Papel Literario

Óscar Rodríguez Ortiz, ensayista

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Frente a la rotundidad de la alocución en la plaza pública, propia del arconte o el maestro del pueblo, la voz ensayística de Rodríguez Ortiz juega al silencio, al enmascaramiento relativamente impersonal. Como en la obra de José Antonio Ramos Sucre, esa urgencia se plasma en un desafío: la elisión sistemática de pronombres, solo que en la prosa de Rodríguez Ortiz no son los relativos, sino los personales”

Por MIGUEL GOMES

El quehacer tesonero y múltiple de Óscar Rodríguez Ortiz (Caracas, 1944-2019) aguarda aún su debido reconocimiento. Fue director literario de Monte Ávila y director editorial de la Biblioteca Ayacucho en momentos estelares de ambas empresas. Como narrador, con el seudónimo de Maurice Lambert, publicó una novela singular, Horno Sapiens (1990). Como crítico, su presencia fue constante en revistas literarias y, naturalmente, en prólogos o estudios introductorios a volúmenes aparecidos tanto en Monte Ávila como en la Biblioteca Ayacucho. Sus lúcidas compilaciones fueron esenciales para la crítica posterior; entre ellas destacan la Antología fundamental del ensayo venezolano (1983), Venezuela en seis ensayos (1985) y Ensayistas venezolanos del siglo XX (1989). Estas supusieron, además de una minuciosa tarea documental, un intento de situar en el horizonte de expectativas de sus lectores lo que él mismo estaba llevando a cabo como crítico que abandonaba la rigidez y la exhaustividad del tratado para entregarse a la mayor flexibilidad del ensayo, progresión que en alguna medida se constata desde sus primeros hasta sus últimos títulos: Seis proposiciones en torno a Salvador Garmendia (1976), Sobre narradores y héroes: a propósito de Arenas, Scorza y Adoum  (1981), Intromisión en el paisaje (1985), Tres ensayos sobre el ensayo venezolano (1989), Placebo (1990), Hacer tiempos (1995), Paisaje del ensayo venezolano (1999) o Los bordes de la continuidad (2006). Creo que varios de los frutos más memorables de sus esfuerzos se localizan en esta última faceta, y por eso quisiera hoy concentrarme en ella. Para tal fin he seleccionado el libro que acaso mejor la representa, Placebo.

Antes conviene que nos detengamos en las aportaciones de Rodríguez Ortiz como historiador del género que cultivó. El par de tomos de Ensayistas venezolanos del siglo XX se ciñe a períodos que el antólogo observaba en su corpus. Según Rodríguez Ortiz, existían dos «contemporaneidades» ensayísticas en el país: una que, luego del modernismo, iba de los años diez a los sesenta y otra de esta última década hasta fines de los ochenta, por lo menos. ¿Cómo se caracterizaba el ensayo de los escritores que empiezan a publicar en la «primera contemporaneidad»?: el recorrido ético, se nos dice, «ancla en un sentido: el de literatura de ideas con imágenes pedagógicas a las que se llega desde el eje del humanismo» (vol. 1: p. 13). El ensayista de esa etapa vuelve a ser, como había ocurrido a lo largo del siglo XIX, «pensador, arconte, fundador de nacionalidad: pedagogo, magistrado, creador de instituciones, polígrafo» (vol. 1: pp. 15-16). No es difícil identificar casos ejemplares como los de Augusto Mijares, Mariano Picón Salas, Ramón Díaz Sánchez, Mario Briceño Iragorry o Arturo Uslar Pietri. La «segunda contemporaneidad», más que a auscultar el país, tendía a orientarse por una «moral de las formas» que llevó al escritor a meditar más a menudo sobre la literatura misma. Rodríguez Ortiz no mencionaba solo razones temáticas para sustentar su periodización: la enunciación optaba por escenarios introspectivos, alejados de lo estentóreo. Guillermo Sucre, Francisco Rivera, Hanni Ossott, Eugenio Montejo, María Fernanda Palacios o Armando Rojas Guardia se acogen a dicho paradigma.

