el diálogo entre los personajes podría ser considerado como un guiño al teatro y al periodismo?

—No soy periodista y lo he sido de alguna manera cuando publico y creo una expectativa. Un libro es una noticia, una información. Algo nuevo. Y en cuanto al teatro, sí, claro, tomas a los personajes y los montas en un escenario y ya. Hago teatro desde mis novelas y cuentos. Esos géneros también bailan pegados.

—Pancho, estamos llegando a la Solano. ¿Qué pasa en Sabana Grande?

—De todo y nada. Antes era un tejido transgenérico, para seguir con tu preguntadera sobre el tema. Porque allí se decía y escribía de todo y se confundían las voces. Ahora no pasa nada. Mucha sombra. Sabana Grande creo que ya no existe, al menos en la que yo viví, aunque a veces paso por aquí y saludo los edificios.

—¿Ves literatura en el país?

—Y también la leo. Hay cosas muy buenas. Hay mucha gente escribiendo, hablando del país. Y eso es bueno. El país se levanta de sus cenizas a través de la poesía, el cuento, el ensayo, el teatro, la música. Este país será una bella locura. No esta. esta es demencia perversa.

—Pancho, está anocheciendo. Creo que debemos regresar a la cumbre del Ávila.

—Pero bueno, chico, ¿no nos estamos imaginando uno al otro?

—Sí.

—Entonces no te preocupes por el tiempo. Sigamos imaginando y después veremos.

—Está bien, Pancho, sigamos. ¿Y cuándo me vas a imaginar a mí?

—Ya lo hice y no te diste cuenta.

Más allá de los edificios, más allá de la niebla que se posa sobre el Ávila, dos pájaros se elevan. Dos aves con las alas extendidas superan la altura de los cerros mientras la ciudad sigue su curso silencioso.

*Pancho Massiani ganó el concurso Transgenérico en el 2005 con su obra Florencio y los pajaritos de Angelina su mujer. Alberto Hernández lo ganó el 2017 con su obra El nervio poético. La segunda entrega de esta serie será publicada el viernes 13 de octubre, en la sección Papel Literario, en www.elnacional.com.


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