Por JOSÉ ANTONIO PARRA
La propuesta estética de Verónica Petersen (Caracas, 1970) es sumamente depurada y denota una gran interioridad. En el caso de esta artista que estuvo radicada varios años en México se observa un intenso recorrido del alma, aspecto que en definitiva ha sido expresado mediante una simbología personal en la forma de fenómeno artístico.
Una de las cosas más llamativas en cuanto al abordaje formal de esta venezolana lo constituye la economía de elementos. Su obra tiene ciertos rasgos minimales que denotan una aproximación estética que está plena de misticismo, en este caso un misticismo imbuido de lo oriental y del zen.
Hay una gran impronta del expresionismo abstracto en esta propuesta. Pareciera que es mediante dicho abordaje estilístico como la creadora logra una mayor conexión con estratos profundos del alma. Aquí estamos frente a un trabajo de gran contenido lírico debido a lo compositivo per se.
Cada pieza de Verónica Petersen pareciera funcionar como un aliviadero a través del cual brotan contenidos hondos, pero con la salvedad de que las modalidades estilísticas elegidas por la artista dan cuenta de una experiencia sedimentada. Se trata aquí de una experiencia donde el oficio del arte responde a una profunda reflexión.
Hay, adicionalmente, ciertos exotismos en algunas de sus obras que producen desasosiego en el espectador; pienso en este caso en sus piezas Letanía y Lunas de marte. Por otro lado, un tópico recurrente en esta propuesta estética es la soledad, quizá expresada mediante el simbolismo de la casa. La artista pone en evidencia la condición humana en tanto seres que de algún modo están sujetos a la vivencia del desarraigo y la soledad en el mundo, una soledad paradójicamente plagada de multitudes. Ese exotismo y desasosiego, así como la simbología de la casa, son una ventana franca a lo abismal. En torno a estos puntos Petersen manifiesta:
“Mi interés en pintar la forma arquetípica de la casa se basa en la noción de que es una extensión de identidades e historias. La noción es intimista, pero también global. Quiero que signifique una casa, que se vea y el pensamiento inmediato sea una casa, pero en las lecturas siguientes, sumada a su contexto pictórico, que signifique un rastro, una ausencia, una marca, un nombre, un latido, una biografía que ha viajado hasta aquí.
La casa soy yo, considerando el yo como el nombre primigenio del Ser. Tiene sus acompañantes narrativos, como la nube por ejemplo, muy presente en mi obra y que utilizo como un recurso poético.
Utilizo pintura porque aprendí su lenguaje desde muy pequeña. Se me hizo hábito crear espacios utilizando este medio. No sé hablar otra cosa”.
Pero vayamos a la biografía de Verónica Petersen para poder comprender ciertas facetas relativas a este desarraigo y esta soledad expresadas en su obra. La artista inicialmente habitó durante su infancia y juventud una nación y una ciudad –Caracas– que ya no es y que de algún modo sufrió el deslave y la tragedia que actualmente vive el país.
Petersen estudió en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Católica Andrés Bello de donde egresó en el año 1992, con orientación hacia el área de la publicidad. Luego de haber trabajado en distintas agencias de publicidad y en circuitos de cine, la artista abandonó el país y se estableció en México donde vivió 12 años. Posteriormente en el año 2006 vivió otra experiencia trascendente como lo fue el nacimiento de su único hijo.
Fue precisamente en México donde inició su incursión en las artes plásticas de manera profesional, quizá movida por la necesidad de expresar la honda vivencia interior que estaba experimentando. Ya para el año 2011 había retornado a Venezuela, teniendo en su haber exhibiciones en México, Alemania y Venezuela.
Sin lugar a dudas la experiencia estética de Verónica Petersen expresa una gran depuración y elegancia; en ella se manifiestan la vida y obra de una artista venezolana que dialoga con su época y con las circunstancias que le ha tocado vivir en lo personal, no solo a ella, sino a millones de venezolanos.
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