En cuanto a Rodríguez Ortiz, podría alegarse que en Placebo se evidencia el laborioso compromiso con un estilo, y en ello se reafirma la mencionada «moral de las formas». Se trata, ante todo, de la puesta a prueba de una manera de expresarse bien definida. Frente a la rotundidad de la alocución en la plaza pública, propia del arconte o el maestro del pueblo, la voz ensayística de Rodríguez Ortiz juega al silencio, al enmascaramiento relativamente impersonal. Como en la obra de José Antonio Ramos Sucre, esa urgencia se plasma en un desafío: la elisión sistemática de pronombres, solo que en la prosa de Rodríguez Ortiz no son los relativos, sino los personales. Tanto la primera como la segunda persona de singular y plural desaparecen de Placebo, dando lugar a un fenómeno lingüístico-literario que, en otras circunstancias, ha sido denominado «liponomía» (Rivera, p. 52). No me detendré demasiado a comprobar la presencia en el texto de numerosas construcciones impersonales que sustituyen a la voz autoral explícita —muy obvias, por otra parte («hay que insistir en que», «es posible pensar que» [p. 43]; «es de apreciar que» [p. 67])—. Resulta preferible, a mi ver, examinar las repercusiones de esa práctica.

El anterior despojamiento de subjetividad podría parecer al lector distraído un indicio de objetividad cientificista. Si en el decir de Jaime Giordano es posible definir la ciencia como «formulación inteligente menos el Autor» (p. 11), podríamos agregar —rizando el rizo de la aritmética de Ortega y Gasset (p. 60)— que casi siempre el ensayo se ha presentado a sí mismo como ciencia menos prueba explícita más autor explícito. La elisión del yo montaigniano y la superficial pérdida de subjetividad, con todo, no impide que Placebo se sitúe en un universo discursivo inteligible como «arte». El libro, simplemente, se vale de otros expedientes.

El primero de ellos es la fuerte definición de un tono. El epígrafe tomado de Montaigne cumple en parte la función de enmarcar una actitud de escritura y lectura:

«Hay quienes, en su temor, anticipan la mano del verdugo, y quienes, cuando se iba a galope a leerles su indulto, quedaron muertos en el cadalso por efectos de su imaginación. Las sacudidas de nuestras imaginaciones nos hacen temblar, estremecernos y palidecer, y por ellas conmovidos, fáltanos a veces poco para expirar en medio de reales comodidades. De tal modo los jóvenes fogosos se excitan mientras duermen que cumplen en sueños sus deseos amorosos» (p.7).

La imaginación es, ni más ni menos, uno de los asuntos básicos de Placebo. Ha de tomarse en cuenta, pese a ello y más allá de la sola referencialidad, la postura distanciada, inversora, que así se plantea. El clásico francés es recordado directamente al menos cinco veces en las nueve piezas que componen el volumen, pero nótese en qué términos se hacen tales menciones:

«Ya se sabe, lo afirma varias veces Montaigne, Roma fue más valiente cuando bárbara que cuando sabia […] —debe ser ironía suya: «Las naciones más belicosas en nuestros días son las más groseras e ignorantes» […]—. Sin embargo, para el Señor de la Montaña, la admiración iba por el partido del Lacio: sus higiénicas costumbres en los baños; su habilidad para limpiar las partes pudendas; la solemnidad de la mesa […]. Palabra por palabra se está resumiendo lo que elogiaba el tolerante y pacífico padre del ensayo» (p. 378).

El autor de los Essais, ya incorporado mediante citas, es «padre» del género y es «irónico». Las ironías que esgrimirán por ende los textos de Placebo impedirán que tomemos como ciencia las aseveraciones que se nos hacen (o mejor dicho: que «se» hacen, pues la participación del lector tampoco llega a representarse en la enunciación). No hay cura intelectual a través de verdaderas tesis: el ensayo actúa por sugestión; la persona que lea ha de curarse a sí misma. Placebo no tiene la última palabra en nada ni adoctrina, contentándose con exponer situaciones típicas de la cultura contemporánea —entre los mass media, el pesimismo y la fe— y someter a duda cada opinión propia o ajena. El cuestionamiento puede llegar, a veces, al toque humorístico. Ante ciertos exabruptos, por ejemplo, los lectores «sacan conclusiones espantosas, una de las más constantes razones de ser de la literatura de todos los tiempos» (p. 10). Lo infantil, encarado con tremendismo por algunos escritores, genera, en los padres, temor; en los maestros, preocupación: «Un dilema entre Herodes y el Ángel de la Guarda […]. Tampoco en el aula abierta parece haber más dicha, ni cuando el water closet está hecho a la medida de los traseros infantiles» (pp. 12-13). Como se apreciará, las distonías subrayan el ludismo. Puesto que nada en estas páginas se ratifica ni se revela, la divagación entre seria y jocosa se convierte, a la larga, en el objeto de lectura: escritura satisfecha de sí misma.

