El ser de Hanni Ossott se extenuó en su propia donación, donación al vivir vivo. Fue la suya averiguación dolorosa y gozosa a un tiempo tras una ráfaga de luz, tras una palabra menos indecisa.
La vida y la obra de Hanni Ossott anularon la atávica contraposición entre razón y pasión, entre espíritu y vida. Los trazos de su biografía y los de su caligrafía poética dan fe de su inclinación al pensamiento como actividad pura, al ejercicio casi ascético de un pensamiento apasionado.
El don poetizador de Hanni Ossott la perfila como una figura tutelar del decir poético del siglo XX. Y lo arriesgó todo desde el primer libro al que diera forma: Espacios para decir lo mismo (1974). Exigentísimo ejercicio literario y vital. Y así como en ese libro asoma su confeso entusiasmo por la literatura experimental y –como acotara en uno de sus ensayos– “la disgregación emocional” que rodeara entonces su vida en familia, lo que la poeta reivindica es el haber sentido que “sabía que el infinito, el misterio del vivir no estaban en la literatura experimental” e intuir que aquello fue lo que se quiso demostrar a sí misma.
Lo que se quiso demostrar a sí misma Hanni Ossott y otros rasgos de su carácter y de su obra he de resaltarlos esta tarde en la que la evocamos a propósito de la reedición de ese primer poemario de Hanni por el sello independiente «Letra Muerta», con traducción al inglés realizada por Luis Miguel Isava.
Para poder hablar de Hanni y pronunciar su nombre en voz alta debo hacer un gran esfuerzo porque aún me duele su partida, aún la extraño. Y es que por Hanni Ossott siento un impresionante mimetismo psíquico. Fíjense que muchas veces me recriminé el no cuidarla en sus momentos de crisis, no ir a visitarla a la Casa de Reposo San José, en San Antonio de Los Altos.
Me aliviaba recodar la oportunidad en la que a petición suya transcribí varios ensayos que ella había escrito para el Papel Literario de El Nacional, especialmente el titulado “El estuche carmesí” que consagra a Katherine Mansfield y a partir de un fragmento del diario de la narradora neozelandesa sobre el fracaso que la pusiera a reflexionar, despliega su dotes de ensayista que deseo perciban y por ello me permito leerles en voz alta unas líneas :
“Tengo la extraña sensación de que nuestra época debería dedicarse un poco más al sufrimiento. A la compasión, a la tristeza. No todo está de fiesta siempre. Sé que no podemos despojarnos de un ingrediente : la ironía. Pero también sé que una buena concentración mental en la pena nos hace más humanos.
¿Pero qué es lo humano?
Lo raro”.
Sin titubeos, mi memoria me advierte que fue con El circo roto que mi vida y la de Hanni comenzaron a entretejerse aquella mañana de noviembre, a la sombra del jardín del fondo de la casa editora Monte Ávila, en Altamira, al cierre de 1996, a la que fui convocada junto con María Fernanda Palacios y Rafael Cadenas, para presentarlo, para descubrir que la poeta había extremado allí la demoledora fuerza de su lenguaje, y su peregrinar huérfano entre lo que pende de la infancia, de la muerte, de la soledad de las hermanas, preguntándose ¿dónde está Dios? y cargando con “la paz apática”.
…Recuerdo con absoluta claridad que su entrada a la casa fue una escena palaciega, porque todos fuimos a recibirla y nos colocamos en dos líneas, una frente a la otra, y cuando ella fue avanzando iba mirándonos, y mientras iba pronunciando, sin apuro alguno, los apellidos de cada uno, extendía su mano para estrechar las nuestras. Hanni sabía que ella era el centro, el motivo de esa reunión.
Yo no solo había leído ese libro, había leído con fervor los anteriores y leería hasta el último con idéntico fervor. Porque como les he confesado por Hanni Ossott siento un mimetismo psíquico impresionante. Une devoción que fue acrecentándose con la proximidad que me permitiera su esposo Manuel Caballero al invitarme, junto con sus hermanas, al menos un par de veces, al desayuno con un mojito larense que preparaba para celebrar el 14 de feberero el cumpleaños de Hanni. O cuando pasé toda una mañana conversando con ella, en su apartamento de Santa Fé, en una comunión asombrosa, extraña al orden de lo real, diría, a propósito de la publicación de su libro Casa de agua y de sombras.
Manuel también me brindó el privilegio, junto con el editor Bernardo Infante, de encargarme la selección de los textos de Hanni, que integrarían el libro Poemas selectos, editado en 2004. Y para mayor privilegio y compromiso me encargaron de organizar y prologar la cuidada edición de las Obras completas de Hanni Ossott (2008).
El destino quiso que también por invitación de Manuel presentase lo que cabe llamar su último libro publicado, Cómo leer la poesía. Ensayos sobre literatura y arte (Comala.com, 2002). Esa mañana del 28 de noviembre de 2002, en el patio de otra casa de Altamira, el del Banco del Libro, se ofició una hermosa ceremonia que era imposible de imaginar se convertiría en una ceremonia del adiós. Bellísima, como esa Flor Entera y Roja a la que canta en sus poema, con un traje de seda rojo, y sostenida por sus ojos azules, que lucían enormes, Hanni imantó el ánimo y la mirada de los que fuimos citados por Manuel. Paula Ossott, su sobrina, cantó como deseara en el poema “Plegaria en tiempos de penuria” no el Magnificat en honor a su abuelo Eugen Jean-Marie Ossott y de sus descendientes, sino el Ave María de Schubert.
Fui testigo de la emoción que le suscitara a Hanni escuchar a Paula y de la de Paula que se sintió abrumada por la petición de su tía la poeta y temblorosa aceptara. Vi correr sobre los rostros de ambas lágrimas de dicha. Ese mañana Hanni se sintió querida y disfrutó como una niña.
Conservo aún uno de los pétalos, éste que les muestro, con los que bautizara el libro.
Otra mañana, menos luminosa, la del primero de enero de 2003, me despertó mi esposo Nicolás para decirme que Manuel había llamado a casa en horas de la madrugada para avisarme que Hanni se había marchado. No hice sino llorar desconsolada. Así llegue a la Funeraria y encontré refugio entre los brazos de sus hermanas Blanca y Magdalena y entre las manos de Ingrid que entrelazó a las mías como lo hiciera la tarde en la que su compañero de vida decidiera esparcir sus cenizas en el pequeño patio de la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV. Fue una ceremonia muy sobria en la que Eduardo Gil pronunciara unas palabras para despedir a una colega especial, literalmente una rara avis.
Hanni, han transcurrido 13 años desde que nos dejaste, en ese tiempo he sido más devota de ti y he convertido en un ritual cotidiano aquello que estimabas como lo más importante: “Cuidar a un poeta (…). Rezar por él al paso de las noches. Para que se nos aparezca, no solo como un fantasma, sino con el aliento y la fuerte voz que da el coraje. Y con esto poder decir después que uno ha dormido en paz con él abrazada. En amor”.
Así paso las noches, cuidando tu sueño Hanni, rezando con fervor tus versos.