1.
Mi padre está temblando.
La vida es una carrera ―me dice―, pero nunca verás dónde termina
ni contra quién estás compitiendo.
Solo debes saber
que avanzas derecho hacia un ruido inhumano.
Allá no encontrarás amigos, ni siquiera los busques.
Tu generación
solo piensa en beber té con galletitas a la orilla del Sena.
Ellos se han tomado selfies junto al Mediterráneo
con cara de satisfacción. Ellos te quebrarían el cuello
usando solo dos dedos
y luego vomitarían de horror.
Pero no tienes por qué ocultarte. No pueden hacerte daño.
No pueden contigo.
Tú has visto las primeras generaciones
de quienes se han salvado de la pobreza. Conoces
los sueños homicidas de las ancianas de Brooklyn
y los delirios de grandeza de quienes han tomado
las academias por asalto.
Tú ves a quienes entran en los templos con flores en el pecho,
huyendo desesperadamente del futuro. Y les dices:
“Escóndanse, no vean nunca los amaneceres”.
Si tuvieras la oportunidad
te irías a pescar centollas en Alaska,
te unirías a la enorme, gozosa familia de un ejército internacional
o te harías obrero y pasarías horas en comedores vacíos y hostiles
escribiendo poemas sobre
la profundidad de un remolino de cemento fresco.
Recuerda siempre todo eso
y no te pierdas.
Sé bueno.
Tú has visto cosas, has visto todo que aparece en los libros.
Tú ves a los maníacos, tú ves
a los oligofrénicos. Son tus hermanos.
Son tus hermanos.
2.
Mi padre está delirando.
Mi generación ―dice― le debe la vida a un puñado
de héroes sufrientes,
ídolos lejanos que se dieron el banquete de la guerra
y murieron jóvenes, radiantes y hambrientos.
Los héroes de hoy están cansados del triunfo,
hartos de estar siempre en el tope de la vida.
Los veo salir a la calle con los ojos inyectados,
dando vueltas sin rumbo:
“Creo que soy el hijo del sol ―dicen―, siento que lo soy,
siempre lo pienso. Amo sus leyes, me excita su rostro de acero”.
Nosotros, en cambio, soñábamos con ser los últimos sobrevivientes
de un desastre nuclear, temblar bajo los rayos gamma,
orinándonos sobre las últimas brasas de lo real.
(La lluvia radiactiva tenía algo bendito y justo).
Está bien. Yo los perdono y les deseo lo mejor.
Yo bendigo sus almas, sus almas negras.
Después de todo,
la vida que nosotros queríamos vivir ya ha muerto.
De eso estamos seguros.
3.
Mi padre está hirviendo.
Te lo voy a decir una sola vez ―me advierte―. Una sola puta vez.
Tu verdadera, tu única manada,
conoce el sabor rancio de la soledad. Esa culpa.
Por eso sueñas con los vagabundos que todas las noches
llevan canciones rancias a las puertas de los bares:
I left my home in Georgia, headed for this goddamn bay!
Tus verdaderos amigos conversan al atardecer con sus padres muertos
en los jardines de U C Berkeley
y han ido a ver lo que pasa allá arriba, mucho más al norte,
después de la parada del último autobús.
No escuches a los poetas de tu generación, esos chicos
no pueden decir nada si no va a aparecer impreso en tipografías
exquisitas,
encuadernado a mano, vendiéndose en las librerías de
Nueva York, Barcelona o Buenos Aires. “Gracias, muchas gracias.
Todo lo he hecho por mi país, que tanto amo”.
Otras veces prefieren la fotocopia barata salpicada de cerveza
rodando por los bares y pasajes subterráneos de Latinoamérica.
Es igual. “Aplausos, solo estamos aquí
por los aplausos”.
Pero está bien, es lo único que les queda. Yo los perdono.
Míralos a los ojos, míralos bien. Cuéntales tu historia
pero no reveles demasiado. No los juzgues.
Nunca les des la espalda.
Odia y desprecia cuanto quieras, pero hazlo con mesura
y elegancia. Confía en la contextura de tus nervios.
Nadie puede contigo.
Anda, pues. Tómatelo con calma,
sal y encuentra la vida, recorre las calles
y saborea la espuma de los tiempos.
Solo deja algún día de hacer el imbécil.
Pon orden y por favor intenta que no te despidan de tu trabajo antes
de tiempo.
Has estado demasiado tiempo bajo el agua,
intentando respirar entre algas prehistóricas.
Ven, vamos a beber y luego a dormir. De cualquier forma, ahora no hay
manera de saber nada.
Y ya sabes que aquí estamos.
4.
Mi padre está congelado.
Así lo encuentro, seis mil años más tarde, dentro de las ruinas
de un antiguo resort en lo más alto de Woodstock, NY,
bajo un cielo de invierno que parece podrido, envenenado.
Allí están su corazón y sus articulaciones,
su barba suave, sus manos blancas,
su mandíbula incrustada de diamantes.
Padre-mamut, padre siberiano, las cuencas de tus ojos me miran,
detrás de una lámina de hielo amarillo como la sangre.
Ah, padre-fósil, padre mío.
Perdóname, eres bello. Perdóname una última vez.
Antes me aburría esperando,
pensando que era tiempo de celebrar, de pasarla bien.
Pero hoy le pido demasiado a los días que vienen
y me atormenta saber
que el futuro es lo único que nos queda.
Despierta, Padre, levántate y habla.
Este es nuestro momento, tienes que comprenderlo.
Hoy nuestro corazón está inflamado y todo nos distrae.
No vale de nada quedarse admirando, desde tan lejos, los disturbios.
Danos más desastres, danos
la saliva negra del miedo.
Te lo rogamos, Padre, aquí te esperamos,
puliendo nuestro idioma de plata al borde de un agua sucia.
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Cuaderno de otra parte
Santiago Acosta
Libros del Fuego
Caracas, 2018
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