La otra estrategia de la que se vale Placebo para subordinar la empresa crítica a la literaria es más importante y concuerda con uno de los elementos que, según Rodríguez Ortiz, caracterizan el género ensayístico. Se trata de «la energía de las imágenes sobre los conceptos» (Ensayistas, vol, 1: p. 22). El libro de 1990 continúa y perfecciona una expresividad barroca que venía desarrollándose en títulos precedentes, lo cual no obstaculiza que haya una coherencia profunda. Por una parte, están los neologismos o el empleo personalísimo de palabras preexistentes: en vez de «imaginación» o «imaginería» el adjetivo «imaginario» se sustantiva más de una veintena de veces para definir la red de tropos y preferencias de un individuo o una época y desarrollar, así, una de las indagaciones centrales de la obra; lo mismo acontece con vocablos como «misereado» o «figuración», en los que el hablante se deleita. Placebo, ni más ni menos, es el libro del «imaginario de la contemporaneidad», sus terrores, esperanzas y métodos —el pastiche histórico, el pastiche de referencias que van y vienen de la literatura al cine, del cine a la televisión, de la televisión a la prensa y de nuevo a la literatura—. Las palabras-clave de Rodríguez Ortiz son importantes núcleos conceptuales semiotizados, subordinados a una postura poética, no racional: signos emancipados de la servidumbre comunicativa.

También imágenes, en un sentido más retórico, son los símiles, las metáforas, las metonimias, las hipálages y las prosopopeyas que abundan en Placebo y adensan sus juicios. El decir tropológico tiene aquí, quizá, una función esencial: sustituir a las jergas técnicas, especialmente las consagradas por la crítica literaria que se oficializa en las universidades. Ya en Intromisión en el paisaje, a la hora de describir el vitalismo de Juan Liscano, se declaraba que los ensayos de este son «carne intranquila: un invariable desespero de trascendencia» (p. 84); el estilo de El horror por la historia, en concreto, era «un grito» y era «alucinatorio»; a los lugares comunes oponía «un chillido, un grito primario» (pp. 85-86). Rodríguez Ortiz era consciente de su recurso a la imaginería en medio del texto cogitativo y así lo indicaba, poco después (p. 87). No sería erróneo sugerir que en Placebo el dominio de ese tipo de discurso es casi absoluto. No solo las circunspectas notas bibliográficas desaparecen del volumen; no solo se hablará de un «terrorismo» estructuralista (p. 48); y no solo se mencionará la rigidez y los dogmas críticos «tratadísticos» que se contraponen a la libertad del ensayismo (pp. 49-50), sino que los tropos pasarán a formar parte de una elocución gnómica: lo sentencioso y lo figurado irán de la mano. La literatura de los chicos malos, en consecuencia, es «requisito, como la fealdad de todo lo moderno» (p. 10). Tanto la escritura como la lectura de «escenas crudas» acarrean justificaciones porque nos encontramos ante «mimesis de las cópulas» (p. 15). El personaje de ciertas historias que tiene a su cargo oprimir el botón rojo del apocalipsis nuclear es tradicional y «ya estaba registrado en los archivos del miedo» (p. 72).

Queda un punto por dilucidar. ¿Existe una relación compensatoria entre esa pasión por la imagen y la liponomía, es decir, la cancelación de los pronombres personales como supuestos ejes de la enunciación de Placebo? Creo que la respuesta la ofrecen ciertas dislocaciones semánticas, ciertas humanizaciones. La prosopopeya, con frecuencia, se ha definido como atribución de capacidades lingüísticas y racionales a seres inanimados o animales. Si se presta atención a frases como las siguientes, pronto se reconocerá la figura: «Ya lo dijo la novela, a la defensiva, cuando quiso eliminar las tramas […]: quien desee distracción, que se vaya al cinematógrafo» (p. 29); «La memoria objeta la omisión del británico D. H. Lawrence» (p. 54); «Para que los europeos ganaran ese lugar bajo el sol que curte las espaldas, la historia dice que tuvieron que deshacerse y desandarse» (p. 54); «Por eso se inquiere tanto acerca de la generación perdida norteamericana […]: el refinamiento parlamenta sobre lo desesperado» (p. 57); «Pero a ese imaginario no se le oculta tampoco que debe explotar lo misereado empático» (p. 69); «La existencia y la densidad espiritual hablan también de la índole “humanística” [de El Dios de la intemperie de Armando Rojas Guardia]» (p. 84). ¿Quién percibe, piensa o se manifiesta en esos pasajes? No un yo íntimo como el del ensayo renacentista ni un nosotros americano como el del siglo XIX y la primera contemporaneidad venezolanas, relacionados con entidades antropomórficas. Las cualidades humanas pasan más bien a la novela, a la memoria, a la historia, al refinamiento; el ensayo de Rodríguez Ortiz suele dar la impresión, por ello, de ser una arena donde se libra una verdadera rebelión de cosas y abstracciones: pasan estas a reemplazar al hombre. Lo cifrado de esta manera no es una impotencia ante los peligros y placeres de la subjetividad personalizada, sino algo diferente: síntoma, más bien, del arraigo del sujeto en el lenguaje. El yo —injustamente «acusado de odioso», como nos lo recordaba Pedro Emilio Coll en el prólogo a El Castillo de Elsinor (1901)— finge desaparecer, pero solo se ha ocultado y, mediante un artificio exquisito, asume el oficio de ventrílocuo: hace hablar a las cosas en su lugar, hace hablar «a solas» al texto o sus materias. El lector inteligente exigido por Placebo sabe, no obstante, que toda figura retórica —y la prosopopeya lo es— exige reglas de juego que incluyen al oyente o interlocutor: una de esas reglas es interrogar al discurso figurado para acceder al «otro» discurso, el ausente, el sustituido. Nos topamos así, a través de su rubor, a través de su modestia y sus ocultamientos, con una voz ensayística idiosincrásica e individuada.

Arte de la palabra y de la reflexión, libros como este señalan en las letras nacionales una fase notable y fértil del género —Placebo es más o menos coetáneo de El Dios de la intemperie (1985) y El calidoscopio de Hermes (1989) de Rojas Guardia; de Entre el silencio y la palabra (1986) y La búsqueda sin fin (1993) de Rivera; de Imágenes, voces y visiones (1987) de Ossott; así como de El taller blanco de Montejo en su edición definitiva (1996)—. Pero no consigo evitar cerrar estos renglones con una conjetura privada. El ensayo venezolano desde entonces se ha transformado radicalmente debido al contexto político, que trajo de vuelta a un primer plano el urgente abordaje de los avatares colectivos —pienso en grandes ensayistas actuales como Miguel Ángel Campos, Gisela Kozak, Luis Pérez Oramas o Ana Teresa Torres—. Me pregunto si Rodríguez Ortiz, de hallarse entre nosotros, hablaría de una «tercera contemporaneidad». Cualquiera que hubiese sido su contestación, no me cabe la menor duda de que su compañía estaría enriqueciendo nuestro entendimiento de la hora presente.


Obras citadas

Coll, Pedro Emilio. El castillo de Elsinor [1901] / Palabras [1896]. Madrid: Editorial América, 1916.

Giordano, Jaime. «El ensayo como escritura inteligente». Lévy, Isaac J. y Juan Loveluck, eds. El ensayo hispánico. Columbia, S.C.: University of South Carolina, 1984, pp. 9-15.

Ortega y Gasset, José. Meditaciones sobre la literatura y el arte. E. Iman Fox, ed. Madrid: Castalia, 1987.

Rivera, Francisco. Inscripciones. Caracas: Fundarte, 1981.

Rodríguez Ortiz, Oscar, ed. Ensayistas venezolanos del siglo XX: una antología. 2 vols. Caracas: Contraloría General de la República, 1989.

—. Intromisión en el paisaje: estudios, crítica, ensayos. Caracas: Fundación de Promoción Cultural de Venezuela, 1985.

—. Placebo. Caracas: Fundarte, 1990.